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Rebecca Lipkowitz nació y creció en California, pero ha vivido en Chile por más de 11 años. Estudió en el Seminario teológico de Westminster donde obtuvo una Maestría en Humanidades en Ministerio urbano. Es una mujer apasionada por Jesús y por la redención que él trae a las vidas quebrantadas. Aunque en la actualidad tiene un trabajo secular en el área de educación internacional, le encanta usar su experiencia y sus dones para servir a la iglesia y para enseñar a los discípulos de Cristo cómo tener convicciones fuertes que guíen sus acciones. Hace cinco meses, adoptó a su precioso hijo David de 6 años y juntos están aprendiendo a ser una familia. Viven en la hermosa ciudad de Valparaíso con sus dos perritas.
¿Para quién vives?
¿Para quién vives?
«La vida es una aventura arriesgada, y si no lo es, no es nada en lo absoluto» —Helen Keller.
Estas palabras llamaron mi atención mientras hojeaba las revistas de viajes que estaban en el bolsillo de atrás del asiento del avión. Me dirigía hacia Vietnam para unas cortas vacaciones antes de ir a trabajar a Hong Kong por dos semanas. Muy pocas personas dirían que mi vida no tiene suficientes «aventuras arriesgadas». Así que, ¿por qué esa afirmación me molestaba? ¿Por qué me dejó con un sentimiento desagradable en las profundidades de mi corazón?
Hace poco me di cuenta de una tendencia entre mis amigos solteros que tienen sobre treinta años. Memes sobre gastar dinero en viajes en vez de en casas; comentarios sobre esperar por el escape de esas próximas vacaciones; cuentas de Instagram que muestran las alegrías de una vida independiente para combatir el estado civil de «soltero o soltera» atascado en Facebook.
Tengo un miedo secreto de que la idolatría al matrimonio que la iglesia enfrentó hace 20 años ahora ha sido reemplazada por una idolatría a las experiencias. Si un ídolo es cualquier cosa que valoramos más que a Dios y a su gloria, es fácil ver cómo tomamos cosas buenas que vienen de Dios y las transformamos en abismos que roban nuestra identidad.
Si es cierto que «la vida es una aventura arriesgada, y si no lo es, no es nada en absoluto», entonces debemos pasar nuestras vidas buscando la aventura. Debemos estar descontentos con la rutina e insatisfechos con cualquier cosa que sea menos que algo emocionante. Tristemente, mientras esta perspectiva sobre la vida es tentadora, no es lo que Dios enseña en su Palabra.
Tómate un momento y completa la siguiente oración: «la vida es ________________, y si no lo es, no es nada en lo absoluto». ¿Cómo completarías esta oración?
La vida es una buena familia, un buen cónyuge, buenos hijos, y si no lo es, no es nada en lo absoluto.
La vida es éxito, y si no lo es, no es nada en lo absoluto.
La vida es disfrutar el momento de todos los placeres que puede ofrecer, y si no lo es, no es nada en lo absoluto.
Mientras observaba las palabras de esa revista de viajes y sentía que mi corazón luchaba con el concepto que me estaba presentando, me pregunté a mí misma cómo podría responder esa pregunta.
Podemos medir nuestras vidas por esos ídolos. Si hemos alcanzado el ídolo, debemos estar felices. Si no lo hemos alcanzado, debemos estar tristes. No estoy casada y no tengo hijos, por lo que el ídolo del matrimonio y de la familia podría definirme fácilmente (tengo una vida deficiente). He logrado tener una vida bastante aventurera, llena de muchos viajes, por lo que el ídolo de la aventura y el placer podría definirme fácilmente (tengo una vida completa).
Hoy te digo: ni el matrimonio, ni la familia, ni el éxito, ni la aventura es lo que define nuestras vidas. Nuestras vidas están definidas por Cristo. ¿Estamos viviendo vidas que son fieles a él, que lo honran y que proclaman su bondad? Podemos hacerlo con una familia o con una aventura, pero el propósito de nuestras vidas debe estar basado fuera de esos insignificantes aspectos de una «buena vida». Mi vida es mucho más de lo que muestra mi Instagram o de lo que afirma mi Facebook. En Cristo, soy más que un estado civil y puedo disfrutar de las vacaciones como buenos regalos de Dios sin convertirlos en el significado de mi vida.
