«Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1:27).
Un hombre no tiene que encajar en un estereotipo cultural para ser bíblicamente masculino. Él puede ser un hombre ya sea que vea un partido de fútbol, que pinte un cuadro, que se quiebre frente a una película conmovedora o que limpie narices llenas de mocos. Macho no define la masculinidad. Al contrario, la masculinidad es modelada por Jesús mismo. En esta nueva serie, exploraremos cómo la masculinidad es un reflejo de Dios en las diversas etapas y en nuestro tiempo cultural. Analicemos lo que significa ser un hombre de verdad.
A veces parece milagroso que alguno de nosotros muestre alguna emoción en lo absoluto. Muchísimas fuerzas internas y externas conspiran para confundir el asunto hasta que no sabemos cuándo o dónde expresarnos.
Nos burlamos cuando personajes públicos muestran emoción, pero anhelamos un mundo menos cruel. Nos cuesta verbalizar nuestros sentimientos, aun cuando republicamos videos emotivos. Cuando liberamos la tensión de las lágrimas, bromeamos sobre cuán polvorienta está la habitación o sobre la presencia de alguien que está picando cebollas.
Para cada canción pop que nos anima a llorar: Let Her Cry o Cry Me a River, hay una igual o una opuesta No Woman, No Cry o Don’t Cry. Las niñas grandes no lloran; los niños grandes no lloran, tampoco.
Esta desorientación emocional suena verdadera tanto para hombres como para mujeres, pero yo la siento con más intensidad como hombre. El momento en que suspiro de alivio, creyendo que he ido más allá de los inútiles símbolos de la masculinidad estoicos y rígidos, tiende a ser el momento en que encuentro esos símbolos reforzados.
Los círculos cristianos animan a los hombres a buscar la Biblia con la esperanza de definir y de reclamar la masculinidad. Lo que encontramos ahí podría sorprendernos. Sí, descubrimos reyes guerreros que ponían a hombres ante un destino patente. No obstante, también nos encontramos con hombres que lloran (muchos de ellos).
Al quedarnos entre los poetas y los profetas, podemos reconocer que la tierna emoción no es un fenómeno del Nuevo Testamento. No llega con Jesús, fomentando una falsa dicotomía que enfrenta al Dios del Antiguo Testamento contra su Hijo Unigénito.
Al contrario, este suave corazón corresponde a Dios desde el principio, una parte clave de lo que el Único Ser emocionalmente equilibrado mantiene en tensión.
A pesar de todas sus fallas y cambios fatídicos de humor, David y su banda de liturgistas representan el rango emocional de Dios a través de su sangre, sudor y lágrimas reales. David escribe sobre inundar «de llanto su lecho» y con «lágrimas [empapar] su cama» en medio de un profundo pavor (Sal 6:6).
En múltiples ocasiones, los salmistas escriben sobre lágrimas de sustento (Sal 42:3; 102:9), sugiriendo que periodos prolongados de dolor y melancolía contribuyen a una vida emocional y espiritual saludable, suponiendo que el cristiano busca el equilibrio en la duración de sus días.
Las lágrimas del salmista fluyen hacia afuera en el Salmo 119, afirmando lo justo que es llorar por quienes se extravían de lo mejor de Dios para sus vidas: «Ríos de lágrimas vierten mis ojos, porque ellos no guardan tu ley».
Jeremías se ganó el apodo de «el profeta llorón». Hace poco terminé las dos primeras temporadas de la serie de televisión de vanguardia de los 90, Twin Peaks, me imagino al profeta como uno de los personajes, el agente Andy Brennan, que, en una manera completamente no profesional, pero emocionalmente auténtica, rompe en llanto cada vez que se encuentra con una escena de asesinato. Del mismo modo, Jeremías no puede evitar llorar cuando se encuentra con otro desastre causado por el pueblo de Dios.
En Jeremías 9:1, él lamenta: «Quién me diera que mi cabeza se hiciera agua, y mis ojos fuente de lágrimas para que yo llorara día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo».
En capítulos posteriores, él promete llorar por el orgullo de su pueblo, llorar por su cautiverio y derramar lágrimas por el destino de las naciones. Jeremías representa los deseos de Dios y los caminos de su pueblo. Por supuesto, Dios usa cada una de las capacidades, fortalezas y carácteres particulares de sus profetas, pero si Jeremías lloró por el pueblo, Dios también llora por ellos.
