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Franz Möller Morris, chileno, se congrega en la Iglesia Anglicana Santiago Apóstol, está casado con Nadia y juntos son padres de dos hijas adolescentes, Bárbara e Irina. Ejerce la abogacía y la docencia universitaria. Acaba de lanzar un libro de cuentos cortos intitulado Cuentos sin gloria (Ediciones del Pueblo, 2021).
¿Cómo vivir en un Chile dolido y, al mismo tiempo, traer esperanza?
¿Cómo vivir en un Chile dolido y, al mismo tiempo, traer esperanza?
En Chile se vive a sobresaltos. Cada cierto rato acontece algo repentino e imprevisto que obliga a la población a ponerse en modo alerta. A veces, es la naturaleza con sus temblores, terremotos, tsunamis o erupciones volcánicas. Y a veces, son los conflictos sociales gatillados al interior de la comunidad (léase desde el malestar generalizado de aquel octubre de 2019, pasando por aquellos 17 años de dictadura entre el 73 y el 90 y los entuertos en La Araucanía sucedidos desde la conquista en adelante). Así, vivir en Chile es, entre otras cosas, aprender a sobrevivir. Y entre tanto, y pese al marcado escepticismo nacional, se abren ciertos espacios de gran alegría: Neruda y Mistral son galardonados con el Nobel de Literatura; Marcelo «Chino» Ríos alcanza el top one del tenis mundial; 33 mineros son rescatados (y televisados) desde el fondo de la tierra; y la selección nacional de fútbol, la «Generación Dorada», gana dos veces consecutivas el torneo más importante del fútbol continental. Nada de lo anterior es novedoso. Y tampoco es insólito. Puesto en perspectiva histórica, la humanidad ha tenido que lidiar con una naturaleza indómita casi desde cuando una y otra se conocieron por primera vez (glaciaciones, diluvios, meteoritos estrellados contra la tierra, pandemias). Y en comparación con otros países de la región (salvando las correspondientes diferencias), la chilena es una sociedad que ha corrido circunstancias similares a sus pares: tensiones con los pueblos precolombinos; militares derrocando gobiernos democráticos; y, desde el 2019 hasta ahora, son varios los países que ya han experimentado sus propios estallidos de frustración colectiva (p. ej., Ecuador, Colombia y Cuba).
Ahora bien, los seguidores de Jesús, el Cristo, en pleno siglo XXI, que habitan desde las regiones de Arica y Parinacota hasta llegar a la de Magallanes y la Antártica Chilena, están llamados por su Maestro a saber discernir las señales de los tiempos (Mt 16:3). Es decir, a ser conscientes de los dolores y los anhelos radicados en el corazón de esta específica población del mundo.
Sí, es tarea difícil ponerles nombres a tales dolores: ¿injusticia?, ¿corrupción?, ¿abuso?, ¿violencia?. Como también resulta difícil darse la tarea de satisfacer los anhelos de un pueblo: ¿libertad?, ¿dignidad?, ¿igualdad?, o casi por todo lo anterior, ¿felicidad? Pero, insisto, al parecer, esto se trata de algo imperativo a la luz de la enseñanza del Cristo de Galilea.
Urge, entonces, preguntarse cómo comprender nuestro aquí y nuestro ahora. Y, acto seguido, ¿qué hacer frente a aquello que hoy duele y daña a una nación?
A continuación, una propuesta.
Quienes disfrutan oyendo las parábolas del Reino contadas por Jesús de Nazaret y, más aún, quienes hacen suyas tanto su muerte en la cruz como la tumba vacía de la Palestina del siglo primero, son portadores de un mensaje que, además de haber sido encarnado en un ser humano auténtico (Jn 1:14), quedó por escrito en las varias páginas que componen la Escritura (Antiguo y Nuevo Testamentos). Pues bien, sugiero volver a mirar la misma Escritura como quien sale a recorrer de norte a sur el paisaje chileno.
Al desplazarse a lo largo del territorio nacional, y al ir a cada zona para conocer la población local, comienzas a entender que Chile se compone de un material geográfico y humano muy diverso y distinto entre sí. Así, uno se hallaría por aquí con las arenas del desierto de Atacama y, más allá, con los hielos de la Antártica. Lo mismo sucede a nivel humano: el Chile de hoy lo componen nacionales y migrantes y, dentro de cada grupo, una multitud de personas con hambre de ser reconocidas en su identidad particular. He aquí el punto clave del asunto: cada zona geográfica y cada habitante que la puebla, vive (y sobrevive) entre dolores y anhelos los cuales nos debe importar conocer. Cada comida, su sabor. Cada rincón, su acento. Cada persona, su historia.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la Sagrada Escritura?
