Haz morir tu pecado
Existe un tipo de dolor que llega a nosotros sin permiso: el sufrimiento, la angustia, la frustración, que llevan nuestras vidas en contra de lo que queremos o esperamos. No obstante, junto a este tipo de dolor en el que somos pasivos, hay otro en el que somos activos. Me refiero a la milenaria disciplina que los teólogos llaman mortificación.
Mortificación es solo un término teológico para las palabras dar muerte. Se refiere a la tarea de cada cristiano de hacer morir el pecado. Como Owen lo puso en su obra más importante jamás escrita sobre hacer morir el pecado: «Mata al pecado o el pecado te matará a ti»[1]. Ninguno de nosotros está alguna vez en modo neutro. Ahora mismo, cada uno de nosotros, que está en Cristo, está haciendo morir su pecado o el pecado nos está matando a nosotros. Ya sea fortaleciéndonos o debilitándonos. Si piensas que avanzas sin esfuerzo, en realidad estás retrocediendo. No hay velocidad crucero espiritual. Podría sentirse como si estuvieras en neutro actualmente, pero nuestros corazones son como jardines: si no estamos arrancando las malezas de manera productiva, las malezas crecerán, incluso si no lo notamos.
La obra de la mortificación es para todo cristiano. Los teólogos han hablado de la mortificación en conjunto con la vivificación; esto es, dar muerte y ser hecho vivo. En la conversión «morimos» una vez y para siempre. Sin embargo, está también el patrón diario de descender a la muerte y ascender a la vida.
Esta enseñanza sobre la mortificación es la faceta más activa de nuestro crecimiento en Cristo. La salvación cristiana y el crecimiento que enciende es fundamentalmente un asunto de gracia, rescate, ayuda y liberación; es Dios invadiendo nuestras pequeñas miserables vidas y triunfando gloriosa y persistentemente sobre todo el pecado y el yo que Él encuentra ahí. Sin embargo, eso no significa que seamos robots. El versículo en el que John Owen basó su libro sobre la mortificación fue Romanos 8:13: «Porque si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir [i. e., mortificar] las obras de la carne, vivirán. Uno de los puntos clave que Owen toma tiempo en explicar en su libro está capturado por tres palabras: «por el Espíritu». No hacemos morir al pecado por medio de recursos inherentes a nosotros. Sino que notamos que incluso el aspecto más activo de nuestra santificación, la faceta donde nuestra propia voluntad está más completamente involucrada, la mortificación de nuestro pecado, no es algo que abordemos por nuestra cuenta. Lo hacemos «por el Espíritu».
A medida que vemos que el pecado y la tentación nos hacen caer, clamamos al Espíritu por gracia y ayuda, y luego actuamos en dependencia consciente de ese Espíritu, asumiendo por fe que somos, gracias al Espíritu, capaces de hacer morir ese pecado o resistir esa tentación. El diablo quiere que pensemos que somos impotentes. No obstante, si Dios el Espíritu está dentro de nosotros, el mismo poder que resucitó el cuerpo muerto de Jesús a una vida triunfante es capaz de ejercer ese mismo poder vital en nuestras pequeñas vidas. Como dijo Pablo brevemente antes de Romanos 8:13: «Pero si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en ustedes» (Ro 8:11).
Mortificación versus autoflagelación
Necesitamos poner sobre la mesa un posible concepto erróneo y eliminarlo antes de continuar. Al hablar del dolor como un ingrediente vital en nuestro crecimiento, y especialmente ahora, mientras hablamos de nuestro «dolor» autoinfligido de la mortificación, tenemos que estar siempre atentos a no ver el dolor de nuestras vidas en ninguna manera como una contribución a la obra expiatoria de Cristo. Eso podría sonar obvio, pero la tentación de hacerlo es muy sutil e insidiosa. En la obra terminada de Cristo en la cruz, somos completamente liberados de los poderes acusadores del diablo y de nuestras propias conciencias. Al hacer morir el pecado, no estamos completando la obra terminada de Cristo; estamos respondiendo a ella. Cristo fue muerto para que nuestro éxito o fracaso relativos en hacer morir al pecado no sea parte de la fórmula de nuestra adopción en la familia de Dios.
