Como cristianos en Chile estamos enfrentando una guerra. Podría ser irritante escuchar esta declaración para algunos, pero es la realidad. Miramos el escenario político social actual y vemos cristianos a favor de una nueva Constitución enfrentados a cristianos a favor de conservar y renovar la actual Constitución. Esto es un reflejo de lo que pasa ampliamente en la sociedad; es un escenario de conflicto. Por un lado u otro, santifican y sacralizan sus deseos y valores en contraposición al del otro, convirtiéndose en un continuo nauseoso.
¿Cuál es la guerra?
Pienso que el problema radical yace en definir cuál es la guerra. Nuestra visión del conflicto se ha politizado. Es decir, vemos valores y definiciones e inmediatamente las clasificamos en alguno de los partidos políticos. Como lo describiría Hunter —a quien parafraseo— como regla general, los conservadores cristianos son motivados por el ideal mítico del «orden correcto» de la sociedad. Entienden los «valores tradicionales» como los elementos clave para este orden. Por lo tanto, cualquiera que no tenga esos mismos valores será visto como una amenaza. El llamado que hacen es a la acción y a la oración. El primero, enmarcado en lo político, casi exclusivamente, llama a tomar acción con el fin de defender sus valores desde la política gubernamental y las leyes, las cuales tienen el poder de conservar el orden adecuado y proteger a la sociedad de la inmoralidad. El segundo llamado, la oración, se transforma para aquellas iglesias que definen su actuar desde lo político en un instrumento de defensa de la propia amenaza a sus valores. Aquí ocurre que las congregaciones empiezan a socializar y a desarrollar su teología desde lo político. Desde esa vereda, el deseo es asegurar que la vida pública sea ordenada de acuerdo a sus propios términos. Entonces, ven la actual Constitución como la piedra angular del bienestar de la fe.
Por otro lado, —describe Hunter— están los progresistas cristianos, quienes son animados por el mito de la equidad y la comunidad. Por lo tanto, ven la historia como una lucha continua para llevar a cabo estos ideales. Es una adopción de los valores de la libertad, equidad y fraternidad de la Revolución Francesa, que en una palabra podría ser: justicia. Desde el punto de vista religioso, la libertad es descrita como una liberación individual y colectiva de la pobreza causada por la dominación y explotación económica de los más ricos. Y la fraternidad es descrita como una comunidad solidaria entre iguales. La tradición bíblica a la que apelan es la profética, en la cual se condena a los más ricos por su abuso al pobre, al débil y al marginado. Existe un fuerte sentido de escatología realizada; es decir, la realización del Reino de los cielos, donde la justicia, la paz, la equidad y la comunidad existen en su último estado de perfección. Como resultado, evalúan al ala conservadora del cristianismo como estrecha en su visión de los problemas. El efecto, según los progresistas, es una distorsión de las enseñanzas de Jesús y de la fe cristiana. ¿Cuál es la solución que proponen? Crear un mundo más justo. Esto significa, por supuesto, darle una apropiada atención a las necesidades del pobre, ¿pero cómo? A través de la política.
¿Cuál es el resultado que obtenemos? Vemos una ironía —responde Hunter—. La razón es que teniendo un mensaje obviamente diferente, ambos lados de la calzada tienen un mismo marco de pensamiento, método y estilo de relacionarse con la cultura. Los políticamente conservadores dentro de la iglesia son bastante similares a los políticamente progresistas dentro de la iglesia. Quizás tú mismo te has dado cuenta de esto en medio de conversaciones, redes sociales y diferentes grupos de interacción. Lo que vemos es un conflicto religioso que surge desde la politización. Vemos una santificación de valores; vemos demonizaciones, temores y esperanzas; vemos movimientos políticos siendo santificados y otros siendo vistos como enemigos espirituales. ¿Qué es lo que realmente está pasando? Ambos grupos, y sus matices, han fallado en entender la verdadera antítesis, el verdadero conflicto en la historia. Como resultado, han encontrado en la política el «poder» para dominar y tener el mundo para sí, dibujando el horizonte que mejor les parece. Esa es su guerra santa.
