volver

Las complejas emociones bajo nuestro enojo

Debemos tomar el tiempo necesario para notar la manera en que otras emociones a menudo están presentes junto a, o bajo, nuestro enojo. Podríamos comenzar, por ejemplo, al notar cuán a menudo parecemos disfrutar la experiencia del enojo. El enojo nos puede empoderar, dándonos energía para enfrentar una amenaza o confrontar una dificultad. En nuestro enojo, encontramos la fuerza para resistir a un matón o la determinación para emprender una causa justa. En lugar de sentirnos débiles y vulnerables, el enojo nos capacita para hablar contra algo que es incorrecto o actuar con valentía de cara a la injusticia.

Debido a que el enojo es tan básico y porque también puede hacernos sentir con energía, es una emoción en la que es fácil caer. Podríamos decir que no requiere mucho esfuerzo enojarse o expresar enojo. El enojo está justo ahí, de inmediato. Eso lo hace diferente de un sinfín de otras emociones que no sólo son mucho más complejas en naturaleza, sino que también mucho más difíciles de identificar y expresar. Miraremos algunas de esas emociones más complejas a continuación. Aunque antes considera al compañero cercano del enojo en la elección de luchar o huir: la emoción del miedo.

1. Miedo

Cuando estamos enojados, una pregunta clave que debemos hacernos a nosotros mismos (y a otros) es si es que el miedo está presente también. Puesto que, aunque el miedo es tan elemental como el enojo, puede ser bastante más difícil admitirlo. Estar enojado a menudo nos ayudará a sentirnos fuertes, pero admitir que tenemos miedo normalmente nos hace sentir débiles. Por lo tanto, podríamos necesitar un poco de persuasión antes de que estemos listos para admitir nuestro miedo.

Podríamos pensar en un esposo que está enojado con su esposa por llegar tarde a casa o en una madre que está enojada con un hijo por haberse salido de la acera. ¿Qué hay detrás de las ásperas palabras que expresan? Miedo, muy probablemente. La madre tiene miedo de que un auto atropelle a su hijo. El esposo, quizás, teme que el retraso de su esposa de llegar a casa indique que ha ocurrido un accidente terrible o un asalto. Sin embargo, en lugar de expresar ese miedo, cada uno expresa enojo. Recuerda que viene fácilmente a nosotros porque expresar enojo nos hace sentir más fuertes, mientras que admitir nuestro miedo nos fuerza a confrontar nuestra propia vulnerabilidad.

No obstante, mientras el enojo a menudo divide y trastoca relaciones, el miedo puede ser mucho más constructivo. Si el esposo enojado con el retraso de su esposa hubiera estado dispuesto a expresar su miedo, entonces, en lugar de encontrarla con una lluvia de acusaciones y quejas, esta esposa habría llegado a casa para descubrir simplemente cuánto la ama su marido y cuánto ese amor lo llevó a preocuparse por el pensamiento de perderla.

Y esto no sólo se da en relaciones horizontales, las que se pueden beneficiar al admitir que hay miedo. Nuestra relación vertical con Dios también puede hacerlo. Una vez que estemos dispuestos a admitir que tenemos miedo podemos comenzar a hablar con Dios sobre el miedo y también a escuchar las muchas maneras en que Dios nos habla sobre esos miedos.

Tenemos miedo porque creemos que estamos solos, persuadidos de que no le importamos a nadie, que nadie nos provee y que nadie nos está cuidando. Vivimos como huérfanos funcionales, como si no tuviéramos un Padre celestial que cuida de nosotros. Eso evita que admitamos el miedo y nos lleva a una expresión de enojo. Porque si estoy solo, si sólo yo puedo defenderme contra las amenazas, si todo y todos están en mi contra, entonces debo, tengo que pelear. El mundo es demasiado aterrador como para hacer otra cosa. En la ausencia de alguien lo suficientemente poderoso como para intervenir, tengo que depender de mí.

No obstante, el antídoto de tal temor involucra recordar, traer de vuelta a la mente, el cuidado soberano del Señor. Tengo que recordar que existe un Dios que alimenta a los cuervos y que viste a los lirios, y que este Dios también cuida de mí (Mt 6:25-34). Nuestro miedo, y el enojo que a menudo se esconde detrás de él, surge cuando nos hemos elevado a nosotros mismos, eclipsando a Dios. No obstante, nuestro miedo, y con él nuestro enojo, disminuirán cuando recordemos el carácter de nuestro Dios y volvamos a ponerlo a Él y a nosotros mismos en los lugares correspondientes.

