Aunque a primera vista no sea evidente, tanto la guerra santa llevada a cabo por Israel en el Antiguo Pacto como la llevada a cabo por los cristianos en el Nuevo Pacto se hallan directamente relacionadas con la obra salvadora de Cristo. Un seguimiento bíblico al tema de la tierra y el templo nos capacita para darle sentido a la guerra santa en el Antiguo y el Nuevo Testamento dándonos una percepción de la guerra que Dios peleó sobre Cristo en la cruz. Esto evita que dividamos la Biblia en dos libros desvinculados. La cruz es el epicentro de la revelación de Dios en ambos testamentos. Las sombras y tipos del Antiguo Testamento culminan en la luz plena de la persona y la obra de Jesús. Para poder entender la enseñanza del Nuevo Testamento sobre la guerra santa, primero debemos entender la naturaleza de ésta en el antiguo pacto y cómo Dios la declaró sobre Cristo en el Calvario.
Encabezando el mandato que Dios le dio a Israel de destruir a las naciones que poblaban Canaán se hallaba la purificación. Dios prometió habitar con su pueblo. La tierra de Israel era un trampolín hacia la restauración del Edén. El propósito de Dios era restaurar el paraíso perdido con «nuevos cielos y nueva tierra, en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13). La tierra de Israel era un paso temporal en este proceso; fue apartada por Dios para ser una morada santa. Para que el Dios Santo habitara en la tierra, ésta tenía que ser santa. Los habitantes cananeos y sus prácticas representaban todo lo opuesto a la santidad de Dios. Como dijo Meredith Kline, «Israel llevó a cabo la conquista y el despojo de los cananeos cumpliendo su calidad de nación de sacerdotes (…) comisionados para limpiar la tierra que Yahvé había reclamado como santa para Él».
En la historia redentiva, el templo vino a ser la morada de Dios en la tierra. A causa del pecado, el templo debía ser limpiado. Los varios actos de limpieza del templo en el Antiguo Testamento apuntaban retrospectivamente a la conquista de Canaán, y en el futuro, a la obra de Cristo (2 Cr 29:3-19; Neh 13:4-31). En sus días, Jesús limpió el templo. Estos actos de limpieza mostraban la necesidad de una limpieza espiritual final de los adoradores. Tanto la conquista de la tierra como la limpieza del templo debían enseñar a los israelitas su necesidad de limpieza espiritual.
Al comienzo de su ministerio, nuestro Señor dijo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Juan 2:19). «Él hablaba del templo de su cuerpo» (2:21). Jesús es el templo porque en Él «agradó al Padre que habitara la plenitud de Dios» (Col 1:19). Cuando Cristo fue crucificado, el templo fue limpiado en el acto más grande de juicio. En la destrucción de su carne, el pecado de su pueblo fue limpiado (2 Co 5:21). El Padre declaró la guerra santa sobre su pueblo y su pecado cuando la declaró sobre su Hijo. En la muerte de Jesús, el pueblo de Dios fue juzgado por sus pecados. Cuando Jesús fue crucificado, nosotros fuimos crucificados con Él (Gá 2:20). El poder del pecado fue destruido (5:24). Cuando Él se levantó, nosotros nos levantamos con Él a una vida nueva (Ro 6:5–10; Col 3:3).
En el nuevo pacto, todos los que están unidos a Cristo forman, por fe, el templo de Dios (1 Co 3:16-17). El Espíritu de Dios ya no habita en un edificio en Jerusalén; habita en los corazones de los creyentes. La sangre de Jesús limpia los corazones de quienes forman su pueblo. Su muerte va efectuando nuestra santificación en forma continua. El Espíritu de Cristo reside en los creyentes y se halla comprometido a limpiar sus corazones de la corrupción remanente.
Hoy, la iglesia participa en una guerra santa. Es una guerra contra los enemigos espirituales que se encuentran tras los reinos de este mundo (Ef 6:10-11). En esta guerra no somos llamados a conquistar la tierra de Israel sino a «hacer discípulos de todas las naciones» (Mateo 28:19). No peleamos esta guerra con armas físicas; lo hacemos proclamando el evangelio y dando muerte al pecado por medio del Espíritu. En la cruz, Jesús desarmó a los poderes y autoridades (Col 2:15), y en su ascensión, saqueó al enemigo (Ef 4:8) liberando a su pueblo del poder del pecado y del Diablo. Participamos en su victoria al participar en la misión de la iglesia. Cuando los pecadores se convierten, experimentan una muerte y una resurrección espiritual. Sus corazones son limpiados por medio de la fe en el Salvador crucificado. Dondequiera que se proclama el mensaje de la cruz —y cada vez que los creyentes participan en un combate mano a mano contra su pecado— se pelea una guerra santa.
Cualquiera sea la circunstancia, jamás debemos olvidar que la batalla es del Señor —Él ha determinado su resultado—. La guerra ha sido peleada y ganada. La victoria ha sido asegurada en el Calvario. Dios declaró la guerra santa sobre su Hijo en la cruz, y al hacerlo, conquistó al mundo, la carne, y el Diablo.