El primer año de cualquier misionero es duro, pero el mío fue inusualmente difícil. Justo después de mi llegada, el líder de mi equipo regresó a casa de manera permanente por razones médicas. Mi equipo se disolvió y me encontré a la deriva. Como soltero, con pocas relaciones de compañerismo, estaba en una posición precaria.
Afortunadamente, encontré una iglesia.
Era una iglesia del Norte de África donde no fue fácil adaptarme cultural y teológicamente, pero era una iglesia: el pueblo de Dios, comprometido a seguir juntos a Cristo bajo un liderazgo común; el pueblo de Dios, reunidos para adorar, para enseñar, para el compañerismo y las ordenanzas.
Unos meses más tarde, un nuevo equipo de misiones me acogió. Y luego pasó algo que no esperaba. Me pidieron que dejara de congregarme en la iglesia porque nuestro nuevo equipo necesitaba afianzar el vínculo. Esto me pareció raro. Pensé: «¿y qué pasa con la iglesia?». Sin embargo, me dijeron que nuestro equipo ya era una iglesia: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, ahí estoy yo» (Mt 18:20).
¿Qué estaba mal en esta sugerencia? Si bien cualquier grupo de cristianos es parte de la iglesia mundial de Cristo, los apóstoles, específicamente, esperaban que los cristianos se reunieran en iglesias locales. Estas iglesias no eran grupos ministeriales exclusivos con intereses especiales dentro del cuerpo de Cristo —una iglesia solo abierta a aquellos «con una mentalidad misionera», otra a aquellos que son entusiastas de la alabanza, otra a los que están enfocados en la teología, y otra solo a los pueblos indígenas—. En cambio, ellos dieron la bienvenida a todos los cristianos, basado en lo que tenemos en común en Cristo mismo.
Ahora, la pregunta más grande es: ¿por qué importa? Importa porque mi experiencia ilustra una realidad lamentablemente común: muchas comunidades misioneras tienen una escasa visión de la iglesia local. Nuestro equipo fue enviado al campo para plantar iglesias. Y podrías imaginar que estos misioneros plantadores tienen una visión robusta de la iglesia, y que incluso podrían insistir en ser miembros de las iglesias locales donde y cuando sea posible. Tristemente, este no es siempre el caso. No culpo a los misioneros por eso. A menudo, el costo de la educación teológica es prohibitivo y muchas iglesias que envían misioneros no la fomentan. Pero tener una baja estima por la iglesia inevitablemente causará problemas a los misioneros.
Muchos misioneros ven sus ministerios como algo primario y su involucramiento en la iglesia como algo secundario. Algunos misioneros incluso llegan a decir que unirse a una iglesia interfiere con lo que han sido enviados a hacer. Tal vez esto no debería sorprendernos —¡después de todo, los misioneros han dejado sus iglesias locales!—. Ciertamente, algunos lo hacen en detrimento de las iglesias que los han enviado, entendiendo que su misión no es simplemente formar discípulos de Jesús esparcidos por todas partes, sino reunir a esos nuevos discípulos en iglesias locales. Sin embargo, no todos los misioneros entienden esto. Y mucha de la enseñanza evangélica sobre nuestra «relación personal con Jesús» suena como que ser cristiano no es solo un asunto profundamente personal, sino que también profundamente privado: solo yo y Dios, caminando juntos en la vida.
Esta idea errónea puede convertirse fácilmente en desinterés o incluso en un desprecio por la iglesia en general. Esto ha llevado a algunos esfuerzos misioneros recientes a ignorar las críticas teológicas que hace la iglesia más amplia sobre sus métodos: deja que las personas sigan dirigiendo desde sus lugares de privilegio. Yo voy a seguir poniendo en práctica la Gran Comisión mientras ellos escriben sus ensayos académicos. Estos desprecios son peligrosos y los misioneros pueden beneficiarse mucho del aporte de la iglesia en general.
Una baja eclesiología puede causar también confusión sobre el involucramiento de los misioneros en las iglesias locales donde sirven, como sucedió en el caso de mi equipo. ¿Deberíamos congregarnos? ¿Deberíamos ser miembros? Para muchos misioneros, las respuestas prácticas son «no» y «no».
Esto es preocupante, pero lo cierto es que los misioneros no siempre están equivocados en esto. Miremos algunas de las razones que ellos dan para no involucrarse en las iglesias locales donde sirven, comenzando por las más loables.
1. «No hay iglesias en nuestro entorno pionero».
En estos casos, los misioneros deberían congregarse con cualquier otro cristiano que puedan encontrar —posiblemente solo entre ellos si no encuentran a nadie más—. Queda fuera del alcance de este artículo discutir plenamente hasta qué punto esta reunión puede ser considerada iglesia, pero debería satisfacer como sea posible la mayor cantidad de funciones que cumple una iglesia.
