Cuando escuché por primera vez acerca del coronavirus pensé que sería un virus situado territorialmente en Asia, y que no lograría extenderse más allá de ese lugar. ¡Cuán equivocada estaba! El virus tomó fuerza, atravesó fronteras y llegó a Chile; nadie dimensionaba qué ocurriría y cómo nos afectaría.
Las preguntas que rondaban en mi cabeza eran, «¿quién irá a ser el primer contagiado cercano o conocido nuestro? ¿Cómo apoyaremos a esa familia y enfrentaremos este virus?». Mi sorpresa fue enorme cuando me confirmaron que era mi papá esa primera persona. Un hombre activo, esposo, padre y abuelo, que ha dedicado su vida al servicio público y a las comunicaciones, ¡no podía ser cierto!, pero ¿por qué no?
Él y mi familia viven a más de 300 km de distancia y las medidas sanitarias decretadas me impedían visitarlo, despedirme o acompañar a mi mamá y a mis hermanos.
El cuidará de nosotros
El día que mi papá fue hospitalizado, mi esposo celebraba sus 40 años en cuarentena. En mi mente y en mi corazón miles de emociones iban y venían, ese día solo la Palabra de Dios me permitió sobrellevarlas: «No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4:6-7). Dios me aseguraba que Él estaba al mando y que Él se encargaría de todo: de mi padre, de mi esposo, de mis tres hijos, de mi corazón y de mis pensamientos. Aun cuando todo parecía derrumbarse y escaparse de mi propio control, Jesús promete cuidar de nosotros, y así lo ha hecho hasta hoy.
Los días fueron pasando y el cuadro clínico de mi papá avanzaba, él estaba empeorando. Mi corazón se angustiaba al escucharlo y al ver cómo se deterioraba. Su último mensaje antes de ser conectado a un ventilador mecánico fue: «los quiero, nos veremos en esta vida, o en la presencia de mi Señor». Aun en medio de las lágrimas, mi corazón sintió paz y gozo. Mi amado papito, aquel hombre que tanto admiraba y que me guió a Cristo estaba seguro de que, fuera cual fuera el resultado, tenía su esperanza intacta: una eternidad junto a Jesús.
No estamos solos
Uno de los aspectos más duros y dolorosos de esta enfermedad ha sido la soledad. Ser positivo de COVID-19 implica aislamiento, distancia social, soledad y posiblemente una muerte sin la compañía de tu familia, sin la posibilidad de un adiós.
Luego de una semana con mi papá conectado a un ventilador mecánico, sedado y sin signos de una pronta mejoría, Dios ha consolado mi corazón y el de mi familia, recordándome una y otra vez que no estamos solos. Mi papá no está solo, pues Jesús venció a la soledad eterna en la cruz. Antes de ascender, Jesús les dijo a sus discípulos que tendría que dejarlos, pero que no quedarían solos pues iba a enviar al Consolador para acompañarlos (Jn 14:15-18). Ellos no quedarían huérfanos, vendría el Espíritu Santo a darles paz y consuelo. Esta promesa está disponible hoy para nosotros, sobretodo en este tiempo de pandemia y de soledad.
A pesar de la tristeza, estas palabras me animan, me reconfortan. He experimentado la consolación del Espíritu Santo, recordándome que Dios es bueno y desea darnos paz, una esperanza y un futuro junto a Él, «porque Yo sé los planes que tengo para ustedes, declara el Señor, planes de bienestar y no de calamidad, para darles un futuro y una esperanza» (Jer 29:11). Cristo prometió estar con nosotros hasta el fin de los tiempos y hoy no es la excepción. Mi papá no está solo, Cristo está junto a él, acompañándolo y poniendo a su disposición a profesionales que han cuidado su cuerpo y lo han asistido en este proceso. El Señor ha cuidado mi corazón y el de mi familia por medio de su iglesia a nuestro alrededor. Ellos han orando y mostrado su amor y cariño hacia nosotros, poniendo a personas realizando acciones concretas para aliviar nuestro dolor. Por eso, «Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que, con el mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos consolar a todos los que sufren» (2Co 1:3-4).
Un regalo de esperanza
La partida de mi padre hoy es una posibilidad. Las estadísticas mundiales revelan que las muertes van en aumento y superan los 10.000 decesos en todo el planeta. Si bien mi anhelo y ruego es que mi papá continúe con vida, sé que Dios es perfecto y por tanto su voluntad también lo es. El Señor conoce lo que es mejor para mi papá y también para nosotros. Si bien la muerte puede lucir dolorosa, Él nos ha permitido hablar a otros de esta indescriptible paz que hoy sentimos, del consuelo que el mundo no puede brindar, y de la esperanza que solo la fe en Jesucristo nos puede dar: «Cuando en mí la angustia iba en aumento, tu consuelo llenaba mi alma de alegría» (Sal 94:19).
Lo anterior me impulsa hoy a compartir de Aquel que me ha permitido sobrellevar el dolor y la angustia, y que me ha provisto de paz y de gozo en medio del sufrimiento. Cristo me ha dado la esperanza de una vida eterna, gratuita y llena de amor, la cual me da seguridad de que estando en Él, ni la vida ni la muerte podrá separarnos de su amor (Ro 8:35-39).
Es Cristo mismo quien me sostiene y alimenta cada día y me permite confiar en que si mi papito no logra sobrevivir, nos reencontraremos en la vida que vendrá, junto a nuestro Señor. Hoy es tiempo de mirarnos, es urgente que examinemos nuestra vida y evaluemos hacia dónde iremos, en quién confiaremos y en quién creeremos. Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 12:44).