¿Cómo podemos responder y qué podemos proponer?
Primero, creo que lo mejor es definir el verdadero conflicto. La Palabra de Dios define el conflicto principal como la «enemistad entre tú [Satanás] y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón» (Gn 3:15, NVI). Esto es a lo que Henry R. Van Til se refiere como la verdadera antítesis, entendida como «la Simiente de la mujer (la Palabra encarnada y todos aquellos que son incorporados por la fe en su Iglesia) y la simiente de la Serpiente (todos aquellos que viven en enemistad con Dios y que persisten en su apostasía fuera del pacto)»[1]. Este es el verdadero conflicto, esta es la verdadera guerra santa que vemos desarrollarse en el relato de la Palabra de Dios y que vemos llegar a su clímax en las horas más oscuras cercanas a la crucifixión de Jesús, la Simiente de la mujer. En aquellas horas, cuando Jesús era arrestado en la oscuridad de la noche, dice:
Luego dijo a los jefes de los sacerdotes, a los capitanes del templo y a los ancianos, que habían venido a prenderlo: —¿Acaso soy un bandido, para que vengan contra mí con espadas y palos? Todos los días estaba con ustedes en el templo, y no se atrevieron a ponerme las manos encima. Pero ya ha llegado la hora de ustedes, cuando reinan las tinieblas (Lc 22:52-53, NVI).
Ese era el tiempo en donde reinaban las tinieblas, como explica Leandro Lima. «El tiempo cuando Jesús estaba diariamente en el templo, ellas no tenían poder para hacer eso. “No se atrevieron a ponerme las manos encima”, dice enfáticamente Jesús, “Pero ya ha llegado la hora de ustedes”, es decir, es el momento en que ustedes tienen derecho de hacer esto, pues son las “autoridades de las tinieblas”. Por tanto, Jesús fue aprisionado porque las tinieblas habían alcanzado “autoridad” para hacer eso»[2]. Pero aquella hora también marcó el triunfo sobre la oscuridad, como lo describe Pablo más adelante en la carta a los Gálatas cuando habla de la crucifixión: «Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal» (Co 2:15, NVI). Incluso va más allá en la carta a los Efesios cuando habla de su ascensión: «Cuando ascendió a lo alto, se llevó consigo a los cautivos» (Ef 4:8), cual general que toma consigo a los prisioneros enemigos. De manera que, tal como lo describe Pedro: «subió al cielo y tomó su lugar a la derecha de Dios, y a quien están sometidos los ángeles, las autoridades y los poderes» (1P 3:22, NVI). Cristo ha triunfado y prueba de ello es el Espíritu Santo en su pueblo, tal como lo había prometido (Lc 24:49; Hch 1:4-5). Por lo tanto vemos que la ascensión de Cristo a los cielos es el momento en que Jesús es entronizado y donde su pueblo recibe los beneficios de este Rey soberano que ha triunfado. «Su tarea ahora es “destruir” a esos enemigos. El sentido de que esto sea un proceso se debe exclusivamente al hecho de que el método de expansión del Reino es la predicación del Evangelio a través del testimonio de los discípulos. Por ese motivo, todavía les es permitido a esos enemigos continuar presentes en el mundo; sin embargo, la derrota de ellos ya aconteció, aguardando solo la plena ejecución conquistada por Cristo»[3].