Estoy apuntando a la necesidad de recordar que entre las páginas de la Biblia hay relatos, leyes, profecías, poemas, evangelios, cartas y revelaciones apocalípticas. Por donde mires, verás algo distinto. Sí, obvio que sí: al final las distintas partes forman un todo coherente y, encima, entre ellas es factible reconocer un centro de gravedad. Eso es verdad. Pero antes de llegar al corazón del relato bíblico (cuestión fundamental) importa también que el lector sea capaz de extraer algo de cada género literario. En otras palabras, de cada encuentro con Moisés, el libertador y legislador; con Débora, una jueza capaz de presidir una guerra; con David, que pasó de las ovejas al palacio y transitaba entre la poesía y la milicia; con Jeremías, que lloró en el exilio y profetizó la esperanza; con Magdalena, de quien Jesús expulsó varios demonios y la hizo su seguidora fiel; con Pablo, que primero persiguió a la iglesia y luego acabó dando testimonio ante el imperio romano; o con Juan, apresado en la isla de Patmos y recibiendo revelación sobre aquello que sucederá hacia el fin de los tiempos.
Para un Chile diverso en su composición humana, achacado por múltiples dolencias y ansioso de concretar varios anhelos, los seguidores de Jesús tienen distintas historias que contar: a ratos invocarán la ley mosaica, para recordarle al país la importancia de una justicia humana puesta a favor de los seres más débiles (viudas, huérfanos y extranjeros); a veces echarán mano a la poesía hebrea, para invitar a los oyentes a vivir experiencias de intimidad con Dios; por momentos leerán a viva voz a los profetas de Israel, para informarle a la nación las consecuencias que se pagan cuando se insiste en vivir solo dentro del metro cuadrado (egoísmo), excluyendo a los pobres (indolencia) y de espaldas hacia el Creador (apatía); citarán los evangelios, anunciando que el Reino de Dios se ha acercado; estudiarán las cartas de los apóstoles, para entender cómo se vive la fe en medio de la rutina; y soñarán despiertos con las imágenes apocalípticas de ríos que dan vida, de árboles cuyas hojas sanan heridas y de bodas celestiales donde la humanidad brilla en toda su rica complejidad («multitud de lenguas, tribus, naciones»).
¿Tiene sentido contar historias de la Escritura para aplacar los dolores de nuestro tiempo e infundir esperanza? ¿Es acaso esto lo mejor que pueden hacer los discípulos de Cristo en la actualidad?
Sí, y es bastante.
Quien cuenta historias apuesta por la palabra y renuncia a la violencia (y no nos engañemos: en el Chile actual se insulta más de lo que se argumenta y se intimida al otro en vez de persuadirlo con la verdad). Además, no son cualquier historia, son historias que van directo a lo que Jesús llamó el centro de todos los males: el corazón humano (Mt 15:19). Son historias cuyo poder transformador no reposa en la retórica ni en la autoridad moral del mensajero (1Co 4, ¡capítulo completo!). Se trata de historias que pueden ser relatadas por la boca de un niño (Mt 11:25, 21:16) y —¡vaya paradoja!— asombran y descolocan a los que más creen saber (Jn 3:10). Son historias que pueden gritarse a viva voz en las calles (Pr 8:3-4) o bien, contarse dentro de una casa en compañía de familiares y amigos (Hch 10:24-25, 33). Son historias que llegan a oídos de mujeres (Hch 16:14, 17:34), de esclavos (Flm 14, 15), de reyes (Hch 26:27, 25) y de los sin credenciales sociales ni poder económico (1Co 1:26). Son historias que, en definitiva, buscan provocar un encuentro entre el lector (sea quien sea) y el protagonista de la trama: nuestro Jesús resucitado (Lc 24:25-27).
El mismo Espíritu que inspiró la redacción de cada trozo de ese gran relato, acompaña y actúa en cada lector que luego será el narrador de tales historias para otro (un amigo, un colega, un pariente) que poco y nada sabe sobre el amor de Dios demostrado en el Evangelio de Jesús. Y así, hay narradores sentados en la mesa de un café, en una sala de clases, en el metro santiaguino, en las cárceles, en los hospitales y, sí, también los hay en los espacios oficiales donde el Estado ejerce su poder: la Presidencia de la República, el Congreso Nacional y el Poder Judicial.
¿Cómo vivir en un Chile dolido y, al mismo tiempo, traer esperanza?
Pues, descubriendo y compartiendo la pertinente Palabra de Dios a cada persona, momento y lugar: tendrás que dar espacio a las lamentaciones de Jeremías para recordar a las víctimas de la violencia política; al cantar de Salomón para disfrutar del placer de acortar las distancias que separan los cuerpos de los amantes; a las denuncias proféticas de Amós para respetar el derecho y buscar la justicia; y, en especial, a la particular manera que tiene Jesús para enseñar sobre la felicidad, ¡y es que no nos podemos ir de este mundo sin antes haber oído las bienaventuranzas del Sermón del Monte!