En el Nuevo Testamento, vemos el mismo impulso en Jesús también. Él llora por Jerusalén (Lc 19:41-44), mostrando el verdadero corazón de Dios por quienes no se vuelven del pecado que lentamente los mata.
Es conocido el momento en que Jesús llora por la muerte de su amigo Lázaro, en el versículo más corto de la Biblia (Jn 11:35), recordándonos que el dolor está entretejido en la condición de un mundo caído. Incluso al estar seguros de la resurrección final de Dios, como claramente lo fue Jesús, es bueno y correcto llorar por aquellos que amamos.
Pedro llora cuando reconoce la gravedad de su propio pecado (Lc 22:62). De igual manera, nuestros corazones deben abrirse y nuestras emociones derramarse en esos momentos cuando nuestros ojos ven nuestra traición a Dios en pequeñas y grandes cosas.
Pablo entrega un hermoso modelo de un pastor que llora, que llora por la congregación que ama. Sus lágrimas son una señal de su afecto (2Co 2:4) y de su profundo deseo de proteger a la iglesia para que pueda florecer en fe (Fil 3:18).
La narrativa bíblica presenta una imagen convincente y clara: los hombres que han estado con Dios llorarán. Lloran por lo que rompe el propio corazón de Dios y derraman lágrimas como señal de su amor por Dios y por su pueblo.
Esto no significa que Dios reescribe completamente la estructura emocional de un hombre cristiano o que una vez convertido, una persona relativamente calmada y estoica se convierte en una demasiado demostrativa. Podemos afirmar, sin embargo, que el Evangelio introduce suavidad donde una vez solo había dureza y hermeticidad (Ez 36:26).
No es necesariamente algo vergonzoso que los hombres no lloren. La vergüenza viene cuando los hombres no lloran porque sus lágrimas son ahogadas por las fuerzas culturales o porque siguen teniendo obligaciones con los últimos restos calcificados de su viejo y endurecido yo.
En mi experiencia, las palabras y las oraciones de las personas que viven a la luz del Evangelio evocan lágrimas, y esas personas son fácilmente edificadas y conmovidas por la belleza de Dios y la bondad de su salvación.
Veo evidencia de esto en mi amigo Bobby, quien a menudo experimenta momentos de verdadera ternura en la presencia de la proclamación del Evangelio; en Billy, un plantador de iglesia que me recuerda a Jeremías y a Andy Brennan, quien a menudo llora en el púlpito por un genuino deseo de ver que personas conozcan a Jesús; en Kurt, quien no puede evitar llorar cuando cuenta las misericordias hechas manifiestas por medio del pueblo de Dios.
Muchos días, deseo ser como ellos. Escribo sobre la bondad de hombres que lloran no desde la blandura de mi propio corazón, sino desde una aspiración llena de esperanza.
En un momento determinado hace un par de años, mi esposa en voz alta le dio vueltas a mi falta de emoción cuando discutíamos sobre un trauma de infancia, los pecados de los que una vez habían sido queridos amigos y las relaciones que esos pecados desgastaron. No me estaba conteniendo para cumplir con un estándar de una masculinidad anticuada y única para todos, sino que por el efecto acumulativo de ese trauma, de la fe decreciente y de un ataque resultante de autosuficiencia.
No obstante, quiero llorar. Quiero llorar por el estado del mundo; luego, por la promesa de uno nuevo. Quiero llorar por mi pecado; luego, derramar lágrimas de alivio agradecido mientras Dios me encuentra en ellas. Quiero llorar frente a mi hijo, para que él sepa que nuestras emociones son tan asombrosa y maravillosamente hechas como cualquier parte de nosotros.
Cuando busco héroes de fe, en textos sagrados o en la calle, veo hombres que lloran. Por supuesto, también veo mujeres maravillosas, transformadas por el Evangelio.
No obstante, como un hombre que aún ve una gran sombra de masculinidad terca y cruda, encuentro gran consuelo al saber que estos hombres existen. Oraré y me acercaré a un Evangelio que suaviza la greda y suaviza a hombres, para que me una a ellos con más frecuencia, llevando juntos otro aspecto de la imagen de Dios.