Sin embargo, el miedo no es la única emoción que el esposo de nuestro primer ejemplo puede estar sintiendo. Supongamos por un momento que su miedo está justificado, que hay cierto peligro o amenaza. Pero en la ausencia de información, ¿qué puede hacer él? Su amor puede estar empujándolo a actuar, a cuidar de su amada, pero carece del conocimiento necesario para saber cómo actuar. Por tanto, no es sólo enojo lo que él siente. Aún hay otra emoción que merodea bajo su enojo, y esa emoción es frustración. Ese es el sentimiento al que iremos ahora.

2. Frustración

Como los reyes que sufren la ilusión del poder, nosotros creemos que debemos tener el control, que obtener lo que queremos debería estar a nuestro alcance. Debo poder cambiar eso. Estoy seguro de que una persona como yo debe ser capaz de lograr algo así. Detesto no poder salirme con la mía. No es sólo frustrante; es exasperante. Me pone furioso parecer tan impotente y que el mundo parezca inmune a mi mandato.

Los mismos temas resuenan. Mi frustración está ligada a la importancia que me doy a mí mismo. Estoy seguro de que debo lograr esto o cambiar eso porque estoy viviendo en la creencia autoengañosa de que soy, realmente, una suerte de mini mesías. Quiero creer en mi propio poder, en mi propia capacidad. Quiero sentirme fuerte y capaz, y me frustra que no sea así. Detrás del enojo está la frustración y detrás de la frustración está el pecado: el pecado que me ha llevado a tomar el lugar de Dios.

3. Tristeza

El temor y la frustración son, como el enojo, emociones relativamente viscerales. Las siguientes dos emociones que consideraremos están lejos de ser simples. La primera de ellas, la tristeza, tiene muchas sombras, especialmente cuando se expresa en relación con el dolor y la pérdida.

Los vínculos entre el dolor y el enojo están bien establecidos. En su famoso estudio sobre las maneras en que los pacientes responden a las noticias de un diagnóstico terminal, una de las cosas clave que Kübler-Ross identificó fue la prominencia del enojo. Enfrentados a una condición intratable, los pacientes se enojaron por la enfermedad; se enojaron con los doctores por no tener un tratamiento que ofrecer; se enojaron con todo lo que retrasó la búsqueda de tratamiento; se enojaron con un mundo al que parecía no importarle, y se enojaron con Dios por no responder a sus oraciones de sanidad1.

Sus descubrimientos se han extendido a muchas de nuestras otras experiencias de pérdida, pero más particularmente a la experiencia de duelo. E incluso si aquellos que han experimentado el duelo rara vez gestionan la pérdida en las fases ordenadas que sugiere la teoría, muchos de esos elementos sí parecen manifestarse. Y saber que el enojo es una de las emociones que podrían surgir es importante porque nos ayuda a estar atentos a él. Eso es importante porque no es intuitivamente obvio que el enojo sea un sentimiento que podríamos experimentar en nuestra pérdida, especialmente, enojo hacia la persona que ha muerto. No obstante, tal enojo es sorpresivamente común. A veces, se expresa en relación a los sentimientos de haber sido abandonado: «¿cómo pudo dejarme?». A veces, aparece envuelto en expresiones de arrepentimiento: «¿por qué no hizo lo que le dije para obtener ayuda mucho antes?». Pero a menudo se expresa como una falla esencial de cuidado: «si me amaba, nunca me habría dejado así».

Mira debajo del enojo, y a menudo encontrarás dolor y pérdida. Pero a medida que buscamos hablarles a nuestras experiencias de enojo de cara a la pérdida, necesitamos estar alerta tanto a las expresiones correctas como incorrectas de la indignación. Es correcto sentirse indignado cuando nuestra enemiga la muerte hace su obra dañina; ese enojo es correcto y apropiado, y Jesús mismo lo compartió en la tierra. Pero, asimismo, hay un tipo incorrecto de indignación que llegamos a sentir porque hemos olvidado quién está en el trono, y nos sentimos frustrados porque nuestros propios planes soberanos han sido interrumpidos.

4. Vergüenza

La última emoción que podemos encontrar debajo de nuestra experiencia de enojo es la vergüenza. Es una combinación familiar. Detestamos ser humillados y no es del todo inusual que nuestra humillación se convierta en rabia. Cuando otros ven nuestro fracaso, la impresión que queremos presentarle al mundo se deshace. Queremos que el mundo nos vea fuertes, y quedamos expuestos como débiles. Queremos que el mundo piense que somos personas experimentadas, pero se hace claro que somos meros principiantes. Queremos que el mundo nos admire por nuestra inteligencia, pero es nuestra ignorancia la que se revela. La imagen que tenemos de nosotros mismos y la imagen que queremos proyectar al mundo se desenredan. Y nos enoja.

