«No andes con chismes entre tu gente. No tomes parte en el asesinato de tu prójimo. Yo soy el Señor» (Lv 19:16).
El texto de Levítico, citado al comienzo, es elocuente al respecto. Prohíbe de manera tajante el chisme en la comunidad. Y por si esto fuese poco, lo compara con asesinar a un prójimo. Porque el chisme no sólo mata la imagen de las personas, sino también mata su vida en la comunidad. Y esto es tan relevante, que el Señor mismo le pone su firma a dicho mandamiento. El Dios del pacto, que es fiel eternamente, es el autor de un mandamiento perenne. Pablo, el apóstol, llega a expresar a los hermanos de Corinto, ante la posibilidad de un nuevo viaje, su miedo en relación a este pecado tan dañino, diciendo que:
Temo que haya discordias, envidias, enojos, egoísmos, chismes, críticas, orgullos y desórdenes. Temo también que, en mi próxima visita, mi Dios me haga sentir vergüenza de ustedes, y que me haga llorar por muchos de ustedes que desde hace tiempo vienen pecando» (2 Corintios 12:20b, 21a).
El chisme debiese producirnos miedo, vergüenza y tristeza. No es lo propio de una comunidad conformada por gente perdonada por Cristo, comprada y lavada con su misma sangre. La gracia cara es la invitación más que suficiente para procurar la mortificación de dicho pecado.
Una base fundamental para esta práctica se encuentra en la obediencia al noveno mandamiento, que expresa también en forma tajante: «No digas mentiras en perjuicio de tu prójimo» (Ex 20:16). Pareciese ser, para muchos de nosotros, que podemos quedar fácilmente eximidos de este mandamiento simplemente por el acto de no mentir, de no «levantar falso testimonio» contra nuestro prójimo. Sin embargo, esa no es la lectura que históricamente el cristianismo ha dado ha dicho mandamiento. Me permito citar acá dos documentos.
El primero de ellos corresponde a las palabras de Martín Lutero, un texto redactado para enseñar a orar a su amigo el barbero Pedro Beskendorf, en el que señala que este mandamiento enseña:
Primero. Nos enseña que tenemos que ser sinceros los unos con los otros, evitar toda suerte de mentiras y calumnias, y decir y escuchar de buen grado lo bueno de los demás. Con esto se nos ha construido una muralla y una protección contra las lenguas falsas y los labios malvados que pueden afectar nuestro buen nombre y nuestra reputación; no dejará Dios impunes a quienes lo quebranten, como queda dicho acerca de los anteriores mandamientos. / Segundo. Tenemos que agradecerle tanto la doctrina como la protección que tan graciosamente nos concede. / Tercero. Debemos confesar y pedir perdón por haber transcurrido nuestra vida en forma tan ingrata, pecadora y en tratos murmuradores falsos que atentaron contra nuestro prójimo. Estamos obligados a asegurar su fama y su inocencia, como desearíamos lo hiciesen con nosotros. / Cuarto. Pidamos ayuda para, en adelante, observar este mandamiento, para que nos conceda una lengua bienintencionada, etc.[1]
Por su parte, el Catecismo Mayor de Westminster dice al respecto que:
Los deberes exigidos en el noveno mandamiento son el preservar y promover la verdad entre los hombres, y la buena fama del prójimo, así como la nuestra […] una estima caritativa hacia nuestro prójimo; amando, deseando y regocijándonos por su buen nombre; entristeciéndonos por sus debilidades, y ocultándolas; reconociendo libremente sus dones y cualidades, defendiendo su inocencia; prontitud para recibir un buen informe, y falta de disposición para creer un mal rumor, acerca de ellos; disuadiendo a los chismosos, aduladores y calumniadores (Pregunta 144), y que este mandamiento se viola, por ejemplo, cuando se actúa en “perjuicio contra la verdad y buen nombre tanto nuestro como del prójimo, especialmente delante de los tribunales públicos” (Pregunta 145).
En otras palabras, estas lecturas cambian nuestra manera de entender el falso testimonio. Violar el noveno mandamiento consiste, entonces, en mentir respecto de nuestro prójimo, como decir, en contextos impropios, la verdad respecto de ellos, sin sentir misericordia y dolor frente al pecado del otro, que claramente, en dicha compresión, siempre es mayor y más dañino que el pecado propio. El falso testimonio es producido, en palabras de Lutero, por «lenguas falsas y labios malvados», es decir, por aquellos que en ocasiones mienten y, en otras, buscan hacer leña del árbol caído. En ambos casos, la falta de amor al prójimo es la misma, porque en ambos casos lo que se procura es su muerte. Por eso es bueno hablar de chisme, a secas. Eso es lo que debieran entender quienes dan pie al chisme, poniendo toda su atención a estos. El chisme existe cuando usted habla y también cuando presta su oído. Si tiene dudas respecto de algo o de alguien, acuda a la persona y no se deje llevar por rumores. El chisme mata la comunidad. Defienda a sus hermanos, protéjalos del posible daño. Y si hay daño causado, ayude a recoger las «plumas desperdigadas» por la ciudad, aunque en esa tarea se vaya la vida y más.
