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Christine Chappell es autora de Clean Home, Messy Heart [Hogar limpio, corazón desordenado] y es anfitriona del podcast The Mental Hope Project. Terminó los estudios de consejería bíblica en el Institute for Biblical Counseling y actualmente está se está certificando en la Association of Certified Biblical Counselors [Asociación de Consejeros Bíblicos Certificados]. Christine escribe frecuentemente sobre temas de salud mental en su blog.

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Extremos desdichados
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Extremos desdichados

Extremos desdichados. Charles Spurgeon dijo una vez: «soy objeto de depresiones tan espantosas del espíritu que espero que ninguno de ustedes llegue a los extremos de desdicha a los que yo he llegado». Las ideaciones suicidas a menudo comienzan con los retículos de los extremos, donde se intersectan el siempre y el nunca. Los trenes desdichados de pensamientos constantes que dicen «siempre será así» y «nunca cambiará» andarán por rieles lo suficientemente fuerte como para partir el hierro. En la hendidura de esos puntos perforados por la presión, el dolor electrifica el alma de tal manera que la deja como muerta. ¿Conoces, como yo, los horrores de vivir en esta atmósfera (el aire tan pesado como la desesperación que exhalamos)? ¿Sabes de dónde aparece a retumbar en tu cabeza el tabú de la opción al suicidio y, junto a él, nuestros motivos perfectamente irracionales? Con dolores demasiado grandes que fueron cargados por muchísimo tiempo, parece una decisión legítimamente nuestra decir que a nuestras cargas les llegó la hora. Los extremos hacen eco de los sentimientos de esperanza perdidos hace mucho: escapa de los susurros de la desdicha, por tu propia cuenta. La vergüenza presta su gaita para tocar notas de aislamiento, creando su propia melodía que dice siempre y nunca: «siempre enfrentarás rechazo»; «nunca alcanzarás ese objetivo»; «siempre serás un bien dañado»; «nunca descubrirás cómo cambiar las cosas»; o quizás notas de una desdicha peor.

La herida más profunda de todas

Si conoces estos terroríficos extremos, tu corazón conoce la devastación de una identidad vacilante. «Dios nunca podría amarme si lucho de esta manera»; «siempre será mi culpa sufrir»; «los cristianos verdaderos nunca se deprimen»; «siempre se debe a mi falta de fe». Es verdad que, tanto como otras heridas pueden serlo, no existe una herida más profunda que la provocada por la flecha dentada que vuela hacia nuestra fe; sentimos como si el Espíritu Santo huyó del templo de nuestro cuerpo como un niño en pánico escapando del fuego. «¿Y tú?», clamamos a Dios, como el César a Bruto. ¿Incluso tú? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor? Dios mío, de día clamo y no respondes; y de noche, pero no hay para mí reposo» (Sal 22:1-2). Y la soledad permanece. El vacío nos consume a medida que pasan los minutos con un peso abrumador. En este lugar, la desdicha nos quita la capacidad de imaginar cualquier esperanza, felicidad o deleite (en este mundo o en el que vendrá). Suena extremo porque lo es, es el asunto imaginado más real de la vida y la muerte.

El «siempre» y el «nunca» que necesitamos

Podríamos estar en la más fría de las oscuras esquinas, respirando un aire lleno de polvo y secándonos una cansada lágrima. El silencio hueco parece habernos marcado con «condenación» y el único llanto que encaja con los sollozos tartamudea. «¡Apártense! ¡Inmundos!» (Lm 4:15). En este lugar de frío aislamiento, hay una puerta. Sin embargo, los extremos de la desdicha nos han dejado indefensos, desesperanzados y lánguidos para cualquier acción menos para aquella que puede poner fin al actual dolor. Aunque la puerta está bien cerrada, hay una Luz que llega desde el espacio que hay debajo, avanzando hacia sus amados que están en la oscuridad (Sal 139:11-12). Debido a Cristo, Él tranquiliza diciendo: «Nunca te dejaré ni te desampararé» (Heb 13:5). El tenue brillo nos alcanza, cantando en susurro extremos eternos con los extendidos brazos de la misericordiosa verdad. Por mi Hijo, Él consuela: «Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20, NVI). Encerrados en nuestro quebranto, no podemos alcanzar la Luz. Sin embargo, Él conoce nuestra necesidad y nuestro polvo, nuestro anhelo y nuestro dolor. Cada vez más cerca, se agacha para asegurarnos: por lo que Jesús hizo, nunca serás separado de su amor (Ro 8:38-39). El siempre y el nunca del Evangelio cambian las canciones de las habitaciones oscuras. La Luz se sienta ahí en las cenizas con nosotros y libera a quienes no pueden abrir el candado de la prisión de sus mentes.

