El tema sobre el cual se me ha solicitado escribir fue uno de mis mayores temores al comienzo de mi ministerio pastoral. Sin embargo, hoy lo considero uno de mis mayores privilegios. ¿Por qué? Por la realidad histórica y el glorioso mensaje de la muerte expiatoria y la resurrección triunfante de Jesucristo.
Obviamente, no me deleito en la muerte de una persona. Sin embargo, me regocijo en la oportunidad que ofrece la muerte de un creyente: junto con comunicar la majestad de Cristo y la gloria del Evangelio, puedo consolar a familiares y amigos presentando la salvación por gracia a quienes, estando perdidos, han venido a «expresar sus condolencias».
Pero, ¿qué pasa con el funeral de un no creyente? Aunque no lo creas, también lo considero una oportunidad de compartir el Evangelio en forma apropiada, verdadera y compasiva. Me asombra constantemente la amplia puerta que el funeral de un no creyente abre para la comunicación eficaz del Evangelio. Claro está que la predicación no puede «hacer entrar» a alguien al cielo ni proveerle una falsa seguridad, pero tenemos la posibilidad de guiar la atención de los asistentes a las realidades de la eternidad y su necesidad de un Salvador.
El funeral de un no creyente
Enfoquémonos primero en el desafío que representa el funeral de un no creyente. ¿Cómo se predica el Evangelio en estos casos? Primero, debes estar comprometido con ello, y segundo, debes hacerlo con compasión. Las inferencias serán obvias para cualquiera que escuche lo que, en forma meditada pero directa, estés diciendo; la verdad del Evangelio revela la situación eterna del no creyente que ha muerto. No obstante, seamos claros: no somos llamados a pronunciar dictámenes sobre el alma de una persona ni estamos facultados para dar falsas garantías sobre su estado eterno. ¿Por qué? Porque solo Dios conoce el corazón de la persona y puede pronunciarse sobre su destino —nosotros no sabemos si quizás se convirtió en su lecho de muerte—. En lugar de eso, debemos predicar el Evangelio y, a la luz de la eternidad, mostrar que todos los asistentes necesitan al Salvador.
Algunos pueden preguntar: ¿No tienes acaso la responsabilidad de decir que el no creyente muerto está bajo el juicio de Dios? La respuesta es no. Tenemos la responsabilidad de decir que todos los que no han puesto su confianza en Cristo se hallan correctamente bajo el juicio de Dios, pero en lo que respecta al individuo, no conozco su corazón. Solo Dios puede y tiene la facultad de revelar tanto la condición de su corazón como su destino eterno. Lo que a mí me corresponde es dejar claro que la entrada a la vida eterna se halla únicamente en Cristo.
El funeral de un creyente
¿Y qué pasa, entonces, con la muerte de los creyentes? Debo confesar que se me hace muy difícil estar en un funeral cuando el predicador usa clichés sentimentales que, según creemos, consolarán a las personas. En un funeral, el pastor debe predicar tal como lo haría en otras oportunidades. Debemos «hablar la verdad en amor» (Ef 4:15). Parafraseando a un teólogo puritano, «la verdad sin amor es barbarie y el amor sin verdad es crueldad». Ofrezco una sugerencia práctica para alcanzar este objetivo: anima a la familia a buscar a alguien que conozca bien a la persona y, por medio de un breve elogio, pueda testificar de su cristianismo y el legado de su vida. Un buen elogio permite al predicador enfocarse en el Evangelio y la gloriosa verdad del perdón basado en la cruz y la resurrección corporal de Cristo. Un elogio familiar permite al predicador ofrecer consuelo a los parientes, animar a los creyentes y evangelizar a los perdidos.
Los comentarios personales durante el sermón son necesarios y útiles, pero recuerda que el consuelo verdadero y duradero se halla en las promesas de redención y resurrección que, según el Evangelio, se han cumplido en la muerte y la resurrección corporal de Cristo. Puesto que Cristo ha resucitado, el que ha muerto está «en casa». Los que se hallan en el servicio fúnebre no lo están. La pregunta que se debe hacer a estos últimos es: «¿Dónde pasarás tú la eternidad?» Otra sugerencia práctica: me encanta usar la Biblia de la persona que ha partido para estar con el Señor. Disfruto hojearla y tomar notas fijándome en los pasajes que ha subrayado o los pensamientos que ha escrito. Luego, me encanta usarla en el funeral y que todos sepan que lo estoy haciendo. Al final del entierro, después de la bendición, siempre entrego la Biblia al cónyuge o pariente más cercano con algunas palabras de consuelo personal.
La supremacía de Cristo, nuestro Redentor, y la verdad del Evangelio unida a la gloriosa promesa de resurrección, deben ser articuladas en forma simple, meditada y clara. El desafío es lograr que cada uno de los asistentes experimente un cambio de paradigma. La mayoría de las personas creen que su ser querido o amigo ha pasado desde «el mundo de los vivos» al «mundo de los muertos», pero debemos proclamar que, en realidad, ha sucedido todo lo contrario. No han dejado el «mundo de los vivos» para ir al «mundo de los muertos»: han dejado «el mundo de los muertos» para ir al «mundo de los vivos». Tal como D.L. Moody le dijo a un periodista de New York con respecto a la verdad del evangelio y la cercanía de su muerte: «Un día leerás en los periódicos que D.L. Moody, de East Northfield, ha muerto. ¡No lo creas! En ese momento estaré más vivo que ahora».