Soy consciente de que las categorías de introvertido y extrovertido no son descritas y ni siquiera son insinuadas en las páginas de la Biblia. Mi comprensión de esto es que los términos nacieron de la mente de Carl Jung y fueron popularizados por medio de sus enseñanzas (las cuales se oponen a la Escritura en un sinfín de maneras).
No obstante, la idea de introversión y extroversión tiene algo de cierto: que algunas personas son naturalmente más sociables y conversadoras mientras que otras son más hacia dentro y reservadas por naturaleza. Esto simplemente describe lo que todos hemos observado: que algunos son más afables que otros y que, aunque algunos se refrescan y energizan al estar con personas, otros se refrescan y energizan al estar lejos de personas. Por medio de la combinación de la naturaleza y la crianza, simplemente así es cómo somos.
Personalmente, encajo bien dentro de las filas de los introvertidos. Genuinamente, me encantan las personas y disfruto estar cerca de ellas. Sin embargo, estar rodeado por otros e inmerso en una conversación acaba por agotarme y encuentro refresco en soledad. Puede ser tan simple como escaparse de una actividad por cinco minutos para hacer un poco de reseteo interno o quizás algo tan complicado como tomar vacaciones por una semana sin nadie más que mi familia. Mientras algunas personas se agotan con la soledad y se vigorizan con la compañía, yo tiendo a ser vigorizado por la soledad y agotado por la compañía.
Hubo un tiempo en mi vida en el que permití que la introversión me sirviera de excusa cuando no quería hacer algo: cuando no quería aceptar una invitación, asistir a una reunión o conocer a una persona nueva. Después de todo, ¿por qué haría algo que desentona con mi personalidad, que me agota y que puedo encontrar sumamente difícil?
No obstante, encontré un desafío cuando comencé a considerar el liderazgo en la iglesia y el carácter de un hombre que aspira a ser un anciano: carácter que significaba lo que Dios espera de todos los cristianos. Mientras estudiaba esas cualidades y pasaba por las etapas tempranas de la examinación, se hizo claro que estaba fallando con cumplir algunas de ellas. Si iba a ser hospitalario, si iba a instruir fielmente a otros en la Palabra, y si iba a conocer y a ser conocido por las personas que lideraría, necesitaría abordar algunas de mis tendencias naturales. Aunque ser un líder en la iglesia no requeriría un trasplante de personalidad, requeriría una disposición a negar algunas de mis propias comodidades.
Decidí en ese tiempo comprometerme a ser un introvertido obediente. Un introvertido obediente es alguien que reconoce y acepta lo que es verdad sobre sí mismo, pero que también determina que eso nunca interferirá con su deber ante el Señor. Él no fingirá ser un extrovertido ni dejará tiempos valiosos de soledad, pero tampoco permitirá que su personalidad excuse cualquier falla para alcanzar las oportunidades que Dios le presente.
Tengo el deber de amar al saludar a las visitas en mi iglesia y no tengo derecho a permitir que mi introversión me impida hacer que otra persona se sienta vista, reconocida y bienvenida. Así que saludaré a otros.
Tengo el deber de ser hospitalario con aquellos que se beneficiarán de ello y no tengo derecho a permitir que la introversión me impida abrir mi vida y mi casa. Así que invitaré a otros a entrar.
Tengo el deber de cuidar a otros al pastorear a las personas de mi iglesia y no tengo derecho a permitir que mi introversión me impida conocerlos para poder atender sus necesidades espirituales. Por lo tanto, crearé y aceptaré oportunidades para comenzar relaciones nuevas y fomentar las ya existentes.
En resumen, nunca se puede permitir que la introversión niegue el deber o justifique la falta de amor. Este es el compromiso del introvertido obediente.
No siempre ha sido fácil y no siempre he sido exitoso, pero he observado algo interesante en el camino: mientras más me fuerzo a mí mismo a ser obediente, más fácil llega a ser la tarea. Mientras más empujo para negarme a mí mismo, más gozo he encontrado en negarme a mí mismo. No me he convertido en un extrovertido —¡ni cerca!—, pero tampoco ese es mi deseo u objetivo. Sigo siendo quien soy, pero con el deber añadido a ello: el deber y el deleite que fluyen de ahí.