Caminar día a día en la vida cristiana junto a amigas y a hermanas ha sido uno de los más preciados regalos que Dios me ha entregado. La posibilidad de discipular a otras mujeres, me ha permitido establecer relaciones valiosas, genuinas y con una intensidad que ha influido en quién soy hoy como hija de Dios.
En mis primeros años como cristiana, y con tan solo 16 años, una mujer de mi comunidad me acompañó y guio. Ella apartaba tiempo para enseñarnos la Palabra del Señor cuando éramos jóvenes. Esta relación marcó mi crecimiento en la fe. Su preocupación por mi vida me proporcionó un modelo para hacer lo mismo con otras mujeres, y la amistad que surgió, perdura hasta el día hoy. Las palabras y los consejos entregados hace más de 20 años siguen en mi recuerdo; están atesorados en mi corazón para batallar mis propias luchas y para compartirlo con otras mujeres. Un discipulado centrado en Cristo no solo repercutió en el fortalecimiento de mi fe en todas las áreas de mi vida, sino que en los discipulados que llevo a cabo hoy en día.
Un legado para todo el que cree
Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo (Mateo 28:19-20).
Al leer este pasaje y recordar las palabras de Jesús, vienen a mi mente múltiples recuerdos que llenan mi corazón de alegría y gratitud. Pienso en lo que ha significado para mi vida y para otras mujeres compartir la vida cristiana con profunda sinceridad, amistad y aprendizaje. Las palabras de Jesús en Mateo 28 son una tarea encomendada a todo creyente, a la iglesia de Cristo. Hacer discípulos es un mandato de amor y una tremenda oportunidad para establecer relaciones intencionadas, dinámicas, bajo una estrecha confianza y basadas en la persona de Cristo. Una tarea que debe estar integrada y alineada a la iglesia local. El discipulado no puede darse de manera aislada, sino que se debe concebir desde las bases de la iglesia, por lo que debería estar presente en el ADN de toda comunidad cristiana.
La Biblia es precisa y clara en mostrarnos la importancia de compartir nuestra fe en compañía de otros para ser más como Jesús. Vemos en el Antiguo y Nuevo Testamento que el discipulado es la manera de instruir, animar, corregir y guiar a otros. Ejemplos como Noemí y Rut, Pablo y Timoteo nos enseñan la manera de compartir la fe y desarrollar relaciones profundas para hacer seguidores reales de nuestro buen Señor.
Llegar a la cima
Yo le llamo al discipulado «vivir la vida juntas». Esto es porque tiene relación con lo cotidiano, con las áreas más profundas de nuestras vidas, a decir verdad, con toda la vida y para mí el vivir es Cristo (Fil 1:21). No hablamos de un estudio bíblico o de una clase especial para mujeres, el discipulado tiene que ver con cómo vivimos diariamente siendo hijas y seguidoras de Jesús; con cómo en lo cotidiano y en lo formal hacemos real que «[…] en Él vivimos, nos movemos y existimos […]» (Hch 17:28); con cómo abordamos los conflictos del corazón al mostrarnos vulnerables ante otras y necesitadas de un Salvador. La meta final de cada discipulado es, entonces, mirar a Cristo y buscar ser imitadoras de Él.
Desarrollar de manera intencional un tiempo de discipulado fue, para mí, un tremendo desafío; un gran Everest que escalar. Sin embargo, la Palabra de Dios y Cristo mismo fueron el mejor modelo para poder llevarlo a cabo. La dedicación que Jesús tuvo con sus discípulos esos tres años de ministerio fueron los años más intensos que esos doce hombres pudieron haber vivido. Caminaron, escucharon y compartieron todo el tiempo con Jesús. Se conocían entre ellos tan estrechamente que los imagino diciendo palabras al mismo tiempo; sabiendo cuáles son las comidas favoritas de los demás; riendo por el solo hecho de estar juntos; o expresándose un amor tan profundo que los llevó a continuar proclamando las buenas noticias de su Señor, mensaje que continúa siendo proclamado hasta el día de hoy.