2. «No conozco el idioma que se habla en las iglesias locales aquí».
En algunos casos, los misioneros trabajan con grupos etnolingüísticos no alcanzados, y las únicas iglesias cercanas hablan otros idiomas que los misioneros no han aprendido. Los misioneros son libres de congregarse en estas iglesias locales, pero con bastante razón preferirán congregarse a adorar entre ellos. Deberíamos ser comprensivos con esta preocupación. Pablo escribe sobre la futilidad de adorar cuando no comprendemos: «Porque si yo oro en lenguas, mi espíritu ora, pero mi entendimiento queda sin fruto. Entonces, ¿qué? Oraré con el espíritu, pero también oraré con el entendimiento […]» (1Co 14:14-15).
3. «Mi presencia en los servicios de adoración en una iglesia local es un riesgo para la seguridad de los creyentes locales».
En estos casos, los misioneros deberían tener cuidado. En lugares con pocos extranjeros, los movimientos misioneros resaltan y podrían estar siendo monitoreados. He conocido de situaciones en las que la falta de cuidado de los misioneros puso a los creyentes locales en riesgo de ser apresados y torturados. Las congregaciones de Pablo lo mandaron lejos para su propia seguridad más de una vez, y tenemos las palabras mismas de Jesús: «Pero cuando los persigan en esta ciudad, huyan a la otra […]» (Mt 10:23). Así que hay sabiduría, al menos por un tiempo, en separarse por razones de seguridad.
4. «Trabajamos en una ciudad grande y aquí solo hay una iglesia local muy pequeña y recién plantada. Si todos los misioneros nos congregáramos ahí, superaríamos sustancialmente a los creyentes locales».
He escuchado esta preocupación en las grandes ciudades. Los misioneros plantadores de iglesias, en última instancia, tienen como objetivo enseñar y levantar ancianos locales maduros y, luego, entregar el liderazgo de la iglesia a ellos. No obstante, en las grandes ciudades, puede haber docenas de misioneros expatriados, muchos de los cuales son creyentes maduros y que incluso pueden tener formación teológica. Si ellos superan en número a la congregación local de la iglesia, esto puede frenar el crecimiento del liderazgo local.
En situaciones como esta, una gran comunidad de expatriados podría ser más prudente si formara su propia iglesia. Dije anteriormente que mi equipo de misiones no debería haberse visto como una iglesia local. Entonces, ¿por qué pensaría que un grupo más grande de misioneros debería actuar como una? La diferencia, diría, está en la no-exclusividad. Las comunidades expatriadas pueden abrir sus puertas a una comunidad más amplia —quizás, a todos los expatriados de la ciudad—, lo que mi pequeño equipo de misión no estaba planeando hacer.
Ahora, he escuchado otras razones que me dejan preocupado:
5. «Después de una dura semana en la cultura local, realmente me bendice mucho estar con otros expatriados el sábado».
En parte, lo entiendo. Es difícil lidiar con el estrés cultural. Y, por supuesto, nos sentimos «bendecidos» cuando podemos adorar junto a personas que comparten nuestra cultura. Pero esta razón, en sí misma, no logra explicar por qué no deberíamos reunirnos con una congregación local. No vamos a la iglesia principalmente para sentirnos bendecidos o para recargar energía. Participamos en la iglesia, en medio de las temporadas de ánimo y desánimo, porque es nuestra familia y la familia de Dios. La iglesia que me envió tiene un talentoso equipo de alabanza y, a menudo, escucho a la gente decir: «¡esta iglesia tiene una adoración genial!». Creo que es así. Sin embargo, creo que eso es más porque Dios está complacido con nuestra adoración que porque disfrutamos de la música.
6. «La iglesia local es espiritualmente débil, no tiene una visión evangelística y opera en maneras que son culturalmente ofensivas a las personas que quiero alcanzar. Asociarme con ellos dañará mi ministerio».
Permíteme compartir parte de mi historia para distinguir qué de esta preocupación es válida y qué no lo es.
Mi esposa y yo trabajamos en un área islámica. Existen iglesias aquí porque los cristianos del sur del país han viajado por trabajo. Estas iglesias del sur llevan a cabo sus servicios en un idioma que la mayoría de los musulmanes locales no entienden. Y los hombres y las mujeres bailan cerca uno del otro, en maneras que fácilmente podría ser percibido como sensuales, durante la adoración. Nuestros vecinos musulmanes podrían encontrar esto profundamente ofensivo.
Sin embargo, mi esposa y yo somos miembros de una de estas iglesias del sur mientras esperamos que Dios levante iglesias maduras de los esfuerzos que está haciendo nuestro equipo para plantar una iglesia entre los musulmanes locales. Somos miembros por dos razones.
