Mi abuelo ya no está aquí para la Navidad.
Apenas puedo recordar una Navidad sin él y, sin embargo, ahora su ausencia se está volviendo la nueva normalidad. Ya no nos reunimos en su sala de estar para leer el relato de Lucas sobre el nacimiento de Jesús, para cantar «Al mundo paz», para abrir regalos juntos o para comer la cena de Navidad que él preparaba. Su silla, alguna vez tan llena de cariño, risa contagiosa y reposo caballeroso, ahora se queda en silencio, llena de recuerdos.
Una nueva sensación ahora cena conmigo durante mi época favorita del año. A medida que la mesa se llena de nuevas caras, nuevas sonrisas y nuevos bebés, las nostalgias de las Navidades pasadas se despliegan en el fondo. Aquí, más que en cualquier otro lugar o momento, los días pasados y los días presentes se encuentran. Aquí contemplo nuevas escenas navideñas con ojos antiguos. Tanto se ha mantenido igual y tanto ha cambiado.
La pérdida me ha hecho envejecer.
Miro alrededor de la mesa, a los vivaces ojos de los niños, y veo un gozo sin pena. La Navidad que ellos han conocido es la misma hoy. Ellos no pueden ver lo que los padres ven. No pueden detectar rostros que brillan suavemente ni escuchar las voces que no hablan. Para ellos, las sillas no están vacías, sino que todavía no han sido ocupadas. No conocen el dolor de nuestra celebración, las heridas que nunca sanan por completo.
Ahora conozco la Navidad como la vivió mi abuelo por años, como una mezcla de alegría y dolor; gratitud y lamento; Navidad de ahora y Navidad de antes. No podía distinguir a los otros que cenaban alrededor de la mesa de una vida pasada: padres, amigos, su amada esposa. Nunca me di cuenta de que sus Navidades estaban llenas de más que esa única Navidad. Ahora veo la dimensión sobrentendida. Entiendo mejor la sonrisa gastada, rebosante y al mismo tiempo más triste que antes.
No hace falta decir que las Navidades de estos días no son lo mismo.
¿Fuera con lo viejo?
Con esta nueva experiencia de Navidad con una silla vacía, vienen ciertas amenazas y tentaciones.
Jesús una vez advirtió sobre coser un remiendo de tela nueva en un vestido viejo o sobre echar vino nuevo en odres viejos. Los odres pueden reventar, Él enseñó; la tela se puede fruncir. No obstante, aquí estamos. En la mente del hombre o de la mujer que ha perdido, lo nuevo se remienda con lo viejo; el vino nuevo es vertido en viejos odres familiares.
Tal vez te sientas identificado. La presión de sentarse, comer, y cantar donde él o ella una vez se sentaron, comieron y cantaron pueden desgarrar el corazón. Puede que hayas perdido más que un abuelo. La tensión del dolor que sientes durante las celebraciones casi te conmociona. El cónyuge cuyo nombre está inscrito en el adorno ya no está aquí. Falta una media. El amado niño que viste correr por las escaleras la mañana de Navidad no lo ha hecho desde hace algunos años. La Navidad, de este lado del cielo, nunca será igual.
No pretendo conocer tales profundidades de desesperación. Sin embargo, sí conozco tentaciones gemelas que acechan a aquellos que han perdido a alguien. Espero que nombrarlas puedan ayudarte en esta Navidad.
El pasado se traga el presente
La primera tentación es entregarnos a las diferentes sensaciones de duelo que nos secuestran de la vida presente. Este dolor sin fondo surge cuando comenzamos a mirar fijamente la silla vacía. El dolor abruma toda la alegría, el pasado se traga el presente. Lo bueno que llega no es lo bueno que fue una vez, entonces todas las razones actuales para estar felices se arruinan o son olvidadas.
Esto es ir más allá de la pena y del recuerdo sano de quienes hemos perdido. Envenena el corazón al traer la pregunta que el hombre sabio nos advierte que no nos hagamos: «Nunca preguntes», él advierte, «¿por qué fueron los días pasados mejores que estos?». Porque, él continúa «no es sabio que preguntes sobre esto» (Ec 7:10). Este dolor envenena lo que es con lo que solía ser. Entorpece la habilidad de seguir adelante.
La pena amenaza con encerrarnos en oscuros sótanos del pasado, evitando que disfrutemos del niño que juega en el piso o de las nuevas caras alrededor de la mesa.
Culpa por encima del hombro
La segunda tentación es rendirnos a la culpa por encima del hombro que nos tira para abajo. Lewis captura esto en Una pena en observación:
No se puede negar que en cierto sentido «me encuentro mejor», pero de repente con eso me viene una especie de vergüenza y la sensación de que estoy sometido a algo así como un deber de mimar, fomentar y hacer duradera mi propia infelicidad[1].
Esta tentación mira la silla vacía frunciéndonos el ceño. «¿Por qué no estás más triste? ¿Cómo puede seguir siendo una feliz Navidad? ¿No lo amabas?». El recuerdo, al no quedarse en su lugar, se asoma sobre nuestro hombro y vigila nuestra felicidad en el presente. Esta vergüenza es una enfermedad que nos tienta a odiar el bienestar.
Por lo tanto, la silla vacía puede amenazar con abrumar todo el gozo en esta Navidad o avergonzarnos por sentir cualquier tipo de gozo esta Navidad; ambas deben ser resistidas.
Derrite las nubes de tristeza
Entonces, ¿qué hacemos? La silla vacía sigue allí.
Al resistir ambas tentaciones, necesito recordarme a mí mismo: la Navidad no se trata sobre una familia alrededor de una mesa, sino de Jesús. Y Jesús ha prometido que para su pueblo, para mi abuelo, estar ausente en la mesa navideña quiere decir estar en la presencia de Él.
Me pregunto: «¿debería desear que mi abuelo regrese?». Si estuviera dentro de mi control, ¿lo sacaría de aquel banquete, reuniría su alma con su enfermo cuerpo, lo devolvería de nuevo a la enfermedad, la soledad y el pecado, lo llamaría para que venga desde el mismo cielo de Cristo mismo a una sombría celebración de Cristo en la tierra?
Algunos días lo considero un poco.
Pero sé que si pudiera hablar con él ahora, él me desearía allí. La silla vacía que el cielo anhela ver ocupada no es la que está alrededor de nuestra cena de Navidad, sino que son las sillas vacías alrededor de Cristo. Nuestros lugares ya están puestos. Una mejor vida, la vida real, la vida verdadera, la vida eterna está en ese mundo. La silla vacía de nuestro ser querido que ha partido no es solamente un recordatorio de la pérdida, sino una flecha que nos apunta a la ganancia venidera.
Este lugar de sombras y oscuridad, de pecado y Satanás, de pena y muerte, no es el lugar aún para el feliz reencuentro. La puñalada sorda de la Navidad me recuerda que la vida no es lo que debería ser, pero también puede recordarme que la vida pronto ya no será, para todos los que creen.
Jesús vendrá en un Segundo Adviento. Él hará nuevas todas las cosas. Las Navidades con sillas vacías están contadas; estas también pasarán. Y la mejor silla en ser ocupada, la que restaurará todas las cosas, y traerá el verdadero gozo al mundo, es la de Jesucristo, el bebé que nació una vez en Belén, ahora Rey que gobierna el universo. Él se sentará y comerá con nosotros en su eterno banquete del Cordero.
Y, hasta entonces, mientras viajamos por las Navidades presentes y futuras, oro por mí y por ti:
Derrite las nubes de pecado y tristeza;
Aleja la oscuridad de la duda;
Dador de júbilo inmortal,
¡Llénanos con la luz del día!