Este artículo forma parte de la serie Carta abierta publicada inicialmente en Crossway.
Querido hermano o hermana:
Las iglesias locales hieren a las personas. Las personas hieren a otras personas, por supuesto, pero ya que las iglesias son personas, las iglesias tienen la capacidad de provocar un fuerte dolor relacional.
Por la gracia de Dios, lo opuesto también es verdad. La iglesia local está diseñada por Cristo para funcionar como una fuente de ánimo y alegría para sus miembros. Espero que hayas experimentado la bendición de caminar en comunidad con un cuerpo de creyentes que Jesús usó y que ahora está usando para fortalecer tu fe y envolverte en el amor pactual.
Sin embargo, a pesar de la provisión misericordiosa de Cristo, podrías encontrarte a ti mismo sufriendo dolor en el contexto de una iglesia por la cual Jesús murió. Irónico, ¿no es así? Sólo por gracia, el Cristo resucitado está reuniendo de entre las naciones un pueblo para su nombre (Hch 2:38-39). Él nos forma en una nueva humanidad, uniéndonos a Él mismo (Ef 2:11-22; Gá 2:20). Somos adoptados como sus hijos y escogidos como su santa novia (Ro 8:14-17; Ef 5:23-32; Ap 19:6-8). Soberanamente, Él nos ubica en el cuerpo para completarnos mutuamente (1Co 12:12-27). Cuán irónico es, entonces, que relacionarnos con el pueblo de Dios pueda resultar en un dolor tan profundo.
Irónico, pero no misterioso. Mientras más cercana sea la relación humana, más dolor sufrimos cuando esa relación falla. Rutinariamente, vemos esto en las familias. Es la razón por la que el divorcio, la rebeldía de un hijo, la enemistad familiar, el descuido y otras por el estilo son dolores tan amargos. Mientras más cercana sea la relación, mayor es el potencial no sólo para el gozo, sino que también para la tristeza.
En la familia espiritual de la iglesia local, este dolor a menudo proviene de alguna ofensa personal: un miembro es injusto con otro. En otras ocasiones, el problema es más comunitario en su naturaleza: la salida de un líder, un cambio en la política, una dirección ministerial alterada que parece traicionar mucho de lo que una vez amaste de tu iglesia y cosas similares.
No es difícil identificar la fuente del dolor que sufrimos en el contexto de un cuerpo de creyentes. Es considerablemente más difícil responder a ese dolor de maneras que honren a Dios.
No pases por alto esta parte de «honrar a Dios». El individualismo expresivo nos programa para sentir nuestro dolor mientras evitamos preguntas difíciles sobre nuestras respuestas a ello. «Los sentimientos de dolor son tan naturales como tiritar de frío en un día invernal», nos asegura nuestro mundo terapéutico. «Por lo tanto, cómo nos sentimos respecto al maltrato de alguien hacia mí o cómo me siento respecto a un cambio de un ministerio hiriente se convierte no sólo en mi responsabilidad de asumirlo, sino que en la obligación de todos los demás de afirmarlo».
La Biblia no nos aconseja en esta dirección. Al contrario, nos llama a responder a semejante dolor con una devoción para amar a otros y para glorificar a Cristo en su iglesia. Esto significa que a pesar de cuán terrible pueda sentirme, la fama de Cristo continúa siendo de suprema importancia. Por lo tanto, mis afectos por su honor en la asamblea nunca deben caer por debajo de los afectos por el mío propio. Y si eso ocurre, es probable que provoque tanto daño en el futuro como el que he sufrido en el pasado.
A nuestro Redentor nunca le sorprende el pecado, tampoco nos ha prometido una iglesia que esté libre de él. Cada familia de la iglesia hiere a personas de una manera u otra. Lo que el Señor ha hecho es armarnos con hábitos de respuesta sabios y que honran a Cristo. Aunque no es una lista exhaustiva, considera las siguientes disciplinas. Son vitales para la salud de las iglesias, la madurez de los miembros y tu bienestar espiritual.
En primer lugar, aprende a retrasar el juicio (Pr 18:13). Cuando sientas que han sido injustos contigo, trabaja para reemplazar el instinto de correr al juicio con una evaluación paciente y sensata de los hechos. La percepción de que alguien ha sido injusto contigo no te asegura la autoridad soberana de determinar la realidad con respecto a ti mismo o a tu ofensor. Permite que el pasar del tiempo descubra los hechos que podrían iluminar una evaluación más precisa de los eventos. Busca la verdad con precisión, pues la verdad le importa a Dios.
