R.C. Sproul Jr. ha servido como pastor, profesor y maestro. Es autor de numerosos libros, dentro de los cuales se encuentra Tearing Down Strongholds [Derribemos fortalezas] y A Call to Wonder [Un llamado a maravillarnos].


El esposo valiente
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda


Nuevo año, viejo Evangelio
Somos personas con un hábito de comenzar nuevos proyectos. Marcamos cada finalización y anotamos cada nuevo comienzo. Nuestras marcas del tiempo, sin embargo, normalmente fracasan en su misión de mantenerse vivas para cumplir las expectativas. El 1 de enero es por lo general más parecido al 31 de diciembre. Quizás, aun más, el 1 de enero de este año es más parecido al 1 de enero del año pasado. Lo que queremos en nuestras vidas no es ni una serie de eventos aleatorios y únicos ni la plana monotonía de las mismas cosas de siempre. Al contrario, queremos el equivalente temporal de un chaleco usado favorito con una llamativa y elegante corbata nueva. Todo lo viejo sigue siendo viejo y todo lo nuevo aún es nuevo.
Hoy vemos algo mucho más emocionante que un nuevo año: un nuevo día. «Este es el día que el Señor ha hecho; regocijémonos y alegrémonos en él» (Sal 118:24). La belleza del día no está en que sea nuevo, sino en que estamos siendo hechos nuevos. La gloria del día no está en que este marca un cambio, sino en que nosotros estamos siendo cambiados. Las bendiciones del día no se encuentran en que sea un feriado, sino en que es el día del Señor.
¿Acaso pulimos nuestros días libres porque hemos perdido el brillo del Evangelio? Si el Evangelio se tratara meramente del perdón de nuestros pecados, eso debería ser suficiente para llevarnos a fuegos artificiales, champaña y besos de medianoche. No obstante, si eso fue todo lo que el Evangelio nos dio, habiéndonos regocijado en nuestro perdón, ¿qué más podríamos hacer, sino más que esperar? Si el Evangelio simplemente asegura nuestra eternidad, hace que nuestra justicia ahora sea irrelevante.
Sin embargo, el Evangelio no se trata solo del perdón de nuestros pecados, sino que estamos siendo limpiados de toda injusticia (1Jn 1:9). El Evangelio no se trata solamente de que Jesús resucitó de entre los muertos, sino que resucitó para ir a un trono. Él está sometiendo incluso ahora, en este, el año de nuestro Señor, todas las cosas. Él nos está lavando incluso ahora, su rebelde y manchada novia, acercándonos más a ese día en el que no tendremos ni defectos ni manchas.
El nuevo año frente a nosotros es en un sentido un misterio. No podemos predecir qué historias estarán en los titulares. No podemos tener seguridad de nuestros propios planes. Victorias y tragedias nos esperan, pero aún están ocultas, esperando para que un nuevo día las revele. No obstante, lo que sí podemos saber es que en este año, como en el año pasado, Jesús nos amará fielmente. Él será la historia mejor contada (transformándonos a su imagen). A medida que cambia el año, no vamos de un cansado y viejo Padre Tiempo hacia un bebé recién nacido. Al contrario, aquel que nació como un bebé en un pesebre va incansablemente delante de nosotros, abriendo un camino hacia el nuevo cielo y la nueva tierra. Él estuvo ahí en el principio; él nos está llevando hacia el final. He aquí, él está con nosotros siempre, incluso hasta el fin de los días. Decidan agradecer y recordar.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda


Al menos soy honesto
Cada cultura y subcultura tiene sus propios tabúes. Sin embargo, no son los mismos para todas ellas. Si todos somos seres humanos, entonces, ¿por qué los estándares culturales son tan diferentes? ¿Cómo podemos explicar eso? ¿Por qué una cultura en particular considera al adulterio un simple pecadito, mientras que otra lo considera un pecado imperdonable? ¿Por qué en las reuniones sociales de la Inglaterra victoriana uno no podía llamar a la pata de la mesa "pata de la mesa" por temor a ofender personas sensibles, mientras que, por otro lado, en Londres, había más burdeles que iglesias? La respuesta puede insinuar los graves pecados de nuestra propia cultura general.
Ciertamente, una cultura comprometida con el relativismo ético —es decir, la noción de que no existe lo objetivamente correcto o incorrecto— basa su moralidad en su visión atrofiada del mandamiento de Jesús de que no debemos juzgar para que no seamos juzgados (omitiendo alegremente la vergonzosa realidad de que ellos están juzgando a quienes juzgan y, por lo tanto, se juzgan a sí mismos). Acusar a alguien de pecar es casi lo peor que puede suceder en el mundo —sin mencionar al mundo evangélico—. Sin embargo, no muy lejos de este gran tabú, encontramos este otro: podemos pecar en diferentes aspectos; podemos mostrar la imperfección de nuestro carácter; pero para tener un lugar dentro del grupo de los criminales más buscados, debes cometer un pecado terrible: la hipocresía. Jesús, por supuesto, fue duro con los hipócritas: “¡ay de ustedes, escribas y Fariseos, hipócritas, que limpian el exterior del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de robo y desenfreno!” (Mt 23:25). La hipocresía es un pecado real; es algo de qué avergonzarse; es algo por qué arrepentirse; es completamente una vergüenza. Sin embargo, tiene algunas ventajas. De hecho, François de La Rouchefoucauld dijo esto al respecto: “La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”. El hipócrita, aunque se le descubra en cualquier pecado y además se le descubra siendo hipócrita, tiene esto: es capaz de reconocer la virtud y desea ser percibido como virtuoso aun cuando no tiene esa cualidad. Nosotros los hipócritas cubrimos nuestros pecados porque, aunque ciertamente los cometemos, los reconocemos como tales. Aunque es mucho mejor ser buena persona que verse como una, en ambos casos confesamos la realidad de lo bueno, aunque débilmente. Creo que esto es la fuerza motora detrás de este tabú cultural. Los postmodernos odiamos la hipocresía, pero no porque tengamos un compromiso eterno con la honestidad, sino que por la misma razón por la que juzgamos tan duramente a aquellos que juzgan: porque somos lo suficientemente deshonestos para aparentar que no existe lo que se llama virtud. Aquellos que esconden su vicio con la máscara de la virtud cometen el pecado capital —ratificando la realidad de éste—. Incumplen el contrato social al confesar un estándar más alto. Entonces, para la cultura general, la hipocresía no es sólo el único pecado mortal, sino que además evitarla se usa como medio de redención del pecado. Es por esto que escuchamos a la gente argumentar, “bueno, quizás soy egoísta y vanidoso, pero al menos soy honesto y lo digo”, o, más raro aun, hay mujeriegos que dicen, “quizás no haya cumplido mis promesas matrimoniales, pero al menos soy honesto y lo digo”. Esta orgullosa confesión del pecado es una perversión diabólica del arrepentimiento verdadero. “Reconocemos” nuestro pecado admitiendo lo que hicimos. Sin embargo, lo confesamos porque, con el hecho de admitirlo, “hacemos” que deje de ser pecado. Imagínense si la serpiente confesara, “sí, me rebelé contra el creador del cielo y de la tierra y quise sacarlo de su trono, pero, oye, al menos soy honesta y lo digo”. Si fuésemos honestos sobre nuestros pecados, no sólo admitiríamos que pecamos, sino que también los reconoceríamos por lo que son: todos y cada uno de ellos una rebelión contra el creador del cielo y de la tierra; todos y cada uno de ellos un intento de quitarle el trono a Dios. Si fuésemos honestos sobre nuestros pecados, no los cubriríamos; más bien taparíamos nuestros ojos, porque mirarlos es simplemente demasiado doloroso. Si fuésemos honestos sobre nuestros pecados, admitiríamos que lo que usualmente hacemos al “admitirlos” es declararnos culpables de un delito menor para obtener una sentencia más leve. Quizás, en la quietud de nuestro corazón, razonamos, “si admito esto, la gente no verá mis otros pecados”. Si fuésemos honestos sobre nuestros pecados, admitiríamos que todos nuestros juegos nos fallan; que todos nuestros pecados nos siguen. Para entender a la cultura general tenemos que entender esta realidad. El mundo no está buscando felizmente sus vicios sin importarle nada; al contrario, lo están haciendo bajo la sospecha de un conocimiento sobre lo que son ellos, que está siempre presente. Lo que define a cada cultura no basada en el evangelio es el acecho del pecado. Es por esto que la solución para cada cultura específica, así como para cada miembro de ella, es el evangelio de Jesucristo. Él no se deshizo de nuestros pecados siendo meramente honesto con respecto a ellos; tampoco los relativizó. En lugar de eso, él pagó por ellos; soportó la ira y furia de su Padre debido a nuestros pecados. Él los conoce más íntimamente de lo que nosotros jamás lo haremos, y a pesar de ello —gloria sea al Padre— han sido lavados por su sangre.