¿Cómo completaría el apóstol Pablo la oración que mencioné más arriba? Él lo hizo en Filipenses 1:21:
«…Para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia». Asegurémonos que vivimos esta vida bien: para Cristo y su reino.
Cuando ser soltera cristiana implica postergar la satisfacción del romance
Cuando ser soltera cristiana implica postergar la satisfacción del romance
Hace poco me di cuenta de que ya han pasado casi 10 años desde mi última y única relación romántica real. A lo largo de la última década, he tenido algunas citas, pero no más que eso. No es que no quiera tener una relación amorosa. Créeme, sí quiero. Con mi personalidad romántica y fuerte instinto maternal, simplemente siempre asumí que me casaría bastante joven. ¿Qué pasó entonces?
A medida que los años pasan, y que ahora estoy oficialmente en la mitad de mis treinta, es probable que pienses que estoy mucho más desesperada con que llegue «el indicado». Sin embargo, el Señor ha sido bueno conmigo y con el aumento de mi sufrimiento como soltera, también ha aumentado mi convicción por su bondad y mi disposición para esperar en él.
He escuchado innumerables sermones sobre la soltería, y para ser honesta, la mayoría de ellos me parece demasiado superficial como para ayudarme en esta lucha. No necesito palabras bonitas, necesito verdades profundas a las que me pueda aferrar en medio de la tormenta. Pareciera que la mayoría de mis amigos casados tienen sus propios sermones para predicarme sobre el tema, por ejemplo: «Dios te traerá un marido cuando dejes de buscarlo» o «Dios no te hubiera dado el deseo de casarte si no te tuviera un marido». Estas palabras provienen de un deseo genuino de ayudar, y parecen ser reconfortantes, pero al final me dejan frustrada y desanimada.
Al principio de mis veinte años, con mis amigas cristianas pasamos mucho tiempo hablando sobre relaciones amorosas y matrimonio. Era un tema divertido y todas disfrutábamos pensando en «cuándo» y «cómo» Dios nos traería a nuestros maridos. Sin embargo, mientras comenzábamos a acercarnos al final de nuestra segunda década, muchas de mis amigas solteras empezaron a rendirse y comenzaron a tener relaciones amorosas con chicos que no eran cristianos. No sé si las dudas profundas y arraigadas sobre Dios fue lo que las llevó a comenzar estas relaciones o si las relaciones provocaron en ellas esas dudas sobre Dios. Quizás fueron ambas.
Lenta e inevitablemente, mis amigas solteras comenzaron a vagar, a dejar al Dios que habían amado. Dejaron de creer que Dios es bueno.
No es que Dios sea bueno porque me da lo que quiero. Él es bueno por quién es él y él es lo único que mi corazón realmente quiere. Él diseñó nuestros corazones para que solo encontremos verdadera satisfacción en él. Nada más en la creación satisfará nuestros verdaderos anhelos. Sin embargo, en nuestra obstinación, seguimos intentando encontrar gozo y satisfacción fuera de él. Como escribió San Agustín, «nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti».
Mientras más acepto que es Dios mismo quien satisface mi alma, más me doy cuenta de que esos otros anhelos y deseos son importantes pero no vitales para mi alma.
Por favor, ponme atención. El deseo por un esposo y por tener hijos es un buen deseo. Es uno que Dios puso en mi corazón. No obstante, el hecho de que tenga este deseo no significa que Dios me va a dar un marido. En su bondad, Dios formó mi pequeño y romántico corazón y me dio fuertes instintos maternales, y es posible que me deje soltera. Si él lo hace, él es bueno. Él es lo mejor. Él vale la pena. La satisfacción de mi corazón viene de él y estoy dispuesta a sufrir por algunos deseos insatisfechos en esta vida para tenerlo a él.
