«La vida de un ministro es la vida de su ministerio». Este adagio sigue siendo tan cierto como siempre. De hecho, la integridad ministerial es un elemento indispensable para ser permanentemente creíbles en medio de un pueblo entendido con el cual tenemos intimidad pastoral. Dicha intimidad permite que nos conozcan por lo que realmente somos en relación con la verdad salvadora que promovemos. En una relación pastor-rebaño que, de acuerdo con la descripción bíblica, se caracteriza por la intimidad mutua (Jn 10:14), la integridad consistente y completa es imprescindible si uno quiere tener un ministerio que sea tanto convincente como creíble.
Un artículo breve no me permite identificar las muchas categorías en que esta integridad debería ser celosamente deseada, diligentemente buscada, y cuidadosamente conservada. Algunas de ellas se han abordado en otros artículos. Tocaré, por tanto, tres áreas de importancia primordial: la integridad personal, la integridad doméstica y la integridad pastoral.
De suprema importancia es la integridad personal. Quizás ningún texto de la Escritura captura esto en forma más sucinta y a la vez comprehensiva que Hechos 24:16. Pablo dice a Félix: «Yo (…) me esfuerzo por conservar siempre una conciencia irreprensible delante de Dios y delante de los hombres». Este texto revela que, en el centro de la integridad, hay una decisión de vivir holgadamente ante Dios sin que nuestra conciencia nos acuse. Equivale a mantener una conciencia libre de ofensa en las cámaras secretas de nuestros pensamientos, las aguas turbias de nuestros motivos, y en nuestras imaginaciones y fantasías. Es llegar al final de un momento ante el computador o el televisor con una conciencia sana y libre de condena. Cuando la conciencia es violada, debe correr prestamente a la fuente abierta que limpia pecados e impurezas. Ha de resolver junto al salmista: «En la integridad de mi corazón andaré dentro de mi casa. No pondré cosa indigna delante de mis ojos» (Salmo 101:2-3). Tal hombre no es ajeno a la despiadada extracción del ojo transgresor ni la inmisericorde amputación de la mano ofensora. Cualquier cosa que manche de sangre su conciencia y perturbe su cómodo andar con Dios debe irse a cualquier costo antes de que añada pecado sobre pecado.
Segundo, el apóstol afirma que sin una buena dosis de integridad doméstica, ningún hombre debería ser puesto a gobernar la casa de Dios (1 Ti 3:4-5). Un pastor debe conducirse en forma tal que, viviendo en una integridad constante, sujete férreamente las conciencias de los miembros de su familia. Nuestras esposas e hijos deberían poder pensar y decir a otros: «Aunque en el mundo entero parezca no haber un solo predicador genuino, mi esposo/papá sí lo es». Esto significará estar dispuesto a confesarles honestamente a tu esposa y a tus hijos los pecados que has cometido de palabra y de hecho. No un «lo siento» entre dientes y de mala gana, sino más bien «he pecado» y añadiendo en qué. «Perdóname como Dios lo ha hecho en Cristo». Luego, y para que los miembros de la familia te vean, debes producir frutos que correspondan a ese arrepentimiento mientras te esfuerzas resueltamente por neutralizar ese pecado que manchó tu testimonio y cultivar la gracia opuesta. Eso es «andar en integridad dentro de la casa».
Tercero, está la integridad ministerial. Ésta se relaciona primordialmente con las dos grandes áreas del llamado y la responsabilidad ministerial, especialmente para esos ancianos que «trabajan en la predicación y en la enseñanza» (1 Ti 5:17). Si queremos preservar la integridad de nuestra predicación debemos pagar el precio asociado con cualquier esfuerzo sincero por cumplir el mandato de 2 Timoteo 2:15: «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad». Estar semana tras semana, y año tras año, teniendo que producir sermones exegéticamente certeros, teológicamente sanos, útilmente ilustrados, homiléticamente limpios, prácticamente aplicados, e inundados de la fragancia de Cristo y las espléndidas marcas de la gracia, demandará trabajo, trabajo, y más trabajo. Es la única forma de conservar nuestra integridad.
De la misma forma, la integridad en el gobierno y el pastoreo del rebaño de Dios demandará lo que Pablo considera una especie de «labor de parto» para que Cristo sea formado en su pueblo (Gá 4:19). Los aspectos especiales de esta labor son la oración intercesora, el aliento personal directo, y la amonestación —aun cuando, mientras más ames así a las ovejas, probablemente menos amado serás tú (Col 1:28; 2 Co 12:15)—.
Pedro destaca este crucial asunto en su exhortación a los ancianos de las iglesias de Asia Menor. Habiéndoles encargado «pastorear el rebaño de Dios», enumera actitudes y acciones pecaminosas que jamás han de caracterizar los motivos o las formas en que deben cumplir su tarea. El punto cúlmine del encargo es la exhortación a «ser ejemplos del rebaño» (1 Pedro 5:1-3). Las conciencias de dichos hombres están gobernadas por el mandato de Pablo a Tito: «Muéstrate en todo como ejemplo» (Tito 2:7).
Sí, es cierto que «La vida de un ministro es la vida de su ministerio».