«Entonces, ¿qué tiene para ofrecerme tu cielo?», me preguntó el hombre con una sonrisa burlona. Al haber escuchado hace poco sobre las promesas del cielo de Alá y al ser un ferviente admirador de la compañía femenina, este hombre pensó que un cielo que tuviera vírgenes era una iniciativa bastante atractiva. Él sabía que yo soy cristiano, y continuó diciendo: «¿habrá intimidad física cada ciertos miles de años cuando tomes una pausa del culto eterno de la iglesia?».
Parecía que él conocía pocos placeres, si es que los había, mayores que la fornicación perpetua. Por eso, mi respuesta debió haber sido incomprensible: «no habrá nada de sexo en el cielo».
«¿Cómo es posible que en el cielo no haya sexo?», se le escapó la pregunta en un tono más fuerte de lo que previó. Sacudió su cabeza buscando la lógica. ¿Acaso el océano no tendrá gotas de lluvia? ¿El banquete no tendrá comida? ¿El cuerpo, su mayor deleite? Después iba a contarle que tampoco nadie sonreiría ni se reiría en el cielo. Él no podía imaginarse un cielo con menos placer que la tierra.
«¿Cómo puedes creer en un cielo así?».
Un suspiro secreto
Admito que yo también me he cuestionado la enseñanza de Jesús: «Los hijos de este siglo se casan y son dados en matrimonio. Pero los que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni son dados en matrimonio» (Lc 20:34-35). En la resurrección, el pueblo de Dios será como los ángeles del cielo: sin cónyuge ni sexo (Mt 22:30).
Como este hombre, también me he cuestionado esta omisión. No porque no pude imaginar algo más satisfactorio para la vida que el sexo; más bien, debido a que el compromiso de por vida a un cónyuge en matrimonio es también una de las mayores alegrías que se puede tener en este mundo. ¿Por qué no permanecería en la siguiente?
Luego me casé y la pregunta persistente creció. El pensamiento de ir de la unidad con ella a una relación más general con todos los santos se sentía como pasar de ser hecho a la medida a ser producido en cadena, de ser único a ser genérico. Alejar a mi esposa de mí y ponerla en la multitud se sentía como desarmar un arcoíris, separándome de mi compañera más apropiada, sin duda, de una parte de mí mismo; sacar la costilla del hombre una segunda vez.
Sexo y chocolate
Me topé con una cita de Lewis que me ayudó en la tensión. Estaba preocupado, como lo dice Lewis memorablemente, no porque la futura realidad es carente, sino porque mi imaginación y mi fe son débiles. Él escribe:
Pienso que nuestra perspectiva actual sería como la de un niño pequeño que, al decirle que el acto sexual es el mayor placer físico, inmediatamente se ve obligado a preguntar si es que comes chocolate al mismo tiempo. Al recibir un «no» como respuesta, podría considerar la ausencia de chocolates como la característica principal de la sexualidad. En vano le dirías que la razón por la que los amantes en su éxtasis no se preocupan de los chocolates es porque tienen algo mejor en lo que pensar. El niño conoce el chocolate: él no conoce lo positivo que lo excluye. Estamos en la misma posición. Conocemos la vida sexual; no conocemos, excepto en destellos, lo otro que, en el cielo, no dejará lugar para el sexo.
Quienes conocemos (o al menos se pueden imaginar) la alegría marital y el placer sexual podríamos ser tentados a pensar que el cielo es aburridísimo por excluir estas cosas. El ayuno sexual perpetuo, el aumento de profundidad relacional con tu cónyuge: ¿cómo un mundo de alegría prohibiría esos chocolates?» ¿Qué tiene Dios en contra del chocolate? Nada, nos recuerda Él; Él los creó.
En lugar de pensar que el cielo es menos interesante, nos preguntamos, como el niño en la analogía de Lewis, ¿qué tipo de felicidad tiene Dios guardada para aquellos que lo aman cuando los mayores placeres de la tierra se levantan como un recuerdo distante y olvidado? ¿Qué luz hace irrelevante la vela parpadeante? Este cielo, que el hombre no pudo entender, es el único digno de ese nombre. No tenemos alegrías de la tierra 2.0 con la ausencia de dolor. El Dios que gozosamente inventó tales éxtasis, los eclipsa para dar espacio a algo más.