La guerra santa ya libró su más importante batalla. La antítesis ya tiene un resultado: la Simiente de la mujer ha triunfado. Por tanto, nosotros hoy nos encontramos en un terreno de guerra santa ya ganado por el Rey. Pablo anima a los creyentes a usar la armadura de Dios cuyas armas son la verdad, la justicia, la disposición de proclamar el Evangelio de la paz, la fe, la salvación y la Palabra de Dios, que es la espada del Espíritu Santo (Ef 5:10-17). Si somos agudos, podremos darnos cuenta que esta armadura fue ganada por Cristo; no hay componentes humanos. He ahí que la política no es un arma, sino un escenario donde se libra la batalla en victoria de los creyentes. Si somos aún más agudos, podremos darnos cuenta que la línea de batalla no se libra en algún terreno externo específico, sino que, como la antítesis antes mencionada, se arraiga en el corazón, y va a afectar la totalidad de la existencia del ser humano. La línea de batalla se dibuja en el corazón del ser humano, contra la influencia de su propia perversión pecaminosa, contra el sistema mundano anti-Dios y contra Satanás, usando las armas y el poder que el Rey Jesús obtuvo para el creyente, sin olvidar el escenario de victoria ya establecido. Solo desde aquí podemos entender que toda la vida del creyente es importante, no solo lo que está enmarcado dentro del escenario político, sino que toda la gran variedad de ocupaciones y relaciones que el cristiano sostiene, mientras espera ansiosamente la venida del día de Dios, viviendo como Dios manda y siguiendo una conducta intachable (2P 3:11).
Lo que propongo al entender lo anterior es lo siguiente:
- La ocupación importa: necesitamos aceptar que el escenario politizado en el que nos encontramos le otorga demasiada importancia a la política por sobre las relaciones personales y las ocupaciones que ejercen las personas. «El actor clave en la historia no es el individuo genio [el “gran hombre”, un solitario líder que traspasó su visión], sino que en lugar de eso, las redes y las nuevas instituciones que son creadas a partir de esas redes. En la medida que la red es más densa —es decir, lo más activa e interactiva que pueda ser— más influencia puede llegar a tener»[4]. En consecuencia, somos desafiados a crear redes por medio de las ocupaciones que puedan servir a la gran vocación de buscar la gloria de Dios, al direccionarlas para el establecimiento de redes relacionales sociales. Un entramado rico de relaciones que bendice no coercitivamente a la sociedad (que no sea necesariamente para los que forman parte de la comunidad del Pacto), sino que ofreciendo servicio y siendo creativo desde diferentes ámbitos del quehacer humano para la ciudad.
- Paz y no quietud: no puedo no hacer eco de las palabras de Francis Schaeffer, al decir: «rehusar hacer lo que podamos por aquellos que están bajo el poder de los opresores no es otra cosa que fallar en el amor cristiano… Esta es la razón por la que no soy un pacifista. El pacifismo en este mundo caído, perdido y empobrecido por el pecado, significa que tendríamos que abandonar a la gente que más necesita nuestra ayuda»[5]. La salvación del creyente no implicó quietud o un pacifismo lánguido, sino el sacrificio activo de Cristo, con sangre, sudor y lágrimas. Tenemos que prepararnos para servir al mundo de la manera en que hemos sido servido por nuestro Señor.
- La iglesia cristiana nunca ha sido políticamente homogénea: por más que existan muchos, ya sea dentro o fuera de la iglesia que estén hambrientos por leer o describir una definición política de la iglesia, NUNCA se logrará hacer. La razón es debido a que la iglesia no se define primordialmente desde lo político, sino como una comunidad creada desde el cielo, donde la justificación por gracia es su núcleo identitario; por lo tanto, se sobrepone a lo político. He ahí entonces que no existe uniformidad en sus miembros en lo que respecta a esto. La filiación política de sus miembros no tiene poder y no debe identificar a la iglesia. Esto es lo que la hace realmente una comunidad diversa y no una secta.
Mi deseo al escribir este artículo es que la iglesia, en su totalidad, pueda celebrar un proceso democrático, que en la soberanía de Dios, pueda ser utilizado para su gran gloria independiente del resultado. De este modo, podamos acercarnos a este proceso con altura de miras, con la altura de miras del Evangelio. Y, como resultado, producir un pueblo de creyentes amoroso, servicial, con una visión de servicio sacrificial a largo plazo y con una visión mucho más rica e integral de la sociedad a la cual pertenecemos, mientras esperamos la consumación del Reino de nuestro triunfante Señor.