A lo largo de toda la historia de la iglesia, los cristianos se han referido a las siete declaraciones que Jesús pronunció desde la cruz como «las últimas palabras» de Cristo. De acuerdo a la tradición, las últimas palabras que Jesús exclamó antes de entregarse a la muerte fueron estas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23:46).
Fue un momento poderoso, poético, desgarrador. Dios oró a su Dios citando la Escritura inspirada por Dios. La Palabra de Dios murió con la palabra de Dios en sus labios. Y fueron palabras poéticas tomadas de la primera parte del versículo 5 del Salmo 31.
La mayoría de los que se habían reunido en el Gólgota en esa oscura tarde, probablemente conocían muy bien estas palabras. Eran casi una canción de cuna, una plegaria que los padres judíos les enseñaban a sus hijos a decir antes de dormirse en la noche. En el clamor de Jesús, lo que probablemente escucharon fue la última oración de entrega a Dios de un hombre moribundo antes de «dormir» para siempre. Y por supuesto que así fue.
Sin embargo, eso no fue todo. Cualquier líder religioso judío presente habría reconocido esto si hubiera prestado atención. Ellos estaban muy familiarizados con este salmo de David, de principio a fin. Habrían sabido que esta plegaria fue pronunciada por un rey de los judío perseguido que le suplicaba a Dios ser rescatado de sus enemigos. También habrían sabido que era una declaración de confianza y alimentada por la fe de que, efectivamente, lo libraría. Cuando Jesús recitó la primera parte del versículo 5 del Salmo 31, ellos probablemente habrían podido terminar la segunda parte de memoria: «Tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad».
¿Qué estaba pensando Jesús?
Lo más exasperante para los líderes judíos era tratar de saber siempre qué pasaba por la mente de Jesús. ¿En qué pensaba? ¿Quién Él creía que era (Jn 8:53)?
Mas ahora, en su juicio, finalmente habían confirmado sus sospechas: Él creía ser el tan esperado Mesías de Israel (Mt 26:63-64). Esa era la verdad: realmente se veía a sí mismo como el «hijo de David» (Mt 22:41-45).
Aquí estaba Jesús, después de haber sido tratado tan brutalmente hasta casi quedar irreconocible, citando a David en su último aliento; una cita que no tenía sentido en ese momento:
Porque tú eres mi roca y mi fortaleza,
Y por amor de tu nombre me conducirás y me guiarás.
Me sacarás de la red que en secreto me han tendido;
Porque tú eres mi refugio.
En tu mano encomiendo mi espíritu;
Tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad (Salmo 31:3-5).
¿Qué estaba pensando Jesús? Este debería haber sido un momento de total desesperación para Él. David había orado: «Jamás sea yo avergonzado» (Sal 31:1), pero ahora Jesús estaba totalmente cubierto de vergüenza. David había orado: «¡Líbrame en tu justicia!» (Sal 31:1), pero Jesús estaba muriendo brutalmente. ¿Cómo podría haber creído en ese momento que Dios era su refugio?
David demostró ser el ungido del Señor porque Dios lo sacó de la «red» de la muerte. David encomendó su espíritu en las manos de Dios y Dios fue fiel al redimirlo. Pero este llamado «hijo de David» no recibió tal liberación ni tal redención.
El rey que se volvió objeto de oprobio
A pesar de esto, y mientras miraban el debilitado cuerpo colgando en la cruz con el letrero que decía: «Este es Jesús, el rey de los judíos» (Mt:27) y meditaban en sus últimas palabras, ¿habrán podido algunos percibir posibles presagios del sufrimiento mesiánico en esta canción de David?
Ten piedad de mí, oh Señor, porque estoy en angustia;
Se consumen de sufrir mis ojos,
mi alma y mis entrañas.
Pues mi vida se gasta en tristeza
Y mis años en suspiros;
Mis fuerzas se agotan a causa de mi iniquidad,
Y se ha consumido mi cuerpo.
A causa de todos mis adversarios, he llegado a ser objeto de oprobio,
Especialmente para mis vecinos,
Y causa de espanto para mis conocidos;
Los que me ven en la calle huyen de mí (Salmo 31:9-11).
Este salmo registra el momento en el que David, el rey más amado por los judíos en la historia de Israel, se convirtió en objeto de oprobio. Fue calumniado, acusado, censurado y culpado. Se convirtió en una «causa de espanto» para todos sus conocidos; nadie quería tener nada que ver con él. Había sido «como un muerto […] olvidado»; se había convertido en un «vaso roto» (Sal 31:12). ¿Estaría todo esto en la mente de Jesús cuando pronunció su última oración?