En un mundo que cada vez está más marcado por la indolencia e inmediatez de las redes sociales, huyamos, por favor, y pongamos límites a la cobardía de quienes ocupan «castillos de los cobardes»[2], pues en público palmotean el hombro y saludan con cordialidad, pero en secreto y sin piedad golpean y dilapidan la honra de los demás. Es fácil motejar a otros con apelativos o aludir ideas o pensamientos no dichos o sacados de contexto en conversaciones de pasillo, redes sociales e, inclusive, en documentos oficiales. Pero siempre será mucho más difícil y lento, pero más sano y restaurador, una conversación honesta y marcada por el amor que el Evangelio produce en los creyentes. Como dirá Francisco Lacueva respecto del «Derecho a la propia reputación»:
Fácilmente se nos olvida que uno de los principales deberes sociales es el de respetar la reputación ajena (Ex 20:16; Dt 5:20). Santiago 3:1-12, describe plásticamente el daño que puede hacer la mala lengua. Muchos creyentes que parecen extremadamente puritanos en otras materias, no tienen empacho en publicar secretos fallos de otros hermanos ni en dañar su estimación con frases, gestos, reticencias o silencios calculados. El orgullo, el egoísmo o la envidia suelen estar en la base de tales actitudes muy poco cristianas. ‘Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto’ (Stg 3:2).[3]
Si no tengo la capacidad de afirmar en público lo que digo en privado, mejor guardo silencio. Si no tengo la forma de probar de manera fehaciente lo que digo, mejor guardo silencio. Si dañé la honra, la imagen y la vida en comunidad de un hermano, debo pedir perdón y buscar reparar cuanto antes y de manera efectiva al prójimo. Si no oro por la debilidad de mi prójimo y no procuro su fortalecimiento, por medio de la preocupación y el acompañamiento, mejor guardo silencio. Aunque la crítica sea verdadera y necesaria, si no ocupo la misma cantidad de tiempo para orar por ello, que en lo que divulgo mis pensamientos, es verdad sin amor, por ende, en la idea bíblica, lisa y llanamente, no es verdad respecto de mi prójimo. Debo decirme que se trata de mi hermano. ¡Es mi hermano, por Dios! Esa expresión no puede ser una fría fórmula evangélica de buen decir. Debo vivirla. No contribuyamos a la muerte de mi hermano ni de la comunidad.
¡Ah! Y una palabra para quienes han sufrido los daños del falso testimonio. Busca ablandar tu corazón por medio de la oración y las verdades del Evangelio. La comunidad no es esa falsa ensoñación en la que no hay desilusiones. La iglesia está conformada por santos pecadores, de los cuales yo soy uno, y tú eres otro, y ambos —principalmente yo, desde luego— contribuimos a la imperfección de la comunidad. Si cuando yo fallo, quiero ser perdonado y restaurado, porque no pensar de la misma manera respecto de quienes nos dañan. Sí, es cierto, que el perdón solo se hace efectivo de verdad cuando el que daña reconoce su error, se arrepiente y busca reparar el daño. Sí, también es cierto, que el arrepentimiento no excluye la disciplina que sana y hace «entrar a lo cojo al camino». No obstante, la verdad prioritaria es que debemos estar dispuestos a perdonar. Esto por dos razones fundamentales: primero, porque el Señor lo manda, debemos amar a nuestros «presuntos enemigos» y procurar su bien, sabiendo que Dios trabaja y ejerce su justicia (Ro 12:17-21); y, segundo, porque nuestra identidad está en Cristo y sólo en Él estamos completos (Col 2:9, 10), por lo que, lo que los demás opinen, no tiene ni debe tener la fuerza para hacerte olvidar que eres un hijo que ha sido amado por Dios. ¿Te suena a cliché? Puede serlo, si no fuese parte de un doloroso aprendizaje que me ha tocado experimentar en varias ocasiones. Sin embargo, siempre se puede terminar agradeciendo a Cristo, porque mientras somos zarandeados como trigo por el Maligno, Él ora al Padre para que nuestra fe no falte (Lc 22:31, 32), como el perfecto y único mediador que es. Tú, tranquilo, sigue, no te victimices, camina… la obra es de Dios.
[1] Martín Lutero. El Magnificat seguido de «Método sencillo de oración para un buen amigo». Salamanca, Ediciones Sígueme, 2017, p. 138. El texto fue escrito en 1535, y fue traducido al castellano para dicha edición por Teófanes Egido.
[2] Expresión de Spurgeon respecto del mal uso del púlpito por predicadores que enrostran las debilidades de los demás, aprovechándose de la tribuna dada por la iglesia.
[3] Francisco Lacueva. Etica Cristiana. Curso de Formación Teológica, Tomo 10. Barcelona, Editorial CLIE, p. 208.