En mis primeros años de ministerio serví como pastor de jóvenes y, como cualquier otro ministro de jóvenes evangélico, recibía toda esa publicidad de cursos ofreciendo ayudarme a ser «relevante» para «los adolescentes de hoy en día». La publicidad me prometía maneras de «conectar» con los adolescentes a través de estudios bíblicos basados en reality shows de MTV y de las canciones de la lista de los 40 principales éxitos del mes.
Sin embargo, lo único que yo sabía hacer era predicar el evangelio. Sí, sabía lo que estaba pasando en MTV y a menudo lo contrastaba con la realidad bíblica, pero yo no calzo con la definición de «cool» de nadie —ni siquiera la mía—.
También recuerdo cuando un grupo de adolescentes —principalmente chicos sin padre, algunos de ellos pandilleros— empezó a asistir a mis estudios bíblicos de los miércoles por la noche. Descubrí que no se impresionaban con los videos suplementarios «cool» que el editor de mi denominación enviaba. Se reían de los raperos cristianos tal como yo me reí del esfuerzo de mi profesor de historia de la secundaria, cuando trató de «tener una sesión de rap cool con ustedes, jovencitos».
Sin embargo, lo que en verdad cautivó la atención de ellos fue lo raros que éramos: «O sea, onda, ¿de veras crees que este tipo muerto volvió de entre los muertos?», me preguntó un quinceañero. «Lo creo», le respondí. «¿En serio?», me contestó. «En serio», le dije.
En una época en que muchas personas están (correctamente) buscando maneras de atraer a la cultura con el Evangelio de Cristo, parece que la Biblia, en Hechos 17, nos da un patrón para hacerlo de una manera, para algunos, inesperada: aceptando la «rareza» del Evangelio.
Los cristianos que buscan «enganchar a la cultura popular» suelen señalar este pasaje: el discurso del Apóstol Pablo en el Areópago, en que citó versos de poetas paganos y aludió a la arquitectura de los templos paganos. Según ellos, los cristianos debieran seguir a Pablo y emplear la cultura popular para «construir un puente» hasta sus consumidores, encontrando en las obras populares un terreno común para atraer su interés y luego comunicarles el Evangelio.
No obstante, el discurso de Pablo en el Areópago es sorprendentemente diferente al intento de muchos cristianos de ser relevantes ante la cultura popular. Él no apunta tanto a la cultura ateniense para referirse a lo que saben, sino a lo que niegan.
Pablo desarticula sistemáticamente las facetas claves del pensamiento helenístico y, con audacia, desafía el orgullo tribal que producía en los griegos el haber «brotado del suelo de su Ática nativa» (en palabras del académico del Nuevo Testamento, F. F. Bruce) al señalar que el linaje común de la humanidad viene de «un hombre», en la cual Dios determina «los límites donde pueden habitar» y «eliminando toda justificación imaginable para creer que los griegos eran de por sí superiores a los bárbaros».
Es más, la naturaleza misma del mensaje de Pablo era una afrenta para los fundamentos ideológicos de la cultura ateniense. Él regresa constantemente a la resurrección del cuerpo. Nada era más raro y extraño para el pensamiento epicúreo y estoico, el cual buscaba combatir el miedo a la muerte al separar la prisión del cuerpo que muere del espíritu que sobrevive.
Pablo realmente observa una humanidad común y una misma imagen de Dios obrando dentro de la cultura ateniense. Sin embargo, él ve que la rebelión humana tuerce y pervierte esta gracia común. Esta es la razón por la que «su espíritu se enardecía» al ver la idolatría en la ciudad (17:16). Es por esto que refuta la afirmación cultural de que los dioses pueden ser de oro o plata y habitar en casas construidas por hombres (vv. 24-29); y es por esto que advierte a los atenienses, en los términos más fuertes que se puedan imaginar, que huyan de la ira del Dios de Jesús arrepintiéndose ante su trono (vv. 30-31).
Los intentos contemporáneos de enganchar con la cultura popular son, en parte, acertados. No podemos ignorarla. Afecta la vida en Estados Unidos del siglo XXI mucho más que la cultura de élite, y mucho más, incluso, que la cultura medianamente intelectual de Broadway o la cadena de televisión pública.
Pero lo que más necesitan entender de Hechos 17 los cristianos que buscan captar la cultura popular es la respuesta de los atenienses. Lucas nos dice que lo que cautivó la atención de los atenienses no fueron los supuestos puentes que Pablo construyó al mencionar los productos culturales de Atenas. Lo que atrajo su atención al final fue lo que atrajo su atención al principio: Jesús y la resurrección: «Cuando oyeron de la resurrección de los muertos, algunos se burlaban, pero otros dijeron: “Le escucharemos otra vez acerca de esto”» (v. 32).
A menudo, en la raíz de todo este «enganche» cristiano con la cultura popular, hay una vergüenza por la «excentricidad» del Evangelio. Aun los cristianos sienten que las demás personas no van a vibrar con este extraño mundo bíblico de serpientes parlantes, mares que se abren, hachas flotantes, nacimientos virginales y tumbas vacías. Es más fácil encontrar a las personas donde están al ponerles el DVD de El evangelio según Andy Griffith (para quienes somos menos modernos) o al dejarse una barba mosca, citando a Coldplay en la cafetería de comercio justo (para los que somos más modernos).
Los episodios de Anfy Griffith o las letras de Coldplay podrían dar un muy buen pie para hablar de los asuntos del Reino, pero no nos engañemos. Nos conectamos con los pecadores tal como los cristianos siempre lo han hecho: contándoles una historia que suena terriblemente excéntrica sobre un hombre que estaba muerto, pero que ya no lo está, y al que todos vamos a conocer cara a cara en el juicio. En serio.