Solía pedirle a Dios en oración que, si me iba a dejar soltera por el resto de mi vida, me quitara el deseo de casarme. Aunque esa oración es honesta, he aprendido a lo largo de todos años en los que Dios no me ha quitado este deseo, que mis anhelos insatisfechos por el matrimonio y por los hijos son en verdad una bendición. Mi fe ha tenido un costo para mí. Mi decisión de seguir y confiar en Jesús sin importar qué suceda no ha sido fácil. He luchado mucho para vivir por fe. Lucho cuando me siento insatisfecha con lo que me ha tocado vivir en esta vida. Mi lucha es real cada día y cada noche. Le he rogado a Dios que cambie mis circunstancias y él no me ha dado un esposo, pero se ha dado a sí mismo para mí.
Así que estoy con él y sé que no solo es suficiente, sino que es la mejor porción. Y aunque aún lucho con los deseos insatisfechos en esta vida, mi corazón inquieto ha encontrado su verdadero descanso en él.
Una carta para la iglesia latina sobre Black Lives Matter
Una carta para la iglesia latina sobre Black Lives Matter
Querida iglesia: necesitamos hablar sobre la injusticia racial.
Quizás viste las noticias sobre las grandes protestas y marchas en los Estados Unidos, provocadas por los horrorosos asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery. Tal vez viste publicaciones en las redes sociales que declaraban que las vidas de las personas negras importan y que clamaban por justicia. Ahora, podría ser fácil ver estas situaciones desde lejos y pensar que el problema es solo de los Estados Unidos. Sin embargo, ¿qué pasa con nosotros acá en Latinoamérica?
¿Qué podemos aprender del Movimiento Black Lives Matter de los Estados Unidos?
La verdad es que el racismo está vivo y creciendo. No obstante, se ve diferente en cada lugar. De hecho por lo menos aquí en Chile, desde donde te escribo, podría sostener que el racismo es socialmente más aceptado que en Estados Unidos. Por ejemplo, podemos verlo cuando una persona comenta lo afortunado que es un bebé al parecerse más al progenitor que tiene el color de piel más claro o en las microagresiones dirigidas a las personas de piel morena. ¿Qué pasa con aquellos que tienen rasgos que apuntan a su herencia étnica, indígena, por ejemplo? Definitivamente, eso no es algo deseado como sí lo es tener un cabello largo y rubio y los apellidos alemanes comunes entre las poblaciones de la clase alta. Y es tan fácil rechazar a alguien si se ve o tiene un acento relacionado a alguna clase social popular. Ahora podemos encontrar inmigrantes de países como Perú, Bolivia, Venezuela, Colombia o Haití en ciudades a lo largo de todo Chile, provocando comentarios racistas de parte de chilenos de todo estrato social. Me llama profundamente la atención que estos comentarios antiinmigrantes nunca estén dirigidos a personas como yo, de piel blanca y acento inglés. No, en general el resentimiento racista contra inmigrantes está reservado para los que tienen piel más oscura o rasgos de su herencia indígena.
Por tanto, ¿cuál debe ser nuestra respuesta como cristianos al racismo?
Primeramente, necesito clarificar que aunque en la superficie, no soy lo que la mayoría clasificaría como «racista», la verdad es que sí soy parte del problema. Mi indiferencia hacia la discriminación a las personas que tienen otro color de piel muestra dónde se encuentran mis valores. El hecho de que mi primera reacción al ser confrontada con la injusticia sistémica fuera protegerme a mí misma y al sistema que me beneficia, muestra que, en lo profundo, yo también soy culpable. Por alguna razón, creo que soy mejor y más importante que las personas que tienen otro color de piel que sufren en un sistema que funciona contra ellos. Por alguna razón, ellos, y su sufrimiento, no importan como yo.
No obstante, la actitud de Dios respecto a la discriminación y la opresión es muy diferente. Y su Iglesia debe escuchar y actuar.
En primer lugar, necesitas clarificar tu teología. Dios es muy claro sobre cómo Él se siente respecto a las vidas de las personas morenas y negras. Dios creó a la humanidad a su imagen; a cada una de las personas. Piensa en el Salmo 139, donde Dios dice que Él nos forma en el vientre de nuestras madres. Piensa en todas las mujeres morenas y negras que están embarazadas e imagina el amor y el tierno cuidado que Dios les da al formar ese pequeño bebé incluso antes de que nazcan. Él cuida de ellos y sabe cuántos cabellos tienen en sus cabezas.
