Mi esposo y yo llevábamos casados casi una década antes de que llegara nuestra hija. En los años previos a su nacimiento, cada semana en nuestra reunión de equipo uno de nuestros colegas oraba: «Padre, concédele a Seumas y a Rachel un hijo para que puedan experimentar el gran amor de un padre, para que puedan maravillarse aún más de que sacrificaste a tu Hijo».
Aunque definitivamente amo a mi hija, lamento informar que no he alcanzado ninguna maravillosa ni previamente desconocida cúspide de adoración. Sin embargo, he alcanzado nuevos niveles de enojo. Es asombroso cuán rápido mi sangre puede pasar de dar temperatura corporal a hervir cuando mi hija me desobedece y cuán tentador puede ser entregarse a la furia. En el momento, se siente casi justo: estoy a cargo de ti, estoy haciendo una cosa buena por ti, ¿cómo te atreves a desafiarme?
Sin embargo, indudablemente no es justo de mi parte juzgar furiosamente a otro ser humano por insubordinación y desobediencia, en especial a uno que no ha dominado con precisión la habilidad de llevarse arroz con el tenedor a la boca.
Al haber tenido pocos grandes pecados cometidos contra mí en mi vida, siempre he tenido el lujo de considerarme a mí misma una persona muy benevolente. El siervo implacable de Mateo 18 me horrorizó. ¿Cómo puede faltarle a alguien tanta consciencia de sí mismo que ahogaba (¡ahogaba!) a otros por una ofensa menor que la que se le perdonó a él?
Sin embargo, tristemente, han habido días en los que he sentido impartir un poco de violencia hacia mi hija, para castigarla por disgustarme. Al igual que el siervo implacable, a pesar de ser liberado de la deuda de muerte que él debía, quiero comenzar a obtener pequeños pagos de aquellos que me rodean. La hipocresía es increíble y revela la parte más fea de mí: el corazón pecaminoso que ha sido mío desde el principio, pero que imaginaba que no estaba ahí porque soy una buena persona.
En lugar de obligar a mi hija a temblar ante mí, le hago un mayor bien a ella y a mí misma si me vuelvo a Dios y llevo toda mi vergüenza ante Él. Él sabía que mi corazón estaba ahí mucho antes de lo que yo lo supiera. Él sabe que no puedo hacerme a mí misma buena y amable. Él sabe que cualquier amor real que esta rama dé es un fruto de la vid, del Espíritu, no de Rachel. Él sabe cómo cortar la oscuridad de mí, cómo podarme bien.
Por supuesto, le provocaría mucho daño a mi hija si nunca la corrijo, si nunca la disciplino apropiadamente, si nunca le permito aprender de las consecuencias de sus actos. Soy podada y disciplinada por mi Padre quien me ama; sin duda sería un padre cruel quien nunca reoriente a su hijo de sus errores. No obstante, no puedo llevar a cabo esa responsabilidad correcta o útilmente cuando permito que mi ira tome las decisiones por mí. De hecho, la disciplina impuesta por el enojo solo significa que la oportunidad original de abordar el mal comportamiento está completamente oculta por mi propia mala conducta.
Algo que he estado probando cuando me he visto tentada a golpear y a gritar es orar: «¡Espíritu Santo, contén mi furia!». Esto ha sido útil porque sé que Él puede hacerlo, especialmente cuando siento que no puedo, pero también me recuerda que he sido apropiadamente equipada para evitar el pecado y que no debo pretender que es inevitable y excusable. Me empuja a involucrar a Dios.
No soy una persona de mantras, pero tener una oración de emergencia para pedir ayuda, previamente preparada pero con cada palabra del corazón, no es una dependencia en un conjuro, sino un recordatorio de mi rol en mi propia vida y en la vida de mi hija. No estoy aquí para enseñarle la amorosa madre que soy a mi hija ni la buena persona que ella puede llegar a ser. Dios me ha otorgado la tarea de mostrarle a quien realmente es bondadoso y fuerte y cómo Él nos ha invitado a ser más como Cristo al hacernos nuevos. Estoy sobre tierra sólida cuando reconozco que es del Espíritu de donde viene toda bondad humana.
La experiencia de tener una hija me ha enseñado a apreciar la increíble misericordia de Dios. Soy una pequeña niña que está recién aprendiendo a caminar, totalmente dependiente de Él para vivir otro día, pero simultáneamente que se rehúsa a hacer cualquier cosa que Él le pida, incluso las cosas que voy a disfrutar. ¡Me imagino la ira que puede sentir hacia mí! Merezco todas las cucharas de palo del mundo. No obstante, en lugar de gritar, Él extiende su gracia, una y otra vez, a cualquiera que la reciba. A diferencia de un padre, al igual que el niño, que se beneficia de un par de minutos de tiempo fuera, Él no obtiene ningún alivio al ver personas en el infierno, deseando en su lugar que ellos hubieran escogido ser reunidos en sus brazos.
Por lo tanto, como madre, agradezco una y otra vez a Dios. Estoy agradecida por esta divertida personita que me hace reír más de lo que me vuelve loca (amada abuelita, si alguna vez lees esto, te amo, incluso cuando te volvía loca a ti). Estoy agradecida porque puedo verme a mí misma con más claridad, arrancar de raíz más desastre de mi alma. Estoy agradecida de que Dios escoja mantenerme en su familia incluso cuando pateo y grito. Y estoy agradecida de que haya sacrificado a su propio Hijo por mí, debido a su inmenso amor al que todos somos llamados a experimentar, seamos padres o no.