Adelante. Pregúntame qué es lo que me haría más feliz si tuviera un día completamente libre. Te diría que, durante un día soñado como ese, estaría sola, probablemente con un libro. En la primera página de mi test de personalidad hay una «I» mayúscula que quiere decir «introvertida». También podría significar «intensamente deseosa de estar sola».
A lo largo de los años, cuando mi esposo y yo hemos tratado de ir desenmarañando mi vida, a veces él se ha atrevido a decirme: «Noël, ¿no crees que te ayudaría rodearte de algunas mujeres que te mostraran otras perspectivas, oraran por ti y quizás te hicieran algunas sugerencias útiles?».
Sé que él debe de tener razón: el Rey Salomón dijo lo mismo y su sabiduría era tan extraordinaria que dejó estupefacta a la Reina de Saba (1 Reyes 10:1-13). Sus libros que forman parte de la Biblia reciben incluso el nombre de Literatura Sapiencial (o, de sabiduría). Así que pensé que, probablemente, sería sabio que prestara atención cuando Salomón dice en Eclesiastés 4:9-10a que es bueno tener amigos porque se apoyan mutuamente: «Más valen dos que uno, porque obtienen más fruto de su esfuerzo. Si caen, el uno levanta al otro».
De hecho, luego Salomón dice que estamos en problemas si no tenemos amigos: «¡Ay del que cae y no tiene quien lo levante!» (4:10b). Dice que los amigos velan por las necesidades de los demás: «Si dos se acuestan juntos, entrarán en calor; uno solo ¿cómo va a calentarse?» (4:11). Los amigos, además, comparten su fuerza al enfrentar la adversidad: «Uno solo puede ser vencido, pero dos pueden resistir. ¡La cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente!» (4:12).
Así que mi boca le dijo a mi esposo: «Es una idea sabia». Sin embargo, a mi corazón le aterraba la idea de dejar que la gente se acercara lo suficiente como para hurgar en mis debilidades, mis errores, mis faltas, y mis ineptitudes. Resolví que necesitaba organizar mi vida y entonces podría incluir amigas —algún día, cuando pudiera dar en vez de recibir—. Pensé: «Debería ser capaz de manejar todo esto».
No obstante, sin importar cuánto lo intenté, las cosas no mejoraron. Y me deprimí cada vez más.
Luego llegó el día en la oficina del consejero, cuando dijo: «Dame los nombres de cuatro o cinco mujeres piadosas ante las cuales te abrirías totalmente». Interiormente, volteé mis ojos hacia arriba: No otra vez.
Le di los nombres (en el supuesto de tener que abrirme totalmente a alguien). Pensé: «Va a aconsejarme que piense en juntarme con ellas dentro de poco. Diré que estoy de acuerdo y luego dilataré el asunto por algunas semanas hasta que hayamos pasado a otra cosa».
Sin embargo, no me dejó esa ruta de escape. En lugar de eso, dijo: «Llegando a casa, contáctalas —hoy mismo—. Pregúntale a cada una si puede comprometerse a estar aquí contigo en tus sesiones, comenzando desde la próxima. La sabiduría de ellas será parte de nuestra conversación. Y serán un apoyo para ti entre sesiones».
«Claro», pensé de forma pesimista. «Son mujeres ocupadas. Tienen sus propios problemas. Sería presuntuoso demandarles tanto tiempo».
Pero hice lo que se me dijo. Volví a casa y envié a cuatro mujeres un mensaje que se reducía a lo siguiente: «Mi vida es un desastre. ¿Me ayudarías? Pero sé que estás muy ocupada, así que por favor di que no si es lo que más te conviene».
Presioné el botón «enviar» esperando que todas dijeran que no podían. No acababa de pensar en ello cuando las respuestas aparecieron en mi bandeja de entrada: cuatro personas diciendo sentirse inadecuadas debido a sus propias luchas, pero que se sentían honradas y estarían conmigo en la oficina del consejero el lunes.
Aunque lo confesado en mi mensaje había sido mínimo, fue suficiente para abrir un pequeño agujero en la cortina tras la cual había estado viviendo —esa pantalla que dejaba al público ver sólo un difuso contorno de mí—. A mi lado de la cortina, fue asombroso percibir el delgado rayo de luz y la brisa de aire fresco que se abrían paso a través del agujero.
