Él se acercó a mí antes de que yo diera una charla sobre autoagresión, un hombre mayor, de cabello canoso y educado.
«He sido cristiano por casi 40 años. He visto muchas cosas, ¡pero esto! Cortarse, quemarse y todas esas cosas; terrible, muy terrible. ¿Las jovencitas están intentando suicidarse? Eso no sucedía cuando yo tenía la edad de ellas. ¿Por qué lo hacen?».
Comprendo las emociones de desconcierto y de desesperanza de este hombre; son entendibles. Sin embargo, no creo que su visión sea acertada. Por lo tanto, examinemos su pregunta. Como todos, vemos a la autoagresión como un castigo antiguo y algo que podemos entender, al menos en cierto nivel.
«¿Las jovencitas están intentado suicidarse?»
La autoagresión es «un acto que involucra provocar deliberadamente dolor o heridas al propio cuerpo, pero sin intenciones suicidas» (Babiker, The Language of Injury [El lenguaje de las heridas]). Afecta a hombres, mujeres y niños, de toda raza, cultura y trasfondo (incluso cristianos).
La autoagresión tiene conexión con el suicidio, pero no son lo mismo. Quienes intentan suicidarse están intentando terminar con su vida. Aquellos que se están autoagrediendo, guiados por mentiras horribles y malvadas, están intentando mejorar sus vidas. En un nivel profundo, aquellos que se autoagreden están intentando sanarse a ellos mismos (por medio del autocastigo). Están tratando un tipo de dolor (emocional) con otro (físico). El comportamiento parece contradictorio para otros, pero la tentación podría no ser tan extraña como suena.
Imagina que vas atrasado a una reunión y perdiste las llaves de la casa. ¿Cómo reaccionarías? Por fuera, podrías parecer calmado. Sin embargo, internamente puedes escucharte a ti mismo decir: «¡idiota! ¿Cómo pude haber dejado que esto pasara? Soy tan estúpido. ¿Por qué sigo cometiendo los mismos errores?». Regañarnos a nosotros mismos no hace que de pronto las llaves aparezcan y definitivamente no nos lleva a nuestra cita más rápido.
Si nuestros cónyuges y amigos nos hablaran de esa manera, los retaríamos. Sin embargo, rutinariamente somos tentados a decirnos a nosotros mismos las mismas cosas (a veces cosas peores). Quizás puedes identificarte más con la autoagresión de lo que te habías dado cuenta. Por supuesto, existen grados de autoagresión, y la mayoría de nosotros no calificamos para un diagnóstico. No obstante, como cristianos, estamos especialmente conscientes del quebranto del pecado. Sabemos que, lejos de Cristo, todos los pecadores buscarán hacer que su vida funcione fuera de Dios. La autoagresión es solo otro ejemplo de un problema universal y no es un ejemplo moderno, sino que uno antiguo.
«Eso no sucedía cuando yo tenía la edad de ellas»
Los profetas de Baal se cortaban ante su dios (1R 18:28). El hombre poseído por demonios se hería a sí mismo mientras vivía solo entre las tumbas (Mr 5:1-20). Los estilitas del siglo V se exponían a sí mismos por décadas en la cima de columnas. Catalina de Siena, una monja del siglo XIV, se azotaba con cadenas y se privaba de comida y de sueño. Ella murió de hambre, pero fue venerada por su santidad.
La práctica de la autoagresión como una forma equivocada de autosanación o autoredención es tan antigua como la historia. Ha existido desde que el pecado y la vergüenza entraron al mundo.
«¿Por qué lo hacen?»
En el principio, Adán y Eva estaban desnudos y no sentían vergüenza. Apenas pecaron, la culpa que ellos sintieron produjo algo profundo e insidioso: vergüenza. No era mero remordimiento por sus acciones, sino que repugnancia hacia ellos mismos.
La vergüenza es una emoción poderosa, y necesita una capa poderosa. Vemos esto por primera vez en Génesis 3. Adán y Eva desobedecieron a Dios y se avergonzaron cuando su pecado fue expuesto. En primer lugar, se escondieron detrás de los arbustos; luego, detrás de excusas y acusaciones. Mientras más profunda era su vergüenza, más cubiertos necesitaban estar. Adán arremetió contra Eva —¡y contra Dios!— (Gn 3:12), porque el enojo es a menudo lo suficientemente fuerte para cubrir temporalmente la vergüenza.
Todos somos tentados, como Adán, a lidiar con la vergüenza de manera poco saludable e impía. Mientras algunos de nosotros descargamos nuestro enojo con otros, algunos lo hacen consigo mismos. Como un antiguo ritual religioso, levantamos un sacrificio y somos violentos con él. Lavamos, preparamos, hacemos un ritual y lo cortamos y vertemos nuestro enojo sobre él. Lo adoramos y lo destruímos; lo santificamos y lo usamos como chivo expiatorio. Buscamos la autoagresión para tener redención. Purgamos nuestra carne y la sacrificamos. Lo hacemos un fetiche y lo destruimos, lo castigamos y nos preocupamos de él: todo al mismo tiempo.
La autoagresión es un antídoto humano a la vergüenza. Como un amigo me dijo: «cada vez que me corto, estaba intentando salvarme». En otras palabras, es un problema espiritual profundo.
Cómo responder a la autoagresión
El autoagresor podría dar la impresión de que quiere intentar morirse, pero en realidad está intentando vivir. No son sus cicatrices las que son tan agobiantes, sino que el hecho de que está intentando hacer que su vida funcione fuera de Cristo. Es un instinto de supervivencia diseñado en cada uno de nosotros, ya sea que nos autoagredamos o no.
Como cristianos, debemos ser capaces de entender las dinámicas de la autoagresividad más que otros. Reconocemos que, lejos de la gracia soberana, no solo estamos estancados en nuestros pecados, sino que los escogemos (Jn 3:19). La autoagresión es una mezcla de esclavitud y complacencia, y solo el Evangelio cura esas heridas.
Gracias al Evangelio:
No estamos al margen del problema.
Todos somos pecadores enfermos y todos estamos desesperados y desesperanzados lejos de Cristo.
No entramos en pánico.
La autoagresión no es nada nuevo y nada que sea inalcanzable para el poder salvador de Dios (2Co 3:5).
No nos retiramos.
Somos llamados a comprometernos con nuestros hermanos y hermanas en amor. Como iglesias, nos aliamos con profesionales, pero también seguimos apuntando a Jesús.
No nos lanzamos como «quien puede arreglar el problema».
La autoagresión es un problema complejo del corazón, por lo que la solución requiere mucho más que decirle a quienes sufren que dejen de sufrir. Nuevamente, la autoagresión es una mezcla poderosa de elección y cadenas, por lo que necesita gracia y verdad. A medida que buscamos ayudar a otros, reconocemos que la recuperación a menudo es un proceso a largo plazo, con retrocesos a lo largo del camino. En todo esto, Jesús es el rescatador, no nosotros.
No nos centramos en nosotros mismos. Nuestros problemas van mucho más allá que cualquier cosa que los rituales puedan arreglar. Nuestra solución se encuentra fuera de nosotros, en Cristo.
No nos desesperamos. El Evangelio tiene poder para cambiar y alcanzar corazones, no solo comportamientos. Las personas quebrantadas necesitan un Salvador que fue quebrantado por ellos y, maravillosamente, por sus heridas —¡sus heridas!— somos sanados.
Al buscar libertad de la vergüenza y de la autoagresión, vemos el cuerpo quebrado de Cristo, no el nuestro.