Porque tú no abandonarás mi alma en el Seol,
Ni permitirás que tu santo sufra corrupción (Sal 16:10)
Me encanta cantar el Salmo 16, porque es un Salmo de alegría y gozo por la bondad de Dios. Amo la verdad en estos once versos.
David comienza: «Protégeme, oh Dios, pues en ti me refugio» (Sal 16:1). La declaración fundamental es que Dios es nuestro Señor y nuestro bien. De hecho, todas las bondades que son buenas vienen del Bien que es Dios.
David celebra la bondad de su pueblo, hermanos y hermanas en la fe, en quienes él se deleita (Sal 16:3); la bondad de nuestra herencia, que él guarda para nosotros (Sal 16:6); la bondad de su consejo (Sal 16:7). En su presencia hay completa alegría y a su diestra se encuentran deleites para siempre (Sal 16:11). Él es nuestra porción y nuestra copa (Sal 16:5). Él es nuestro norte y guía, puesto ante nosotros, haciéndonos inquebrantables. Debido a toda su bondad, nuestros corazones están contentos. Nos regocijamos con todo nuestro ser y nuestra carne vive segura (Sal 16:9).
¿A quién no le gustaría cantar líneas como esas?
La muerte nos llega a todos
Sin embargo, esas no son las únicas razones por las que me encanta cantar esta canción. Amo cantar el Salmo 16, porque me recuerda una de las glorias de vivir después de la Pascua. Verás, el pueblo de Dios no siempre ha cantado el salmo de la misma manera. Cantamos el Salmo 16 de manera diferente a la que David lo hizo. Para David, el Salmo 16 contiene un poco de misterio. Se encuentra en el verso 10:
Porque tú no abandonarás mi alma en el Seol,
Ni permitirás que tu santo sufra corrupción (Sal 16:10).
Este verso es un misterio por un simple hecho: David murió. Él fue sepultado. Su alma fue abandonada en el Seol. Él fue enterrado con sus padres y vio corrupción (Hch 2:29, 13:36). No solo David, sino que todos los santos del Antiguo Testamento murieron de esa manera.
El Salmo 16 nos da una ventana hacia lo que pasó cuando personas murieron. En la muerte, el alma se separa del cuerpo. El cuerpo es sepultado en la tierra y se descompone. La carne cae en corrupción. El alma es enviada al Seol, al Hades, al reino de los muertos. El viaje justo al seno de Abraham, al lugar de espera, como la tierra maldita, al frente del ancho abismo, en un lugar de tormento.
Sin embargo, todos (sabios y necios, ricos y pobres por igual), todos van por el camino en que toda la carne va. Ningún hombre puede rescatar a otro del poder del Seol. Ninguna abundancia o riqueza puede bastar para alejarnos del lugar de la muerte. La muerte viene como un pastor y todos nosotros somos sus ovejas.
Él descendió al Hades
David canta el verso 10 como un misterio, como un acertijo, hasta que llegara el Mesías.
David murió. Él se fue por el camino que toda carne va. Como profeta, pudo cantar el Salmo 16. No obstante, él no era el verdadero cantante. El verdadero salmista, el Salmista Mayor, fue concebido por el Espíritu Santo y nació de María vírgen. Él sufrió bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado. Él descendió al Hades, pero no fue abandonado ahí. Su carne no vio la corrupción.
Mientras Jesús cantaba los Salmos durante esa Santa Semana, el Salmo 16 estaba en sus labios y en su corazón. Él entró a Jerusalén sobre un burro, Él oró para que Dios lo preservara, porque buscó refugio solo en Dios. Él volcó las mesas y limpió el templo, lo hizo así consumido por el celo a su Señor, quien era su único bien. Mientras desconcertaba a sus enemigos, se deleitaba en los santos en la tierra. Mientras contemplaba la traición de Judas, Él cantó de las penas de aquellos que iban tras el falso dios Mammón. Mientras comía el pan y bebió de la copa con sus discípulos, Él se deleitaba en Dios como su porción y su copa. Mientras sudaba sangre en Getsemaní, Él se fortaleció a sí mismo con una canción de su hermosa herencia.
Mientras cargaba su cruz al Calvario, Él puso a su Señor ante Él, para no ser remecido. Él cantó el Salmo 16 hasta su último aliento; y luego, siguió cantando.
En el vientre de la tierra
Mientras el alma humana de Cristo descendió al Seol, su corazón estaba contento. Todo su ser se regocijó. Su carne, mientras yacía en la tumba de José, estaba segura. A diferencia de las miriadas que se habían hundido en el Seol antes, Cristo hizo el viaje con alegría. Él no solo iba por el camino de toda carne, Él estaba haciendo un nuevo camino para toda carne. Y Él lo sabía. Nosotros sabemos que Jesús lo sabía, porque cantó el Salmo 16.
Él le había advertido a los escribas y a los fariseos que lo crucificarían: «Porque como estuvo Jonás en el vientre del monstruo marino tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra» (Mt 12:40). Y así como Jonás cantó en el vientre (Jon 2:1-10), Jesús continuó cantando. Como Pablo y Silas, que produjeron un terremoto en los cimientos de la prisión con una simple melodía (Hch 16:25-26), Jesús cantó un terremoto más grande en la prisión de todas las prisiones.
Jesús llegó a la ciudad de la muerte. Entró por sus puertas. Puertas que ningún hombre puede abrir, Él dio el portazo para cerrarlas detrás de Él. Pero Jesús no era un mero hombre. A diferencia de aquellos que vinieron antes, Él había llegado a esta ciudad voluntaria y gustosamente. Él había dado su vida espontáneamente. Y Él tenía el poder de tomarla de nuevo. Él había llegado para arrancar las puertas de la ciudad de la muerte. Él había llegado a iluminar un camino de la vida de regreso a los placeres eternos a la diestra de Dios, no solo para sí mismo, sino que para cada oveja en su redil.
Cristo había corrido su carrera y había terminado su curso. Durante los seis días anteriores, Él había trabajado, y ahora, el sexto día, Él descansó. En el Seol; en el vientre de la tierra. Mientras esperaba, Él cantó el Salmo 16.