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Elisabeth Elliot (1926-2015) fue una popular conferencista y autora de muchos libros, en los que se incluyen Portales de esplendor, Pasión y pureza y La sombra del todopoderoso. Su primer marido, Jim Elliot, fue asesinado en 1959 mientras servía como misionero en Ecuador.
La esencia de la femineidad
La esencia de la femineidad
El siguiente extracto ha sido traducido a partir del blog publicado originalmente en inglés por Crossway.
El misterio más profundo
La iglesia asegura ser la portadora de la revelación. Si su afirmación es cierta, como señala C. S. Lewis, debemos esperar encontrar en la iglesiaun elemento que los no creyentes llamarán irracional y los creyentes suprarracional. Debe haber algo en ella opaco a nuestra razón, aunque no contraria a ella… Si lo abandonamos, si retenemos sólo lo que se puede justificar con los estándares de prudencia y conveniencia ante el tribunal del sentido común ilustrado, cambiamos la revelación por el viejo fantasma de la Religión Natural.La visión cristiana brota del misterio. Cada gran doctrina de nuestro credo es un misterio –revelado; no explicado– confirmado y comprendido sólo por la facultad a la que llamamos fe. La sexualidad es un misterio que representa uno más profundo del que no sabemos nada: la relación de Cristo y su iglesia. Cuando lidiamos con la masculinidad y la femineidad, lo hacemos con «las sombras vivas y espantosas de las realidades que están completamente fuera de nuestro control y que en gran medida van más allá de nuestro conocimiento directo», según describe Lewis. Al mismo tiempo, no podemos aceptar la doctrina feminista que establece que la femineidad es un asunto meramente de condicionamiento cultural, de estereotipos perpetuados por la tradición o que incluso es producto de algunas conspiraciones perversas planeadas por hombres en alguna reunión en la prehistoria. Por favor, no me malentiendan, pues debemos condenar los estereotipos que caricaturizan las distinciones divinas, y lo hacemos. Condenamos el abuso perpetrado por el hombre contra la mujer –y, no olvidemos, por mujeres contra hombres, pues todos hemos pecado–; no obstante, ¿acaso hemos olvidado los arquetipos? La palabra «estereotipo» se usa generalmente de manera despectiva para indicar una idea o un modelo establecido o convencional. Un arquetipo es el molde o modelo original, que personifica la esencia de las cosas y que refleja, en cierta manera, la estructura interna del mundo. No estoy aquí para defender los estereotipos de la femineidad, sino para intentar centrarnos en el Modelo Original. La primera mujer fue creada específicamente para el primer hombre, como una ayuda, para unirse a él, para responderle, para someterse a él y para complementarlo. Dios la hizo desde el hombre, desde su mismísimo hueso, y luego se la entregó. Cuando Adán le puso el nombre a Eva, él aceptó la responsabilidad de «administrarla»: proveerle, amarla, protegerla. Estas dos personas juntas representan la imagen de Dios –una de ellas en una forma especial como el iniciador; y la otra, como quien responde–. Ni el uno ni el otro era adecuado por sí solo para portar la imagen de Dios; él los puso a ambos en un lugar perfecto –ya saben el resto de la historia–. Ellos rechazaron su humanidad y usaron su libertad otorgada por Dios para desafiarlo. Decidieron que era mejor no ser un simple hombre y una simple mujer, sino que dioses, atribuyéndose el conocimiento del bien y del mal, una carga pesadísima de soportar por los seres humanos. Eva, al negarse a aceptar la voluntad de Dios, rechazó su femineidad; Adán, en su rendición a la sugerencia que ella le hizo, abdicó su responsabilidad masculina con ella. Ésta fue la primera ocasión en que vemos lo que ahora reconoceríamos como la “inversión en los roles”. Esta desafiante desobediencia arruinó el modelo original y las cosas han estado en un horrible caos desde entonces.