Me senté en el piso de mi sucia cocina para restregar el cubo de basura y quitarle así las más recientes rayas de crayón. Mis pensamientos saltaron de una hermosa boda que había presenciado días antes a la expectación pre-matrimonial que yo misma había sentido una vez y mi sorpresa de que las rayas color café salieran más fácilmente que las azules. Pensé en el hecho de que ser esposa rara vez coincide con lo que imaginamos en nuestras despedidas de soltera. Como dijo mi amiga, «resultó que no voy a organizar cenas cada semana».
Eran como las cuatro de la tarde —la misma tarde de los rayados en el cubo de basura, el incidente del pañuelo, las batallas por la siesta, y la . . . bueno, ya captan la idea— cuando decidí que el hecho de que todos mis hijos aún estuvieran en pijama significaba que teníamos trabajo adelantado para la hora de dormir.
Sin embargo, no importando qué explicación escogiera, aún sentía que había vuelto a fallar como ama de casa. Y me importaba. Me importaba porque Dios me dio este trabajo, y Él me llama a servirle con fidelidad (1Ti 5:14; Tit 2:5). No es que estuviera buscando mi valía en mi desempeño. Muchas veces lucho con eso, pero esto era diferente.
«Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte. Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica» (Ef 2:8-10).
Estaba luchando con esta última parte: la verdad de que mi salvación en Cristo solo y únicamente por fe debe producir las buenas obras que Dios preparó para que yo las haga con la gracia y el poder que me hicieron salva. Y para ser honesta, si le echaras una mirada a mi casa tendrías la fuerte sospecha de que he descuidado la buena obra que Dios me encargó.
Esa tarde, Dios me recordó algo que aprendí una vez en clases de gestión empresarial: El trabajo del administrador es dirigir el negocio en forma tal que promueva los intereses del dueño. En esa clase discutimos frecuentemente cómo estructurar los incentivos para asegurarnos de que el administrador guíe el negocio según los intereses del dueño y no los propios.
Yo soy la administradora. Dios es el propietario. Estoy tentada a manejar mi hogar de un modo que me haga lucir bien a mí, pero Dios quiere que lo haga de tal forma que lo haga lucir bien a Él —una forma que sirva a los intereses suyos—.
Es fácil pensar que, puesto que Dios me ama incondicionalmente, las tareas que me ha dado —como vestir a mis hijos— son intrascendentes.
Sí, Dios me ama de una manera completa y gloriosa que no puedo comprender. Y en la abundancia de su amor, me da gracia para hacer buenas obras y confiere sentido a mis tareas mundanales. Este mundo físico y las tareas de doblar la ropa limpia o aspirar la sala de estar no están separados de la gracia y el conocimiento de Dios. En medio de nuestra vida diaria es donde más podemos recibir la gracia para vivir de una forma que refleje a nuestro Salvador.
Dios nos da a nosotras, quienes manejamos nuestros hogares, la gracia para realmente manejarlos. No necesariamente coincidirá con la forma en que las revistas nos enseñan a vivir —ni será, definitivamente, para nuestra propia gloria—, pero la gracia de Dios nos capacita para dejar de lado nuestro egoísmo, entregar nuestras vidas al discipulado de nuestros hijos, y mostrar hospitalidad por causa del evangelio.
Así que busco la fuerza del Señor: «Ayúdame a quitar las rayas del cubo de basura» cuando preferiría revisar Facebook; «Ayúdame a preparar la cena de esta noche» cuando preferiría acurrucarme en el sofá con un buen libro; y «Ayúdame a ser paciente y constante en la crianza de mis hijos» cuando preferiría, sencillamente, terminar algo.