Sombras brillantes
Quejarse del cielo porque perdemos algo de la tierra, aferrarse a las sombras más brillantes de la tierra con un agarre tembloroso mientras da lugar a la sustancia, es olvidar lo que viene. Incluso ahora, podemos recordarnos a nosotros mismos: los placeres del cielo amenazan con aplastar los mejores deleites de la tierra (deleites tan intoxicantes que la desaparición de ellos parece una pérdida irremplazable, un oscurecimiento del cielo). No necesitamos llenar nuestros bolsillos con golosinas y barras de chocolate a medida que vamos entrando en la cena del matrimonio del Cordero. La proclamación de Dios al final de la historia: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21:5), contiene un «nuevo» que nosotros en la tierra no podemos comprender bien.
La Biblia nos cuenta claramente que la plenitud del gozo se encuentra en la presencia del Señor (Sal 16:11). La vida eterna es conocerlo a Él (Jn 17:3). El nuevo cielo y la nueva tierra descienden con Cristo cuando Él regrese, no antes. El Reino de Dios ya se expande sobre la faz de la tierra; las puertas del infierno ya se inclinan ante la artillería de la iglesia (Mt 16:18); ya, con cada día que pasa, Dios transfiere nuevos pecadores desde el dominio de la oscuridad hacia el Reino de su amado Hijo (Col 1:13); sin embargo, nuestras vidas llegan a ser completas solo con el segundo advenimiento (Col 3:4). El cielo galopa hacia la tierra, con plenitud de gozo, fin a la muerte, derrota del pecado y la gloria de Dios, sentado en un caballo blanco.
Sin vacilar, la fe sostiene que solo Dios puede ser artífice del mejor cielo. La fe nos recuerda que Dios no entierra sus mejores gozos en un mundo caído. La fe asegura que la patria que está por venir es mejor (Heb 11:16). Gemimos, no porque vamos a gobernar en esa ciudad de eterno día sin un par de las barras de caramelo terrenales favoritas; gemimos internamente y esperamos con entusiasmo porque anhelamos la plenitud de nuestra adopción como hijos (Ro 8:23). Disfrutamos el chocolate, pero estamos hambrientos de filete. La fe nos enseña a disfrutar las cosas de la tierra teniendo en mente a Dios durante el día, y a orar de noche, teniendo expectativas como un niño: «un día más cerca, mi Señor. ¡Un día más cerca!».
Lo que el cielo ofrece
Cuando Cristo regrese, la fe no dirá, como una vez le escuché decir cruelmente a un comediante: «tan solo dame veinte minutos más». Cuando escuché eso, me aterroricé porque había yo dicho algo equivalente.
- Jesús, dame tiempo para dejar mi marca en el mundo y ¡luego de eso regresa!
- Jesús, permite que me case y envejezca, y ¡luego regresa!
- Jesús, tómate tu tiempo, ¡sé que no estarán mis barras de chocolate favoritas en el cielo!
Tengo la necesidad de recordarme a mí mismo: todo lo que es dulce en el matrimonio humano para mi coheredera en esta tierra no se perderá en última instancia, sino que será transformado. La nueva profundidad de intimidad que tendré con mi Señor (y con cada santo, incluyendo a mi esposa) mirará de vuelta a la oruga de las alegrías terrenales con cariño, pero no con deseo. Y esto hace del matrimonio y de la intoxicación de la intimidad sexual, aún más dulce ahora.
Mi vida con mi esposa, sin importar cuán preciada sea, será una sombra de lo que yo y de lo que el resto de los hijos de Dios tendremos en perfecta comunión con nuestro Señor y los unos con los otros. El matrimonio con un creyente puede ser una de las más grandes relaciones de la tierra, pero la menor relación en el cielo será más grande que la terrenal.
El retorno de Jesús en su gloria (el clímax de toda la historia humana) no será una invasión. No podemos permitir que la incredulidad establezca una señal de «no molestar» sobre el regalo más excelente de parte de nuestro Padre celestial. Disfrutamos nuestro caramelo ahora, y mientras lo hacemos, crecemos en nuestra confianza en el Padre, quien sabe cómo dar lo bueno (los mejores regalos) a sus hijos. Nuestro cielo no ofrece placer sexual, pero sí ofrece aquello que lo dejará obsoleto. Ofrece plenitud de gozo; nos ofrece a Dios mismo.