Lo extraño, una vez más, reside en la magnitud de nuestro autoengaño. A medida que se revelan los límites de nuestra fuerza, simplemente podemos reconocer nuestras limitaciones. Pero algo se interpone en nuestro camino para no hacerlo. Detestamos sentirnos débiles. La humillación es el resultado. Proviene de nuestra determinación de atribuirnos una fuerza que en realidad no tenemos.

Es lo mismo en relación a la falta de experiencia. Simplemente podemos reconocer que aún tenemos mucho que aprender. Pero no queremos hacer eso tampoco. Así que somos humillados porque parecemos necesitar pretender que lo sabemos todo.

Considera lo que ocurre cuando las personas ven que estamos luchando y se acercan a ayudarnos. Podemos agradecerles por su ayuda y reconocer que no podemos hacer todo por nuestra cuenta. Pero demasiado a menudo, eso parece ser un paso demasiado difícil de dar para nosotros. En lugar de ello, rechazamos simultáneamente la ayuda y nos sentimos humillados, todo porque parecemos necesitar pretender que somos completamente independientes y autosuficientes.

Todas estas creencias delirantes de conocimiento exhaustivo, poder ilimitado y autosuficiencia absoluta son maneras en que pretendemos ser Dios. Son cualidades que le pertenecen a Él. Pero en nuestra locura, pretendemos que son nuestras, y eso nos hace vulnerables a la humillación cuando se hace claro que esto no es así.

Ahora, por supuesto, es vital reconocer que esta no es la única manera en que surge la vergüenza. A veces, sentimos vergüenza, no porque hayamos sido tratados de una manera que no concuerda con nuestra imagen inflada de nosotros mismos, sino porque hemos sido tratados de una manera que no concuerda con la dignidad que Dios nos ha dado. Un abusador avergüenza a su víctima al forzarla a hacer cosas denigrantes. Un jefe humilla a un empleado al ridiculizarlo y acosarlo en público. Un esposo avergüenza a su esposa al insultarla y ridiculizarla constantemente por todo lo que hace. En estos casos, no es un sentido exagerado de la propia importancia lo que se socava, sino el sentido de valía que todos deberíamos tener como personas creadas a la imagen y semejanza de Dios.

No obstante, interesantemente, ese tipo de vergüenza se expresa como enojo con menos frecuencia. El enojo, pareciera, está más regularmente ligado a la vergüenza y a la humillación que sentimos cuando nuestra imagen exagerada, que toma el lugar de Dios, está bajo amenaza. Sin embargo, es en esta precisa experiencia donde habla el Evangelio, puesto que una vez que hemos visto que debajo de nuestra expresión de enojo yace la experiencia de la vergüenza, estamos listos para escuchar el doble consuelo del Evangelio. Primero, estamos listos para escuchar su llamado al arrepentimiento, a admitir la presuposición pecaminosa que nos persuadió hacia pretensiones como las de Dios y a dejarlas de lado con decisión. Y este arrepentimiento es un consuelo —a veces incluso un gozo— puesto que es un alivio dejar de perseguir algo para lo que nunca fuimos diseñados. 

El segundo consuelo que encontramos en el Evangelio es la provisión de un regalo, un regalo que nos encuentra en nuestra vergüenza, y en lugar de exponer nuestra desgracia, la cubre. Este regalo de justicia nos entrega un lugar y un estatus ante Dios que quiere decir que nunca más necesitaremos sentirnos intimidados o humillados. Él nos ha considerado dignos. Somos preciados a sus ojos. No hay necesidad de vergüenza, nunca más.

Y en este alivio de nuestro sentido de vergüenza, también encontramos la desactivación de nuestro enojo.

Este artículo es una adaptación del libro The Heart of Anger: How the Bible Transforms Anger in Our Understanding and Experience [El corazón del enojo: cómo la Biblia transforma el enojo en nuestra comprensión y experiencia], escrito por Christopher Ash y Steve Midgley.

  1. Kübler-Ross, Elisabeth. (1969). On Death and Dying [Sobre muerte y morir]. [New York: Macmillan].
Photo of Christopher Ash
Christopher Ash
Photo of Christopher Ash

Christopher Ash

Christopher Ash es un escritor residente de Tyndale House en Cambridge. Es pastor, conferencista y autor de varios libros.
Otras entradas de Christopher Ash
Cómo orar por tu pastor durante el confinamiento
 
Photo of Steve Midgley
Steve Midgley
Photo of Steve Midgley

Steve Midgley

Steve Midgley es el director ejecutivo de Biblical Counselling UK (BCUK) y, por 18 años, fue el ministro a cargo de Christ Church Cambridge donde continúa como ministro asistente a medio tiempo. Él es un conferencista y miembro del directorio tanto de Christian Counseling and Educational Foundation (CCEF) como de Biblical Counseling Coalition. Él y su esposa, Beth, tienen tres hijos y dos nietos.