Existen pasajes bíblicos sobre femineidad que difícilmente pasamos por alto: lo valioso que es que las ancianas traspasen sabiduría a las más jóvenes; la expectativa de que las mujeres amen a sus maridos y a sus hijos, aun cuando algunas veces sea un desafío; y por más atención que le demos a nuestro cabello y a nuestra ropa, en Cristo, el mayor adorno debe estar en nuestro interior.
Sin embargo, existen otros pasajes que provocan algo más: la sumisión, en sí misma, puede despertar una discusión agitada. Agreguémosle a eso, el «trabajo en casa» y los roles en la iglesia, y es posible ir directo hacia una explosión. La víctima, sin embargo, a menudo es la Palabra de Dios. Como creyentes, tenemos la obligación de tratar la Escritura —incluso los pasajes «problemáticos»— de una manera que honre a Cristo.
Tratemos la Escritura con humildad
Cuando nos enfrentamos a un tema polémico respecto a la femineidad bíblica, lo hacemos armadas con nuestras propias experiencias y opiniones. Estos temas son centrales para nuestra identidad como mujeres y para remecer las convicciones que están profundamente arraigadas en nosotras. Casi por instinto, nos levantamos para defenderlas. Sin embargo, en Cristo, tenemos un llamado superior: levantar al Señor y a su Palabra por sobre todo.
La humildad cede ante la Palabra de Dios, pues reconoce que el mundo y el dios de este mundo nublan nuestra vista. En vez de defender nuestras convicciones personales, somos llamadas a examinarlas a la luz de la verdad. En humildad, debemos orar para entender la verdad (no para satisfacer nuestras susceptibilidades, sino que para entenderla según Dios lo dispuso cuando Él la reveló). Debemos pedirle al Señor que quite cualquier convicción que no venga de Él. En el proceso, somos transformadas y nuestras mentes son renovadas, «[…] así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» (Ro 12:2).
Cuando nos humillamos a nosotras mismas, no nos vestimos con la femineidad, sino que con Cristo. No miramos la Escritura con cautela; al contrario, nos sometemos a Dios y consideramos santa su Palabra. Es precisamente en los momentos en los que no entendemos o no estamos de acuerdo con la Escritura cuando debemos ceder, pues sabemos que Dios es bueno y sus caminos son mejores.
Tratemos la Escritura con un temor reverente
La Escritura es inspirada por Dios, imperecedera y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en justicia (2Ti 3:16) —bueno, eso hasta que un tema como la sumisión salte a la vista—. Nos pasa que cuando nos encontramos frente a una situación difícil, la reverencia que le tenemos a la Palabra se desarma. De pronto, ciertas porciones del Nuevo Testamento se adaptan solo para un grupo y a una situación particular en el tiempo. Pensamos que el apóstol Pablo ya no es un siervo de Dios, sino que un hombre rebelde que habla desde su opinión personal. Por tanto, nos damos la libertad de exponer opiniones, las nuestras incluidas, para refutar el cuestionable desacierto de Pablo.
Desde el jardín del Edén, el enemigo ha atacado la reverencia por la Palabra. La Palabra de Dios es santa y pura. Cristo es la Palabra hecha carne. Como sus seguidoras, debemos tener en alta estima su Palabra, que debe reflejarse en todo lo que decimos y hacemos.
En Tito 2, a menudo nos centramos en que las ancianas deben enseñar a las más jóvenes (Tit 2:3-5). No obstante, no debemos olvidar la razón que se da para ello: «para que no se hable mal de la Palabra de Dios». Si nuestra conducta trae honra o deshonra a la Palabra, cuánto más si, por causa de una situación, ponemos en duda su autoridad.
A este lado del cielo, no existirá una interpretación universal de un pasaje particular de la Escritura. Ciertamente, es de esperar que el mundo se levante contra cualquier cosa en la Palabra que sea contracultural. Sin embargo, como seguidoras de Cristo, hacemos bien en tener cuidado con cómo manejamos ciertos temas. ¿De verdad queremos suponer que ciertos pasajes fueron un producto de la mente carnal del apóstol Pablo? ¿Realmente queremos poner en duda la verdad de que «toda Escritura es inspirada por Dios» (2Ti 3:16)?
Si deseamos honrar al Señor, no debemos apuntar y disparar contra versículos de la Escritura. Al contrario, debemos tenerlos en alta estima como Palabra santa e inspirada por Dios, por muy «problemáticos» que los consideremos. Debemos orar para que el Espíritu nos dé la comprensión de ellos.
Seamos honestas
Una antigua estadística indica que pocos cristianos leen sus Biblias. Sin embargo, cuando surgen temas controversiales, particularmente en el área de la femeinidad bíblica, casi todos tienen una opinión al respecto. A menudo, es una reacción visceral, basada principalmente en lo que dice la cultura, quizás incluso una cultura cristiana o denominacional, más que en un estudio de la Palabra de Dios.
¿Qué pasaría si comenzáramos por ser honestas respecto a nuestra falta de comprensión? Si no hemos estudiado un tema en oración, ¿deberíamos levantarnos vigorosamente para debatirlo? Y si lo hemos estudiado, ¿lo hicimos con intenciones ocultas o con una actitud de sumisión a Dios?
Como creyentes, nuestro objetivo debe ser crecer en la comprensión bíblica de los temas. Para esto, debemos ser honestas sobre lo que no sabemos. Debemos estar dispuestas a «estar list[a]s para escuchar, y ser lent[a]s para hablar y para enojar[nos]» (Stg 1:19). Y siempre, el crecimiento viene al buscar al Espíritu.
Dios inspiró esos pasajes sobre la femineidad (y otros) en la Escritura que provocan que nos erizemos. Son útiles y santos. Como personas llamadas a ser santas, también debemos tratar cada versículo con reverencia, con el propósito último de que el Señor y su Palabra sean glorificados.