A primera vista, la curación del muchacho endemoniado (Mt 17:14-20) pareciera ser sólo una más en una serie de curaciones milagrosas registradas por Mateo, pero lo que la distingue es el énfasis que Jesús pone en el papel de la fe. Es verdad que la fe juega un rol preponderante en los milagros relatados por el capítulo 9, pero en el 17 Jesús pone énfasis en la ausencia de esta fe.
El hecho de que Dios no depende de la fe humana para llevar a cabo su obra queda claro en los relatos de otros milagros que Mateo registra. La transfiguración de Jesús, inmediatamente anterior a la curación del muchacho, es un ejemplo de la mayor importancia. Fue un milagro espectacular, y sin embargo, no involucró fe humana. Lo mismo ocurrió en la alimentación de los cinco mil (Mt 14:13-21) y en la de los cuatro mil (15:32-38). Así que lo primero que debemos aprender sobre la fe y el poder de Dios es que Él no depende de nuestra fe para hacer su trabajo. Dios no será rehén de nuestra falta de fe.
Lo segundo que debemos aprender, sin embargo, es que para llevar a cabo sus propósitos, Dios exige frecuentemente que tengamos fe. Esto se ve en la curación del muchacho endemoniado. Marcos, en su relato, lo deja claramente en evidencia en la conversación de Jesús con el padre del muchacho. El padre, muy angustiado, le dice a Jesús: «Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos» (Mr 9:22). Él ya había experimentado el fracaso de los discípulos, así que no estaba seguro de si Jesús podría ayudar. Podríamos describir su fe de ese momento como sólo una esperanza incierta de que Jesús pudiera hacer lo que sus discípulos no habían conseguido.
Jesús le responde al padre: «¿Cómo que si puedo? Para el que cree, todo es posible» (v. 23). Dependiendo de la situación, la fe bíblica puede ser descrita de diferentes maneras. En Hebreos 11:1, la descripción de la fe como «la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve» fue apropiada para los receptores judíos de la carta, quienes estaban enfrentando una oposición severa y necesitaban ser animados en cuanto a la certeza de su esperanza en Cristo.
Para el padre del muchacho, tener fe significaría creer que Jesús podía sanar a su hijo. A menudo somos como el padre. Podemos enfrentar lo que parece ser una situación insoluble, y como hemos orado largamente sin obtener respuesta, empezamos a dudar de que Dios pueda contestar nuestras oraciones. Pero debemos creer que para Él nada es imposible.
Cuando Sara, la esposa de Abraham, dudó de que Dios pudiese darles un hijo a la avanzada edad que tenían, Dios respondió «¿Acaso hay algo imposible para el Señor?» (Gn 18:14). Siglos más tarde, la fe del profeta Jeremías flaqueó cuando Dios le dijo que comprara un terreno ante la invasión de los Caldeos (Jer 32:6-26). Una vez más, la respuesta de Dios fue «¿Hay algo imposible para mí?» (v. 27). Tener fe en Dios, aun ante una oración que no ha recibido respuesta o una situación aparentemente imposible, significa que continuamos creyendo que Él puede hacer lo que para nosotros parece imposible.
La importancia de la fe es enfatizada aun más en la respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?» (Mt 17:19). Él dice que se ha debido a la escasa fe de ellos. No se nos dice en qué sentido tuvieron una fe deficiente. Sí sabemos que Jesús les había dado autoridad para expulsar demonios (Mt 10:1-8), así que ¿por qué tenían una fe tan débil en ese momento? Quizás fue porque el demonio no respondió inmediatamente a la orden que le dieron, y entonces comenzaron a dudar del poder de Jesús. O quizás supusieron que, como habían tenido éxito antes, lo tendrían en ese momento. Así que vemos que la fe no sólo implica depender firmemente del poder y la capacidad de Jesús, sino también una renuncia total a toda confianza en nosotros mismos.
En otro lugar hemos considerado brevemente el tema de la providencia de Dios. En Mateo 17 podemos ver en acción un ejemplo de ella en relación con un evento mundano —el pago del impuesto del templo—. Jesús, como Hijo de Dios, no tenía obligación de pagar el impuesto. Sin embargo, con el fin de no ofender a nadie, envía a Pedro a atrapar un pez en cuya boca se hallaba la moneda requerida. Este pequeño relato suscita algunas preguntas: ¿Cómo llegó la moneda a la boca del pez? ¿Cómo fue que Pedro «casualmente» atrapó ése y no otro pez cercano? Es posible que Jesús haya hecho un milagro creando de la nada una moneda en la boca del pez.
Sin embargo, es más probable que haya sido fruto de la providencia. Alguien dejó caer «accidentalmente» una moneda en el mar. Un pez la agarró, y ésta quedó en su boca. El pez nadó hasta el punto exacto en que Pedro arrojó su red y entonces fue atrapado. Ninguno de estos eventos fue milagroso; y sin embargo, todos ellos fueron necesarios para cumplir el propósito de Jesús, quien los tenía bajo su control. El poder de Dios se halla igualmente en acción tanto en su providencia como en sus milagros. Así que, a medida que luchemos con nuestra propia fe —o nuestra falta de ella— en las difíciles situaciones de la vida, creamos que Dios es capaz —por medio de milagros o de su providencia— de cuidar de nosotros.