Habiendo ahora cuatro mujeres con las cuales podría empezar a relajarme, ya pude respirar con algo más de facilidad pues no necesitaría vivir con ellas la tensión de proyectar una imagen de la persona que yo pensaba que debía ser.
Esto, por supuesto, sería bueno en el largo plazo, pero ¿qué pasaría entretanto? Llegó el día en que me reuniría con las mujeres y el consejero. Partí a la cita empatizando profundamente con Eustaquio, cuando esperaba que Aslan le quitara su piel de dragón.
Sin embargo, en mi ansiedad, no había tomado en cuenta algo esencial: la amistad va en las dos direcciones. Estas mujeres no venían para examinarme y trabajar en arreglarme. Estaban listas para dar de sí mismas y recibir de mí y de las demás.
En esa sesión y los días que siguieron, a medida que estas amigas se abrieron conmigo, mi corazón se fue sintiendo a gusto con ellas y me sentí cada vez más libre. Llegamos a confiar las unas en las otras desde el lado más tierno de nuestros corazones.
En Proverbios 27:9, Salomón pudo haber estado escribiendo sobre mis amigas: «El perfume y el incienso alegran el corazón; la dulzura de la amistad fortalece el ánimo». Dios las usó para alegrar mi corazón con sus versiones contemporáneas del perfume y el incienso: pan casero, excelente café, hermosos ramilletes, almuerzos grupales, y comidas para mi familia.
Dios se mostró en la profunda sabiduría que brotó de sus historias de viudez, enfermedades con riesgo vital, discapacidad física, y victoria sobre la obesidad severa. En sus círculos familiares más amplios había suicidio, enfermedad mental, hijos pródigos, y alienación. Esos tipos de dolor se convierten en parte de la vida de la persona y pocas veces se acaban. Así que, desde dentro de sus propias historias y experiencias diarias, con ternura, comprensión, y empatía, oraron por mí, me aconsejaron, y me dieron esperanza.
En honor a la verdad, a veces no me fue fácil escuchar sus palabras. Con frecuencia, las llamadas telefónicas, los mensajes de texto o los correos electrónicos fueron positivos y alentadores. Sin embargo, a veces una amiga sabia se dio cuenta de que yo necesitaba reprensión; necesitaba recordar llamar al pecado por su nombre. «Más confiable es el amigo que hiere que el enemigo que besa» (Proverbios 27:6).
Tenía sesenta años cuando esta historia empezó —cuando se me obligó a tener amigas—. Me avergüenzo de que, hasta entonces, hubiera podido ser tan ignorante de lo que Dios quiere que sea la amistad; pero a la vez, agradezco mucho que Dios no me haya dejado sola.
En la soledad pueden ocurrir cosas buenas. La tranquilidad puede ser un lugar agradable para reunirse con Dios, pero la soledad tiene un lado oscuro cuando la anhelo por sobre todo. Ya no soy simplemente introvertida sino que me centro literalmente en mí: No te quiero cerca mío porque me hago feliz a mí misma. Puedo resolver mis propios problemas. Soy todo lo que necesito.
Ahora mismo, al exponer esos pensamientos con tanta franqueza, mi arrogancia me causa espanto. ¿Realmente pensamos «soy todo lo que necesito», como si fuéramos Dios?
Oh Señor, protégeme de mí misma. Por favor ayúdame a quedarme quieta y saber que tú eres Dios (Salmo 46:10).
Sigo siendo introvertida. Mi día soñado sigue siendo un día a solas, pero sólo de vez en cuando. Doy gracias a Dios por las mujeres que me dio cuando necesité amistad. Ruego a Dios que moldee mi corazón para dar amistad como ellas lo hacen —como Jesús nos dijo que lo hiciéramos: «De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Juan 13:35)—.
Jesús dijo: «Los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes» (Juan 15:15). Él es el amigo que más deseo tener. Jamás deseo estar completamente sola, sin Jesús. Le doy gracias a Dios por las amigas que me han mostrado un amor como el de Jesús. Han sido el aperitivo para el banquete de la amistad de Jesús.