…a la constancia, devoción a Dios… (2 Pedro 1:6)
Siempre me ha llamado la atención el gran poder que tienen las puertas de los templos, iglesias o lugares de reunión de las diversas religiones. Al cruzar por ellas, las personas experimentan un instantáneo y radical cambio de actitud, vocabulario y tema de conversación. Hasta el volumen de nuestras conversaciones se ve profundamente afectado y esto va mucho más allá de un simple respeto al rito que se esté realizando. Pero el efecto “milagroso” de la puerta se revierte al mismo momento de volver a cruzarla. Las personas vuelven a la “normalidad” de forma automática y sus vidas continúan tal cual eran antes de atravesarla por primera vez. El acto o rito religioso ha terminado y con ello la conexión con su divinidad, por lo que parece no haber mucha razón para continuar con esa actitud reverente. Con ello reflejamos que claramente esos ritos religiosos que realizamos tienen muy poco que ver con nuestra vida diaria. Esta es “la maldición de la puerta”, que incluso no hemos podido romper en muchas de nuestras iglesias cristianas.
Es aquí donde el correcto entendimiento de esta devoción a Dios o piedad, que Pedro nos llama a buscar, es trascendental. La palabra original es “eusebia” y guarda relación con esa actitud de reverencia y correcta forma de practicar un rito o religión.
Pero en la vida cristiana esta piedad o devoción a Dios es mucho más profunda y transversal que simplemente la actitud frente a los ritos o costumbres que deben practicarse de forma individual o colectiva. Para el cristiano esto tiene que ver con algo muy práctico e influyente en cada área de su vida. Tiene que ver, por ejemplo, con que las palabras ofensivas que muchas veces utilizamos para referirnos a personas o cosas no solo son limitadas por el poder de la puerta de la iglesia, sino que son limitadas profundamente en nuestros corazones, en cada momento de nuestra vida, como consecuencia de poner a Dios en el lugar correcto de influencia y autoridad.
Si solo mantenemos una actitud reverente en algunos momentos, o bien creemos tener una actitud reverente pero que no se transforma en obediencia “fuera de los límites de la iglesia”, entonces claramente eso no es una verdadera “devoción a Dios”.
Recuerdo una persona que asistió por primera vez a la iglesia y luego en la semana al preguntarle qué le había parecido el servicio dominical me contó una situación que tristemente se repite más de lo que quisiéramos. En el servicio o culto dominical vio una pareja que tenía una profunda actitud de reverencia a Dios. No tardó en asumir que dicha pareja tenía un cierto rol de liderazgo en la iglesia, lo que confirmó cuando incluso el pastor les pidió que oraran por la gente al final del servicio. Luego, al salir de ahí, esta pareja nueva pasó a echar bencina a su automóvil, donde se encontraron con esta misma pareja, pero con una actitud completamente diferente a la que habían visto mientras duraba el servicio al que habían sido invitados. Estaban discutiendo a gritos y con palabras muy ofensivas con su hijo mayor. Si bien entendemos que todos luchamos con nuestro pecado y no queremos juzgar a nadie, vale la pena preguntarnos al menos por qué no surgen esas actitudes con la misma facilidad dentro de los límites de la iglesia y vuelven a aparecer con tanta facilidad al salir de ella.
No debemos olvidar algo fundamental, y es que la verdadera devoción a Dios no se ve dentro de las puertas de la iglesia, sino sobre todo fuera de ella.
Como dijimos en nuestro cuarto devocional, Jesús nos ha dado todas las cosas necesarias para vivir como Dios manda. Ha roto la influencia del pecado sobre nuestras vidas, ha pagado el precio de nuestra desobediencia y ha enviado el Espíritu Santo para que viva en nosotros y nos transforme a su imagen día a día. Además, en él tenemos el ejemplo sublime de devoción a Dios. En él podemos ver a Dios y cómo adorarlo de forma correcta mostrándonos que la verdadera devoción a Dios está lejos de ejecutarse entre las paredes de los templos y bajo los límites de los ritos, sino que trasciende a cada área y momento de la vida. Es gracias a todas estas cosas maravillosas que Jesús ha logrado que tenemos la responsabilidad de esforzarnos para seguir su ejemplo.
Luchemos, con la ayuda del Espíritu Santo, para que esa actitud reverente hacia Dios se expanda a cada momento y lugar de nuestras vidas, para que así podamos romper, de una vez por todas, “la maldición de la puerta”.