Esperanza para cristianos suicidas

Cuando la oscuridad de la depresión y de la desesperanza presiona, recuerda que eres un objetivo caminante de la misericordia incesante de Dios. Nuestro Padre tiene un lugar especial en su corazón para quienes son vulnerables a los feroces ataques mentales (Sal 34:18). Aunque los deseos de escapar al dolor pueden avergonzarnos llevándonos a sentirnos sin valor, su voz nos recuerda: «Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2:9). Sin embargo, más que argumentar en contra de los extremos desdichados de los siempre y los nunca del suicidio, la tierna misericordia de Dios desciende a nuestro dolor, buscándonos en las sombras de la muerte donde yacemos y se compromete a permanecer ahí como una Luz que guía nuestros pies lejos de las trampas (Lc 1:78-79). Es una pelea feroz y misteriosa contra los pensamientos y las imaginaciones que no se verbalizan, pero no una poco común para el hombre (1Co 10:13). Aunque la sanidad de estas temporadas de oscuridad particularmente bajas no es una ecuación simplista, las verdades del carácter de Dios y de nuestra identidad en Cristo permanecen lo suficientemente simples: desde la fundación del mundo, Él siempre nos ha amado y, en el futuro eterno, nunca seremos separados de Él. Estos extremos eternos, ganados por Cristo en la cruz, actúan como nuestro único escudo contra los murmullos de meditación de los extremos suicidas de la desdicha. El siempre y el nunca del suicidio no coinciden con el siempre y el nunca del fiel amor de Dios. «El cerrojo de hierro que misteriosamente cierra la puerta de la esperanza y sostiene nuestros espíritus en una sombría prisión», enseña Spurgeon, «necesita una mano celestial para abrirlo». Así es la tierna misericordia del Señor Todopoderoso, que incluso ahí en los lugares más oscuros, Él nos sostiene (Sal 139:9-10).
Christine Chappell © 2018 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
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Misericordia para mamás deprimidas
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Misericordia para mamás deprimidas

Ser admitida en el hospital psiquiátrico no se sentía como la misericordia de Dios para mí; más bien, parecía una crueldad. Quería estar «libre de depresión». Pensaba que era un objetivo que honraba a Dios y que debía esforzarme por alcanzar. Con un hogar que administrar y una familia que cuidar, parecía no haber tiempo para abatirse. Estaba cansada de ser marginada por la tristeza. No obstante, estaba agotada por los conflictos y los desafíos de educar hijos. Aunque había intentado con mucho esfuerzo por demasiado tiempo «mantener la calma y continuar», la lucha continua de ser emocionalmente estable parecía vana. Me sentía «bien» sólo por un momento; luego, sufría una crisis. Tal vez la peor sensación de todas fue percibir la ausencia del Señor al que amaba. No podía reconciliar mis tristezas con su aparente indiferencia. Era como si se hubiera «olvidado [...] tener piedad» de mí —como si con «ira» hubiera «retirado su compasión» (Sal 77:9)—. Sin duda, Dios vio cuánto me había esforzado y sabía por cuánto tiempo había estado llorando. Entonces, ¿por qué me deja sentada en una oscuridad de la que había luchado por salir durante años? Me sentía tan avergonzada por mis luchas. Me sentí como un fracaso abandonado por Dios. No fue hasta que fui hospitalizada que Dios me permitió escuchar cuán cruel se había convertido mi voz interior. Estaba tan determinada a estar libre de depresión que la búsqueda incesante de ese objetivo se transformó en mi razón de vivir. En mi desesperación, mi esperanza se desvió de Cristo hacia un cambio que no podía producir por mí misma. Entonces, cada vez que el dolor y la angustia me dejaban sintiéndome abrumada nuevamente (cada vez que no podía «salir» de mi miserable estado de ánimo) me sentía como una vergüenza de creyente. Perdía la esperanza de la vida misma. Sin yo saberlo (aunque Dios lo sabía completamente), la desesperación me había alejado de su gracia (Ga 3:3; 5:4).

Rescate inesperado

Comprensiblemente, lo que más quería en esa etapa de la maternidad era liberación. Pero, inesperadamente, en lugar de ello, Dios me rescató de mi actitud cruel. Él ya sabía que no tenía justicia en mí misma de la que jactarme; yo era la que tenía el problema para aceptar ese hecho. Ni siquiera podía salir del pasillo bloqueado en el que estaba, y mucho menos escapar de la prisión de las tinieblas. Consideré mi experiencia de la depresión no sólo como algo indeseable, sino imperdonable. Dios vio cómo me condenaba a mí misma. Había estado tratando la sangre de mi Salvador como una cubierta incompleta para la noche oscura de mi alma, como si debiera poder sufrir mis penas sin dificultad; sufrirlas perfectamente. Esa semana en la sala, llegué a ver la compasión de Dios hacia mí con más claridad, y no porque Él haya ordenado un cambio milagroso en mis circunstancias. Al contrario, Él me mostró que no era su voz la que estaba rugiendo con condenación. Sus palabras fueron: «ven a mí», no «supéralo»; «te haré descansar», no «esfuérzate más» (Mt 11:28). Él me estaba invitando a tomar un yugo que podía llevar en mi cansado estado; una carga mucho más liviana que la que me había estado forzando a llevar. Jesús no era el que insistía en que tenía que salir del foso. Él era el que me llamaba a refugiarme en Él mientras Él me llevaba a través de la oscuridad.