El problema es que el hermoso bebé crece para llegar a ser un adulto. Un pequeño niño moreno crece para convertirse en un hombre moreno adulto. Y Dios lo mira con todo el tierno amor y el cuidado con el que lo hizo cuando lo formaba en el vientre de su madre. Cuando ves a una mujer morena vestida de asesora del hogar, caminando por el mercado, ¿te das cuenta que estás viendo a una persona que fue hecha a la imagen de Dios? Cuando ves a un hombre negro, probablemente inmigrante de Haití, caminando por la orilla de la calle vendiendo comida, ¿te das cuenta del peso del amor de Dios por ese hombre?
No hay espacio para la supremacía blanca con Dios. No hay espacio para que un grupo de personas se levante para oprimir o degradar a otro grupo de personas. Dios dice muy claramente que todos somos creados a su imagen, estamos todos rotos y en necesidad de redención; que cualquiera que acude a Cristo para salvación, la recibirá. No existe supremacía en los diferentes colores de piel, orígenes étnicos ni nacionalidades.
En segundo lugar, no es opción ser pasivo respecto a la injusticia en el mundo. Jesús dijo que bienaventurados eran quienes hacen la paz. Bienaventurados son los que buscan la paz en un mundo desgarrado por el conflicto. Bienaventurados quienes no se cruzan de brazos cuando ven algo incorrecto, sino que se ponen a trabajar para luchar por aquello que es correcto y restaurar así la paz para otros.
Aunque nuestra tendencia natural es solo protegernos a nosotros mismos y quedarnos cómodos donde estamos, tenemos un Dios que no es así, pues entró a nuestra zona de guerra y a nuestro conflicto, porque la verdadera justicia y amor fluyen de Él. Su corazón está roto debido a la injusticia y su ira es provocada cuando Él ve opresión. Como su Iglesia, debemos ser los primeros en actuar contra la injusticia. Debemos ser los más enérgicos en defender la dignidad y los derechos de las personas oprimidas. Y sin embargo, demasiado a menudo nos quedamos callados, o aun peor, propagamos el problema y justificamos nuestras acciones con el superficial evangelio de la prosperidad.
En tercer lugar, no puedes ser indiferente a los sufrimientos de otros. Dios nos llama a llorar con quienes lloran. A medida que vemos hermanos y hermanas de la comunidad negra en Estados Unidos llorar muerte tras muerte y angustiarse en miedo de lo que podría pasarles a sus hijos e hijas, ¿cómo te sientes tú? Es difícil realmente sentir el dolor que ellos sienten, realmente llorar con ellos. Porque si lo hiciéramos, habríamos confesado que existen algunos problemas más grandes en cómo funciona nuestra sociedad.
En Filipenses 2, Pablo nos exhorta a ser como Cristo, quien renunció a su privilegio para así venir a la tierra y sufrir el castigo que nosotros merecíamos. Cristo no fue indiferente a nuestros sufrimientos; Él sangró por nosotros. Tenemos un Dios que siente profundamente cuando su pueblo está sufriendo y Él actúa para redimirlos. Huimos de este mandamiento porque es difícil, pero Dios nos llama a llorar con nuestros hermanos y hermanas; a acompañarnos en tiempos de dolor y tristeza.
Por lo tanto, si Black Lives Matter nació a partir de las generaciones de sufrimiento, si vemos nombre tras nombre de hombres y mujeres negros que han sido asesinados, arrancados de sus familias y de sus comunidades, ¿por qué somos tan indiferentes? Porque nos costará algo. Nos costará nuestra comodidad, nuestro tiempo y energía y muy probablemente nuestro privilegio.
Sin embargo, ¿no es eso exactamente a lo que nos llama Cristo? Así como Cristo vio mi sufrimiento y vino a encargarse de él para que yo pudiera vivir, ¿por qué, entonces, estamos tan preocupados de proteger nuestra comodidad, nuestro tiempo, nuestra energía y nuestro dinero? Cristianos, no tenemos nada que perder, porque lo tenemos todo en Cristo. Lo único que realmente podríamos perder es la oportunidad de compartir el amor y la noticia salvadora de Jesucristo con alguien que lo necesita. Eso es lo que perderemos si no actuamos.