Eveline y Joselyn han sido dos mujeres importantes en mi caminar cristiano. Ellas fueron parte de un proceso de discipulado que comencé hace algunos años en mi iglesia local, iglesia donde mi esposo es el pastor. Ambas, mujeres hermosas, con historias de vida tan distintas, pero con un mismo deseo de aprender y crecer en su vida cristiana. Las convoqué de manera intencionada y con expectativas bajas respecto a mi labor de discipuladora, puesto que mis tareas como madre de tres niños, el trabajo remunerado y las mil y una cosas del día a día, me hacían mirar este desafío como una montaña con una gran cima que, sabía, podría no alcanzar. Partimos lentamente en una cafetería de la ciudad y muchas veces con mi bebé recién nacido de compañero. No sé cómo, pero, poco a poco, Dios fue regalándonos momentos de profunda intimidad. Comenzamos a contarnos nuestras más duras pruebas y, por su gracia, Cristo siempre fue el centro y su Palabra, la guía de nuestras conversaciones.
Entonces Jesús decía a los judíos que habían creído en Él: «Si ustedes permanecen en mi palabra, verdaderamente son mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Juan 8:31-32).
Compartir lo dulce y lo amargo
Este proceso ha durado aproximadamente tres años, con el objetivo de contribuir en que ellas y yo fuéramos más como Jesús y que anheláramos llegar a la «[…] medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef 4:13).
Hoy me llena de gozo y emoción ver cómo Dios nos ha permitido caminar y compartir nuestra fragilidad y necesidad de Cristo. El tiempo que hemos pasado juntas nos ha permitido mostrarnos vulnerables e imperfectas en todas las áreas de nuestra vida. La confianza y la relación estrecha quitó la vergüenza y el temor a decir cómo somos y qué nos aflige. Fue de gran ayuda rendirnos cuentas y ser sinceras ante nuestras luchas y pecados. Aun cuando esperábamos un team de amigas que fuera empático y que avalara nuestros enojos, Dios nos ha dado sabiduría y valentía para decirnos cuando sea necesario: «no, eso no está bien, no te llevará a un buen lugar», obviamente, destacando siempre que nos amamos profundamente y que queremos lo bueno para la otra, para sus matrimonios y familias.
Discípulas que hacen nuevas discípulas
Luego de recorrer este camino, veo mujeres transformadas y llenas del Espíritu Santo, que sirven de manera activa y con un alto compromiso en el equipo plantador de la nueva iglesia que hemos iniciado en nuestra ciudad y en medio de la actual pandemia. No puedo dejar de dar gracias a Dios por permitirme verlas crecer y observar, en primera fila, cómo ha aumentado su amor, sabiduría y dependencia de Cristo. Aun no siendo perfectas, puedo ver cómo sus vidas han llevado la luz de Jesús a muchos lugares y personas. Actualmente, ellas discipulan a otras mujeres y sé que, así como yo he sido tan bendecida y animada por medio de sus vidas, también lo serán las relaciones de amor que estas mujeres, que sirven con tanto cariño, construirán. Verdaderos discípulos de Cristo harán nuevos discípulos de Cristo. Este es un círculo virtuoso que hará crecer a la iglesia.
El proceso de discipulado permite ver vidas transformadas por medio del impacto de la Palabra de Dios en los corazones, al influir directamente en cómo las personas se ven a sí mismas; en cómo crían a sus hijos; en cómo se desenvuelven en la universidad y en las decisiones que toman respecto a su futuro; en cómo desarrollan sus relaciones matrimoniales, sus finanzas, sus amistades y su relación con Cristo y la iglesia.
Sin dudarlo, invertir tiempo en estas bellas mujeres ha sido un regalo para mí, pues he sido animada, desafiada y muchas veces reprendida por estas amigas, hermanas, socias del Evangelio. No podría haber salido de los momentos más oscuros en mi vida sin ellas y esto es porque han sido ellas quienes me han recordado que Dios está con nosotras cada día hasta el fin de los tiempos.
Finalmente, las palabras de Jesús deben ser nuestro motor para discipular a otras. Se nos ha encomendado hacer discípulas a través de una relación de amor, para que Cristo sea conocido y alabado por lo que Él es y hace en nosotros.
Estoy convencida de que la mayor muestra de amor es precisamente enseñar de Cristo; llevar a otras mujeres a apreciar su belleza; correr juntas, codo a codo a los pies de nuestro Jesús. Esta tarea solo puede ejecutarse en lo cotidiano, en medio de nuestras tareas diarias, en medio de los dolores que atravesamos y las victorias que celebramos. Caminemos juntas, día a día, en la vida cristiana; caminemos juntas para la gloria de Cristo.
Un mandamiento nuevo les doy: «que se amen los unos a los otros»; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros. En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se tienen amor los unos a los