Por supuesto que David no murió en esa ocasión. Dios lo liberó y lo honró. ¡Sin duda, haría lo mismo, o más, por el Mesías!
Después de la muerte, la vida
No obstante, las palabras perturbantes del profeta Isaías persistían: «Nosotros lo tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido. Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades» (Is 53:4-5). Herido. Molido.
Pero quiso el Señor
Quebrantarlo, sometiéndolo a padecimiento.
Cuando Él se entregue a sí mismo como ofrenda de expiación,
Verá a su descendencia,
Prolongará sus días,
Y la voluntad del Señor en su mano prosperará (Isaías 53:10).
Hubiese sido desconcertante recordar que el «Siervo sufriente» de Isaías primero sería «sacrificado» como un cordero que es llevado al matadero (Is 53:7) y luego más tarde «prolongará[n] sus días». Después de la muerte, la vida. No solo eso, sino que es Dios mismo quien lo alaba y promete glorificarlo por su sacrificio: «Oigan esto: mi Siervo prosperará, será enaltecido, levantado y en gran manera exaltado» (Is 52:13).
Aun cuando su vida se estaba extinguiendo, ¿había creído Jesús realmente que Él era el Rey de los judíos que cargaba el oprobio, el Siervo sufriente? ¿Estaba esto entrelazado en el tejido de su último clamor?
«En tu mano están mis años»
Este entendimiento de sí mismo le daría sentido al sometimiento físicamente agónico, aunque espiritualmente sereno, de Jesús a la voluntad de Dios en su muerte. Aún más, encajaría con la predicción previa de su muerte y resurrección, algo de lo que estos líderes estaban muy conscientes en ese momento (Mt 27:62-64).
Todo esto de acuerdo con la fe y la esperanza inocente que David expresó en el Salmo 31:
Pero yo, oh Señor, en ti confío;
Digo: «tú eres mi Dios».
En tu mano están mis años;
Líbrame de la mano de mis enemigos, y de los que me persiguen.
Haz resplandecer tu rostro sobre tu siervo;
Sálvame en tu misericordia.
¡Cuán grande es tu bondad,
Que has reservado para los que te temen,
Que has manifestado para los que en ti se refugian,
Delante de los hijos de los hombres! (Salmo 31:14-16, 19).
Si cualquiera de los líderes judíos (y otros) hubiera prestado cuidadosa atención a la procedencia de las palabras de Jesús, habrían escuchado algo más que la oración de un hombre desesperado antes de caer en su sueño mortal. Habrían escuchado también la expresión de confianza de un hombre fiel que sabe que su Dios tiene sus años en su mano, incluso en el más terrible tiempo, y que ha acumulado abundante bondad para él a pesar de las circunstancias del momento.
Aliéntese tu corazón
Solo puedo especular sobre lo que pudo haber pasado por la mente de los líderes judíos cuando escucharon las últimas palabras de Jesús. Pero no tengo duda alguna de que cuando el Verbo exclamó las palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», estaban cargadas del significado del salmo completo.
Por eso la cita de Jesús de la primera parte del Salmo 31:5 es el comentario más profundo y poderoso que se haya hecho de este salmo alguna vez. Ahora lo leemos bajo el lente del Cristo crucificado y resucitado.
No debemos pasar por alto esta dimensión crucial: en el momento de su muerte, nadie más que Jesús percibió la fidelidad de Dios obrando. Él nos muestra que Dios puede estar obrando fielmente en los mismísimos momentos en que no parece estar siendo fiel en lo absoluto.
Todos experimentamos esos momentos cuando, al igual que Jesús, debemos descansar en la primera parte del Salmo 31:5 («En tu mano encomiendo mi espíritu»). Y mientras lo hacemos, podemos apoyarnos en la fidelidad de Dios para cumplir su palabra, confiando en que el que sostiene todos nuestros tiempos llevará a cabo la segunda parte del versículo en el momento adecuado («Tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad»). Con David también podemos cantar el salmo hasta el final:
¡Amen al Señor, todos sus santos!
El Señor preserva a los fieles,
Pero les da su merecido a los que obran con soberbia.
Esfuércense, y aliéntese su corazón,
Todos ustedes que esperan en el Señor (Salmo 31:23-24).