Finalmente, tenemos que reconocer nuestro propio pecado. Es demasiado fácil ver el pecado en otros e ignorar nuestro propio pecado. Jesús dijo que no miráramos la paja en el ojo ajeno, sino que lidiáramos con la viga de nuestro propio ojo. La mayoría de nosotros no piensa que es racista, pero como Jesús muestra en el Sermón del Monte, nuestro pecado a menudo es mucho más profundo en nuestros corazones de lo que nuestras acciones manifiestas podrían demostrar. Por tanto, pregúntate: ¿dónde se encuentran tus prejuicios?
Aquí, en Chile, no estamos libres de prejuicio. Es más, a menudo, ni siquiera intentamos esconderlo.
No es raro escuchar comentarios casuales contra alguna persona por su nacionalidad, etnia o situación social. Existen tantos grupos de personas a los que podemos discriminar y nuestros corazones muy rápidamente nos engañan haciéndonos pensar que está bien que los juzguemos y que dejemos que sufran las consecuencias de una sociedad que no los ve como portadores de la imagen de Dios, sino, más bien, como creadores de problemas. Racistas, clasistas, sexistas… nuestros corazones pecadores no conocen límites para encontrar maneras de pecar contra otros.
¿Quiénes son ellos para ti? ¿Quiénes son las personas que te cuesta ver como los portadores de la imagen de Dios?
Haz algo. El Salmo 139 nos muestra cómo orar para que Dios escudriñe nuestros corazones y nos muestre dónde hemos pecado. Cuando nos hayamos arrepentido, oremos para que Dios nos muestre cómo vivir de una manera que refleje quién es Él. Tenemos que aprender a no ser pasivos ni indiferentes, sino a ser pacificadores que buscan el bien en la ciudad, que buscan justicia y que están con aquellos que son oprimidos, declarando que ellos tienen dignidad como portadores de la imagen de Dios. Cuando veamos florecer la discriminación, la opresión y los prejuicios en nuestras ciudades, no nos apartemos en silencio, sino que trabajemos para llevar la verdad y la paz de Dios a nuestras ciudades. Ese es nuestro rol como iglesia.
Por lo tanto, pidámosle a Dios que nos muestre dónde está el pecado de nuestros corazones.
Arrepintámonos. Y luego movámonos a la acción.
No hay amor más grande que este: ser una familia de acogida
No hay amor más grande que este: ser una familia de acogida
Nota de la autora: no he sido mamá de acogida, por lo que mi comprensión de los desafíos que esto conlleva viene de observar y escuchar a mis amigos que sí lo son. Cada familia de acogida y cada situación es diferente, por lo que mis comentarios y observaciones están basados en generalizaciones. Si quieres más información sobre cómo ser una familia de acogida, puedes visitar www.movac.cl (en Chile) o acudir a la agencia gubernamental de tu país que supervisa el servicio de protección al menor.
