Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, . . . contra las cuales os advierto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. (Gálatas 5:19, 21)
Probablemente ya has oído lo que se conoce como el «test del pato», que habitualmente se formula diciendo: «Si parece un pato, nada como un pato, y grazna como un pato, entonces probablemente sea un pato». Entre los cristianos muchos aseguran que «lo que cuenta es el interior», pero para Pablo, la idea de que lo externo no significa nada hubiese sido profundamente cuestionable.
Anteriormente el apóstol ha dicho que debemos frustrar el deseo de la naturaleza pecaminosa, pero ahora, para no dejar dudas, ofrece una muestra de las manifestaciones a las cuales debemos poner atajo (no es un catálogo exhaustivo sino representativo: «y cosas semejantes»; v. 21). La lista no se presta para interpretaciones —es bastante clara—, y de hecho, como dice Pablo, «las obras de la carne son evidentes» (v. 19): Dios es despojado de su adoración exclusiva, el prójimo es despreciado y los sentidos se convierten en un amo que debe satisfacerse a cualquier precio.
Dijimos al comienzo que para algunos sólo cuenta «lo interior», pero lo que Pablo está advirtiendo es que, al observar panorámicamente nuestras conductas, podemos distinguir un patrón que sí revela nuestra naturaleza (el pato —volviendo al ejemplo— puede compartir algunos rasgos con otras aves, pero el conjunto de sus características excluirá cualquier otra etiqueta que deseemos atribuirle).
No se trata, por tanto, de que un creyente sea incapaz de caer en estas faltas (si así fuese, Pablo no necesitaría llamarnos a andar por el Espíritu), sino que, gracias a nuestra nueva naturaleza, la dirección general de nuestra vida cambia: aún podemos caer, pero, de manera global, repudiamos el pecado y ansiamos mantenernos en el camino que agrada a Dios (con grados fluctuantes de éxito).
El apóstol, por tanto, nos llama a abstenernos de cometer estas faltas, pero por sobre eso, nos llama a comportarnos como nacidos del Espíritu (asumiendo que lo somos). Una afirmación importante de su carta es que los hijos de Dios nacen por esta vía, y en consecuencia, cuando el patrón general de nuestra conducta no refleja eso, tenemos buenas razones para preocuparnos: «…os advierto . . . que los que practican [las obras de la carne] no heredarán el reino de Dios» (v. 21).
¿Cuál es tu condición? ¿Se caracteriza tu vida por los principios que se esconden tras esta horrible lista de expresiones pecaminosas? La presencia del Espíritu debería, cuando menos, manifestarse como una incomodidad ante esta clase de obras —un rechazo a ellas—. El pecado puede asomar cada día —y consumarse, incluso—, pero jamás deberíamos conformarnos. Debemos volver a dar la pelea, y como lo exige nuestro «andar» (v. 16), ponernos de pie todas las veces que sea necesario. El Espíritu siempre estará ahí para capacitarnos.