Primero, a pesar de sus debilidades, nos rehusamos a estar avergonzados de nuestros hermanos y hermanas en Cristo. No me malinterpreten, ¡desearíamos que se calmaran con el baile! Pero todas las iglesias tienen debilidades. Al igual que nosotros. Sería engañosamente fácil vernos a nosotros mismos y a nuestros compañeros misioneros como una especie de «superiglesia» idealizada y ver a las iglesias locales como mediocres —especialmente cuando sus debilidades parecen impedir nuestros objetivos misionales—.
Hay casos en los que se debe evitar el contacto con iglesias locales. En los países cercanos a donde trabajamos, a veces se ha diseminado una vil retórica desde el púlpito incitando a la persecución, o incluso la masacre, de los musulmanes. En estos casos, nos rehusamos a ser asociados con esos supuestos «cristianos». Sin embargo, esto no se debe a la conveniencia evangelística, sino al pecado no arrepentido —lo suficientemente grave como para poner en duda la alianza de la iglesia con Cristo mismo—.
Segundo, nos rehusamos a avergonzarnos de las peculiaridades culturales de nuestros hermanos y hermanas, aun aquellas que son ofensivas a la gente a la que estamos ministrando. Pablo exhorta a Pedro por rehusar a asociarse con los creyentes gentiles, aunque probablemente era una preocupación ministerial —no querer ofender a los creyentes judíos— lo que lo llevó a hacerlo (Gá 2:11-14)
En última instancia, no esperamos que los nuevos creyentes de trasfondo musulman adoren en iglesias del sur que son culturalmente ofensivas y lingüísticamente incomprensibles para ellos. Pero si Dios levanta iglesias entre los musulmanes donde trabajamos, deberán relacionarse con las iglesias del sur de alguna manera. ¿Será con desprecio y distancia?
¿Ustedes se llaman cristianos, pero sus mujeres bailan durante la adoración?
O será con gracia e inclusivo:
No entendemos y hasta incluso no aprobamos todo lo que hacen, pero siguen siendo nuestros hermanos y hermanas. Nos rehusamos a estar avergonzados de ustedes.
Esto último podría incluso llevar a un diálogo constructivo entre los nuevos creyentes de trasfondo musulmanes y las iglesias ya existentes. Tal vez esto podría ayudar a los sureños en nuestra zona a aprender a evangelizar a sus vecinos más eficientemente. Nuestra membresía en una iglesia del sur nos posiciona para contribuir al diálogo, si llega a suceder.
En conclusión, hay factores que pueden prohibir que los misioneros se unan a una iglesia local. Pero nuestra configuración prefabricada debería ser: siempre que se pueda, encontraré una iglesia a la que unirme. Pablo escribe:
En esta renovación no hay distinción entre griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, Escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo, y en todos (Colosenses 3:11).
Tampoco hay misionero y no misionero, gente iluminada con una visión evangelística y gente ordinaria sin visión. El ojo no puede decirle a la mano: «No te necesito» (1Co 12:21) y los misioneros no pueden decirles a los creyentes sin dones misioneros: «No los necesitamos». Ser miembro de una iglesia puede no sentirse necesario. Por momentos, puede sentirse como un obstáculo a nuestro ministerio. No obstante, nos necesitamos unos a otros de todas maneras.
Verás, el ojo no necesita la mano primeramente para su propio bien. Ciertamente, se beneficiará de tener una mano que lo proteja, pero mucho más fundamentalmente, el ojo necesita a la mano porque el cuerpo es inútil para Cristo si fuera solo un ojo. Nos necesitamos mutuamente, en primer lugar, porque solo podemos servir a Cristo efectivamente como parte de su iglesia y, solo en segundo lugar, para nuestro propio bien. Cada imagen que la Escritura nos da de la iglesia explica esta verdad claramente. La iglesia es un cuerpo con muchas partes (1Co 12:12-13). ¿Cómo pueden las partes separadas formar un cuerpo funcional para Cristo? La iglesia es una casa, hecha de muchas piedras (Ef 2:21-22; 1P 2:5). ¿Cómo pueden las piedras esparcidas formar un templo funcional para Dios? La iglesia es una nación, formada por muchos ciudadanos (Ef 2:18-19; 1P 2:9). ¿Cómo puede una nación fracturada servir a Dios? La iglesia es una familia, formada por muchos hijos (Ro 8:15-29; Gá 4:6). ¿Cómo puede una familia distante traer gozo a Dios?
Nos necesitamos mutuamente, no solo para nuestro propio beneficio —¡aunque sí nos beneficiamos, que quede claro!—, sino porque podemos servir a Dios como Él lo desea, sirviendo juntos.