Hace cinco meses, me convertí en la orgullosa mamá de un hermoso niño de seis años. Estoy tan feliz de que mi hijo esté finalmente en casa conmigo y de que el proceso de adopción haya finalizado. Sin embargo, la verdad es que la familia que Dios ha unido para mí (mi hijo y yo) fue creada a partir del dolor profundo: de la ruptura de otra familia. El pecado y el abuso destrozó la familia biológica de mi hijo. Cuando los tribunales decidieron que era demasiado peligroso que mi hijo permaneciera con su familia biológica, significó un tipo de muerte para aquella familia, pues ya no existía como tal. Sacaron a los niños y los enviaron para que otras familias los acogieran, lo cual es doloroso y desgarrador. Aun cuando estoy tan contenta de que mi hijo sea mío, es devastador ver que su primera familia fue destrozada. Hoy, y si las restricciones sanitarias de la pandemia lo permiten, puedo ir a buscarlo a la escuela, darle un gran abrazo, decirle cuán orgullosa estoy de él y llevarlo a una salida especial después de clases (una actividad que podré repetir en los años que vendrán). A medida que construimos nuestra pequeña familia, creando recuerdos y tradiciones familiares, puedo mirar hacia el futuro y ver toda una vida con él. Sí, la adopción es hermosa y estoy muy agradecida por ella. Aunque la adopción sí es hermosa y está llena de esperanza y redención, quiero tomar un momento para honrar a las familias de acogida y explicar por qué son una verdadera muestra del amor de Dios por nosotros. Volvamos al quebranto que perpetúa la ruptura o la muerte de una familia. Cada niño que es alejado de sus padres biológicos experimenta una profunda pérdida, incluso aquellos que son separados de sus padres al nacer; incluso aquellos que han sufrido un abuso horrible y, por su propia seguridad, necesitan ser alejados de su familia. Cuando un niño es separado de su familia, experimenta una profunda pérdida y al poder ser adoptados, surge la esperanza y comienza un proceso de restauración a partir de esa pérdida. Las familias adoptivas enfrentan una batalla cuesta arriba, pues crean una familia mientras abordan y sanan el trauma. Sin embargo, como una mamá adoptiva, tengo consuelo al saber que todo este esfuerzo para ayudar a mi hijo a que sane, significa que puedo tener la esperanza de verlo como un adulto emocionalmente saludable. No obstante, para las familias de acogida es un poco diferente. Cuando una familia decide acoger a un niño, recibirlo y hacerlo uno más de los suyos por un tiempo, se están abriendo a la pérdida. Básicamente, están diciendo que están dispuestos a tomar el dolor de perder un hijo en el futuro, para que el niño pueda tener una familia estable por ahora. Están dispuestos a que su familia sienta la pérdida o incluso la ruptura de lo que su familia ha llegado a ser por acoger al niño con el fin de que pueda estar seguro. Una mamá de acogida me explicó con lágrimas en sus ojos que sintió como si se hubiera muerto su hijo cuando él debió partir. Ella sabía que ahora él estaba seguro con su familia adoptiva, pero para ella y su familia, fue difícil aceptar que el pequeño niño que había llenado su hogar de alegría y risas, se había ido. Ella, su esposo y sus tres hijos adolescentes habían acogido a un pequeño niño de 4 años y lo hicieron parte de su familia por un año y medio. Navidades, cumpleaños, vacaciones; sus recuerdos estaban empapados de la presencia del pequeño niño. Cada vez que le leían una historia a la hora de dormir, o le daban un beso en alguna heridita, o lo abrazaban para ver una película, estaban creando un espacio sagrado para él en sus corazones. Hasta que, de pronto, llegó aquella llamada telefónica en la cual les notificaron que su hijo de acogida se iría para siempre. A algunas familias de acogida se les permite mantener contacto en el tiempo con los niños, pero a muchas otras no. Y aunque están felices de que sus hijos finalmente están con sus familias para siempre, el dolor es real. Puede sentirse como un tipo de muerte. Estas familias entran al dolor y al sufrimiento del niño, crean un espacio donde el niño puede sanar y lo hacen sabiendo que tendrán que decir adiós. Voluntariamente, aceptan un tiempo de muerte para que el niño pueda vivir. La maravillosa verdad es que el amor de Jesús es exactamente eso. Él entró en nuestro sufrimiento con el fin de darnos vida. Él voluntariamente tomó nuestra muerte, sabiendo que sería doloroso, pues era la única manera de darnos vida. En Juan 15, Jesús dijo que no hay un amor mayor que este, que alguien dé la vida por otra persona. Como cristianos, seguimos a Jesús, tomando nuestra cruz y buscando vivir cómo Él nos ha llamado a vivir. Vivimos para dar nuestras vidas por otros, siendo sacrificios vivos para Dios. Y