Un Dios que no está apurado

Como descubrí después de años de pelear contra el abatimiento, lo que consideramos como lentitud o indiferencia de Dios en realidad es su paciencia hacia nosotros mientras Él obra redentoramente en nuestras vidas (2P 3:9; 1Ti1:16). Sí, existen momentos cuando un enfoque de solución rápida es una respuesta apropiada al problema en cuestión. No obstante, los métodos de Dios para curar los corazones y revivir los espíritus de su pueblo a menudo no son rápidos. Si bien se puede confiar en que el Gran Doctor hará esta obra restauradora según su promesa, Él la lleva a cabo a un ritmo que le parece bien a Él y es apropiado para sus propósitos eternos. A pesar de nuestro sentido de urgencia, no existen emergencias para Aquel que sostiene nuestros tiempos en sus manos (Sal 31:15). El ritmo pausado de Dios puede ser una realidad desafiante de entender para nosotros, particularmente, para los que luchamos contra la depresión. Cuando la ayuda de Dios parece insoportablemente lenta, puede parecer como si estuviera reteniendo todo. Y cuando tememos que ha cerrado su compasión y que ha olvidado ser misericordioso con nosotros, podríamos pensar que debemos salir trepando del foso de desesperación por nuestra cuenta. Dolidos por lo que parece una falta de empatía, podríamos quejarnos con Dios como Job en su angustia: «te has vuelto cruel conmigo, con el poder de tu mano me persigues» (Job 30:21). Al sentirnos olvidados por Dios, podríamos redoblar nuestros esfuerzos para ser fuertes y estar firmes en nuestras propias fuerzas. Quizás incluso podamos sentirnos «bien» o «mejor» por un momento. No obstante, al final, la autosuficiencia demuestra ser poco fiable. Nos estrellamos y nos desesperamos en la vida misma. Necesitamos ayuda externa. Necesitamos rescate. Necesitamos misericordia.

Misericordia tierna y oportuna

Confieso: sentí como si Dios se hubiera vuelto cruel conmigo en esa triste temporada de maternidad. Sin embargo, en el hospital, el Espíritu me ayudó a reinterpretar la forma en que Dios estaba lidiando conmigo. Por medio de su Palabra, recordé que el Señor nunca se sorprende por la desesperación de su pueblo. Mi Hacedor sabía cuán indefensa me sentiría en los días oscuros antes de que uno de ellos llegara a suceder (Sal 139:16). Él previó cada dificultad, conflicto, dolor y sufrimiento que iba a soportar. Él sabía cada una de las maneras en que pecaría en palabra, pensamiento y obra. Él sabía que necesitaría ayuda, rescate y misericordia. Luego, el Espíritu testificó sobre la naturaleza de Dios: Él ama consolar (no condenar) al abatido (2Co 7:6); Él tiene compasión de sus hijos débiles y necesitados (Sal 72:13); que por amor de su santo Nombre, el Padre de misericordias envió a su Hijo a sufrir perfectamente por mis tristezas. Según su «entrañable misericordia» (Lc 1:78), el Señor entró en mi oscuridad para hacer lo que yo no podía.  «Por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz» (Heb 12:12). En el momento perfecto, Jesús me salvó de experimentar una oscuridad eterna (Ro 5:6). Pacientemente, obró hasta la muerte para liberarme de mi tristeza perpetua. Ver a Jesús en la cima de su angustia es percibir su misericordia más claramente en la mía.

Un mejor motivo

Según el plan misericordioso de Dios, Jesús resucitó a la vida de la oscuridad más profunda de todas. Eso significaba que debajo de mi foso de desesperación estaban los brazos eternos (Dt 33:27). Y esos brazos fuertes y firmes extienden las manos que me tejieron —manos que no estaban avergonzadas de llevar mi nombre grabado (Is 49:16)—. Estas palmas fueron atravesadas por mí a fin de poder tener esperanza en mi aflicción miserable pero momentánea (2Co 4:17). ¿Qué otro esfuerzo hay ahí para mí que sólo descansar en ellas? Aún tenía el Evangelio para compartir y el amor de Cristo para dar. No hay mejor motivo para continuar cuando la oscuridad no se va. La semana que pasé en el hospital psiquiátrico no se sintió como misericordia en el momento, pero la bondad que Dios me dio allí llevó mi corazón a la paz y al arrepentimiento (Ro 2:4). No tenía que estar libre de la depresión antes de que pudiera vivir para la gloria de Dios; la vida sin pecado de Cristo y su sacrificio me liberaron de la carga insoportable de ser perfecta en mis fuerzas. Puesto que Jesús obedeció la voluntad de Dios hasta la muerte, puedo morir a mi deseo de alivio rápido y vivir para andar por fe, un pequeño paso a la vez. No podía sentirme mejor rápido, pero podía confiarme a mí misma «al fiel Creador, haciendo el bien» (1P 4:19). Puedo aprender a descansar en Cristo mientras dure la oscuridad.
Christine Chappell © 2023 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.