En la Semana Santa de 2009, The Boston Globe publicó una historia con imágenes de varias comunidades cristianas alrededor del mundo celebrando el Jueves Santo[2]. Una imagen particularmente llamativa fue la de la ciudad de San Fernando en Filipinas, donde muchos penitentes católico romanos fueron fotografiados mientras se arrodillaban ante una iglesia, con el torso descubierto y espaldas ensangrentadas, autoflagelándose intentando expiar sus pecados. Nos horrorizamos correctamente por esta imagen, sabiendo que la necesidad de este tipo de dolor autoinfligido ha sido maravillosamente erradicado por el propio sufrimiento de Cristo. Sería una respuesta extraña para un criminal, a quien ya se le pagó la fianza para salir de la prisión, bajar inmediatamente al ayuntamiento para pagar la fianza él mismo; él ya ha sido liberado.
Sin embargo, me pregunto si realmente nos tomamos en serio lo que está mal sobre esta práctica. ¿Acaso no es una tentación constante para los cristianos occidentales involucrarse en tal autoflagelación psicológica y emocional, si es que no física? ¿Cuál es tu respuesta cuando te haces consciente de tu pecado? Si eres como yo, sabes que Cristo murió por eso y estás agradecido. No obstante, solo para mostrar cuán agradecido estás o para sellar el trato, te autoinfliges un poco de dolor psicológico para completarlo. Por supuesto, no para agregar algo conscientemente a la obra de Cristo. ¡Ni Dios quiera! Solo le haces saber cuánto te importa dejar en claro que eres un cristiano serio. Nada físico, solo un poco de obediencia extra externalizada, un servicio formal o alimentarse de la culpa.
El problema es que todo el mensaje de la Biblia se trata de que si vamos a agregar una guinda de autocontribución sobre la obra de Cristo para estar realmente bien, tenemos que proveer el helado completo. Todo o nada. Y la tragedia es que aunque aprobamos teológicamente la verdad de que no podemos agregarle nada a la obra de Cristo, intentamos tranquilizarnos emocionalmente al ayudar un poco al Señor. No obstante, agregar algo para sellar el trato es precisamente lo que creará una intranquilidad respecto a si realmente el trato estará sellado alguna vez. ¿Qué pasa si no sellamos el trato lo suficientemente bien?
Ese instinto innato de echarle una mano a la opinión que Dios tiene de nosotros al tomar dosis automedicadas de recompensa humanamente generadas parece tan lógico, tan razonable e intuitivo. ¿De qué otra manera viviríamos? No obstante, la gloria del Evangelio es que este intento de ayudar a Dios no solo es innecesario, sino que es un rechazo al ofrecimiento de Dios en Cristo. No es un fortalecimiento de la opinión que Dios tiene de mí, sino que es una reducción de ella. No honra la obra sacrificial de Cristo por nosotros; deshonra su obra. Nos pondrá malhumorados y tensos, en lugar de hacernos humildes y libres.
Entonces, a medida que reflexionamos sobre mortificar nuestro pecado, hagámoslo teniendo muy en cuenta que nunca podremos fortalecer la declaración objetiva de «absuelto y justificado» que es nuestra solo por fe basada en la obra terminada solo de Cristo.
Este artículo es una adaptación de Deeper: Real Change for Real Sinners [Más profundo: un cambio real para los verdaderos pecadores] escrito por Dane C. Ortlund.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.
[1] John Owen, Victoria sobre el pecado y la tentación (Lima: Teología para vivir, 2019), 66.
[2] «The Big Picture: News Stories in Photographs» [El panorama completo: historias de noticias en fotografías], Boston.com, 10 de abril, 2009. Artículo consultado en línea: www.archive.boston.com/bigpicture/2009/04/holy_week.html