quienes han decidido ser una familia de acogida están viviendo esto cada día mientras aman a un niño que no es suyo como si lo fuera. Personalmente, no puedo expresar con palabras cuán agradecida estoy por la familia de acogida que amó a mi hijo mientras se resolvía su situación legal para poder traerlo a casa y adoptarlo. Incluso ahora, ya cinco meses viviendo juntos, mi hijo a menudo menciona a su mamá de acogida. Ella impactó su vida para siempre. Él no estuvo en una residencia donde hubiera tenido que competir con 30 otros niños para tener la atención de un adulto, sino que, en lugar de ello, él estaba a salvo y seguro con una familia que puso el bienestar de él por sobre la propia comodidad de la familia. Nunca podré agradecerles lo suficiente. Las iglesias deben estar llenas de familias de acogida y las iglesias deben ser paraísos de apoyo para estas familias. Hay un dicho: «la iglesia es una familia que abraza a una familia que abraza a un niño» (en acogida o en adopción). Lo que estas familias hacen es radical: ellas ponen la necesidad de otro por sobre la suya y, a fin de hacerlo bien, necesitan tener a Jesús como su motivación, su consuelo y su roca. Lo cierto es que si tenemos una vida plena en Él, podemos dar nuestras vidas por otros. Si nuestras vidas están escondidas en Él, no hay razón para temer sacrificar nuestras vidas aquí por el bien de otros. Si Cristo dio su vida por mí, vivir es Cristo y morir es ganancia. Al ser familia de acogida, ellos ofrecen dar su vida y su comodidad, incluso morir un poco, para darle un lugar sólido y seguro a un niño. Esa es una de las mejores imágenes del Evangelio en acción. Ahora me gustaría compartir contigo cuatro maneras en las que puedes ser parte de lo que Dios está haciendo por medio de las familias de acogida:
- Ora por las familias de acogida: ora por los padres y por cualquier otro niño en la casa. Cúbrelos en oración a medida que voluntariamente luchan día tras día para amar sacrificialmente a un niño a quien han recibido como si fuera suyo, aunque no lo sea. Ora por sabiduría mientras ayudan al niño a sanar su trauma. Ora por paciencia, por mucha paciencia, y luego ora por un poco más de paciencia. Ten a la familia en oración todo el tiempo que estén acogiendo al niño, y especialmente, ora por ellos cuando llegue el momento de entregarlo.
- Sirve a las familias de acogida: pregúntales cómo puedes servirlos. Podría implicar ser niñera o llevarles comida; tal vez podrías ayudar yendo a su casa para lavar los platos. Tener a un niño de acogida no es lo mismo que cuidar a un niño por un par de horas, tampoco es lo mismo que tener un niño que ha estado contigo desde su nacimiento. Existen desafíos especiales que vienen por cuidar a un niño de acogida. Las familias de acogida deben recibir amor y atención extra de sus comunidades mientras aprenden a ser familia de un niño que ha sido alejado de su familia biológica.
- Llora con los que lloran: cada familia de acogida reaccionará diferente cuando el niño sea llevado a su nueva familia. Sin embargo, muchos llorarán y Dios dice que debemos llorar con los que lloran. Da espacio (no consejos) a la familia para que experimente el dolor que podría sentir. Ellos no necesitan que minimices su dolor, solo está presente y sé susceptible. Familias de acogida me han dicho que se sienten muy solos en el tiempo de ajustarse a la vida sin el niño en su hogar. Sienten que los demás no entienden su dolor y que cuando intentan expresarlo, minimizan sus emociones al decir cosas como, «pero deberían estar contentos de que ahora el niño está con su familia para siempre» o «ustedes sabían que esto era parte del trato cuando decidieron ser una familia de acogida». No seas como los amigos de Job, solo está presente en su dolor y ve cómo puedes servirlos.
- Considera ser una familia de acogida: a una amiga que ha acogido varios niños le preguntaron: «¿cómo lidias con toda la tristeza de dejarlos ir después?». Ella respondió: «yo soy la adulta y tengo recursos emocionales para tomar esa tristeza a fin de que ellos, como niños, puedan estar seguros». Hay tantos niños que son alejados de situaciones precarias y puestos en «residencias» donde son vulnerables e invisibles. Hay muchos niños que están intentando lidiar con el dolor y el sufrimiento que ya han experimentado en sus cortas vidas y que necesitan desesperadamente un lugar seguro para hacerlo. Ser una familia de acogida significa darle a un niño un lugar en tu hogar y en tu corazón por un corto tiempo, para que puedan estar a salvo. No todos deben acoger niños, pero todo cristiano debe considerarlo y orar para ver si es algo que Dios quiere que haga. Ora, busca consejo y habla con familias de acogida que conoces para ver si es algo que puedes hacer.