«Pues Dios, que dijo que de las tinieblas resplandeciera la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo» (2Co 4:6).
Es un hecho que, como género humano, procuramos comunicar nuestras ideas mediante ilustraciones y analogías metafóricas que permitan visualizar lo abstracto. Este recurso está detrás de expresiones tan cotidianas como cuando alguien afirma «me quemé las pestañas leyendo», pero también subyace, como principio literario, a obras o relatos fundacionales que han conmovido al mundo entero, como La alegoría de la caverna de Platón, la Divina comedia de Dante o El progreso del peregrino de Bunyan.
El texto aludido habla de una «luz resplandeciendo en nuestros corazones» y, a simple vista, pareciera ser otro intento por expresar una idea mediante una figura de lenguaje, como quien diría «se me aclaró la mente». Pero la verdad es que no se trata simplemente de una linda metáfora para ilustrar un concepto espiritual. Es cierto que el apóstol está haciendo eco del momento en la creación cuando Dios dijo: «sea la luz» (Gn 1:3), pero no es un mero eco comparativo del tipo: «las margaritas son como el sol». Más bien, lo que Pablo está proclamando es que el mismo Dios que creó el universo y que encendió el incandescente fulgor de estrellas como el sol ha vuelto a crear. Dicho de otro modo, él está comenzando a formar una nueva creación, lentamente y en silencio. Es más, su naturaleza creada es apenas la sombra de esta nueva y definitiva creación.
Permíteme explicarlo con mediana amplitud: en el principio, Dios separó la luz de las tinieblas y la luz era buena, porque reflejaba la gloria del Creador. Pero en nuestros corazones, con Adán, todos hemos rechazado a este Dios de luz y la oscuridad se apoderó de nuestras vidas a tal punto que escogimos vivir en tinieblas. Actuamos como quien prefiere construir una casa sin ventanas, porque detesta ver las cosas iluminadas por el sol. Tal es el estado actual del ser humano caído: sin Dios; sin luz.
No obstante, a través de la historia, el Señor de la luz nos concedió destellos que prefiguraban un nuevo momento creativo, un día en que volvería a separar la luz de las tinieblas. Por eso el profeta Isaías escribió acerca del día en que el pueblo que andaba en tinieblas vería una gran luz que resplandecería sobre aquellos que andaban en sombra de muerte (Is 9:2).
Y así ocurrió. La misma Luz vino al mundo e iluminó cada rincón. En ocasiones, su luz encandilaba a los seres humanos causándoles gran irritación, rechazo y odio; otras veces, en cambio, su resplandor irradiaba paz, consuelo, amor abundante, reposo y vida a quienes permanecían esclavos en las sombras.
Así es como Dios volvió a separar la luz de las tinieblas. Así es como Jesucristo, la Luz del mundo, comenzó a disipar las sombras de nuestro corazón. Muchos de nosotros hemos escuchado el susurro del Creador pronunciando aquellas palabras una vez más: «sea la luz» y, de pronto, como si fuera un amanecer, hemos visto la gloria de Dios en la persona y obra de Cristo: Cristo amando a los desvalidos y marginados, Cristo bendiciendo a los niños, sanando a los enfermos, silenciando a los religiosos, siendo herido, siento crucificado y resucitando de entre los muertos para darnos vida eterna. Esta es la gloria de Dios: Jesucristo. Y si te has vuelto a Dios en arrepentimiento, si has confesado a Jesús como el Rey y Salvador de tu ser, es porque Dios ha pronunciado nuevamente, en tu vida, las palabras «sea la luz».
La nueva creación ya está brotando por todo el mundo. Por todo el orbe se oye el susurro de Dios «sea la luz» y cada vez más personas son iluminadas para ver la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Este susurro, que hoy puedes escuchar una y otra vez sin otorgarle mayor importancia, pronto será un grito de victoria, cuando el mismo Jesús, la luz verdadera, regrese para desvanecer toda sombra de maldad. Y entonces, todo el pueblo que hoy ha visto la luz no tendrá necesidad de sol ni de luna para ser iluminados, porque la gloria de Dios nos iluminará y el mismo Jesús será nuestra lumbrera (Ap 21:23).