En segundo lugar, cuando alguien te ofende, encomiéndate a Dios en oración (1P 2:23). Esto parece más fácil de lo que es. Cuando un miembro de la iglesia es injusto con nosotros o una iglesia nos desilusiona, naturalmente nuestra mente se llena con respuestas autosuficientes. Debemos dejar nuestras armas carnales y entregarle nuestras ofensas a nuestro defensor celestial en oración. Es sabio admitir desde el principio que esta es la batalla de Dios más que la tuya. Su honor principalmente está en juego, no el tuyo.
En tercer lugar, evalúa cuidadosamente los deseos de tu corazón. Esto es desafiante cuando tu corazón está dolido bajo el peso de la ofensa o de la desilusión. No obstante, es importante acortar distancia entre el primer bocado amargo de la pena y el primer momento de autoanálisis lúcido. Aprende a preguntarte: «¿qué es lo que más quiero ahora?». Al disciplinarme a mí mismo para hacerme esta pregunta, he aprendido que la mayoría de las ofensas que he sufrido en el ministerio nunca habrían ocurrido lejos del pecado que reside en mí. Este es un descubrimiento para nada grato, lo admito. Asimismo ha demostrado ser extraordinariamente beneficioso.
En cuarto lugar, busca el perdón y la reconciliación con tu ofensor. Si bien hay ocasiones en las que podemos cubrir el pecado con amor (Pr 19:11; 1P 4:9), sufrir el profundo dolor relacional es rara vez uno de esos momentos. Jesús pone la responsabilidad en la parte ofendida para iniciar la conversación (Mt 18:15; Lc 17:3-4). Él no tiene idea de la creencia común que dicta: «él fue injusto conmigo, por lo que le corresponde a él acercarse a mí y pedirme perdón». La obra reconciliadora de Jesús se mueve hacia sus ofensores. Para seguir su liderazgo en búsqueda de reconciliación del Evangelio, debo amar la salud de la iglesia de Jesús más que el placer de cuidar mis heridas. Debo buscar perdonar, principalmente no para que pueda sentirme mejor, sino para lograr la victoria de la reconciliación con mi hermano o hermana con quien estoy alejado.
Estas cuatro prácticas no necesariamente aliviarán tu sufrimiento. Algunos de ellos en realidad acrecentarán tu dolor. Pero ¿ahora qué? Al haber respondido bíblicamente, ¿qué vas a hacer con un corazón dolido que continúa sufriendo?
Primero, como los salmistas manifiestan, enfrenta tu dolor al describirlo de la manera más precisa posible. Un terror indescriptible es doblemente aterrador. No te propongas meramente resistir. No minimices tu sufrimiento, no lo ignores ni permitas alimentar una raíz de amargura en tu corazón. Al contrario, nómbralo; al nombrarlo, reduces su tamaño.
Segundo, pon tu dolor en tiempo y espacio. Si no observas sus límites espaciales, falsamente le asignarás atributos divinos. Alégrate de que tiene vida útil. Sólo Dios perdura para siempre. Aprecia el hábito que construye la fe de esperar pacientemente el alivio del Señor, aun si ese alivio se retrasa hasta que veas su rostro.
Tercero, predica buenos sermones a tu mente. Medita en la Palabra revelada de Dios y habla ese consejo a tu alma. Los sentimientos heridos son muy reales, pero no tienen el poder de llevarte a la esperanza del Evangelio. La Escritura sí y la Escritura lo hará.
Cuarto, ora y sigue orando aun cuando pareciera que Dios no está escuchando, especialmente cuando parece que no está escuchando. De nuevo, los salmistas de Israel exhiben este hábito. Aun cuando pareciera que Dios había escondido su rostro de ellos, siguieron orando en la oscuridad hasta que la luz regresó.
Cinco, reconoce que Dios a menudo usa la desilusión para liberarnos de la idolatría que, de otra manera, podrían descarrilar nuestra fe en Él. La desilusión nos libera de las ilusiones acerca de lo que otros deben ser o de lo que deben hacer. Cuando semejantes ilusiones permanecen intactas, pueden enredar nuestros corazones con satisfacción idólatra en cómo son las cosas. Cuando esas ilusiones son reventadas, vemos la realidad con más claridad y no ponemos nuestra esperanza en lo que esperamos de otros, sino que en las promesas de Dios.
Finalmente, pon tus ojos en la eternidad. Este no es un medio para ignorar la realidad, sino que la única manera de enfrentarla verdaderamente. Habrá un día en el que todo el dolor que sufres debido a la presencia del pecado y Satanás desaparecerá. Enfócate más en tu futura rendición de cuentas ante Cristo que en aquellos que te fallarán en la tierra. Sobre todo, confía en el Señor que promete nunca dejar ni abandonar a sus hijos (Heb 13:5).
Las iglesias locales hieren a las personas. Afortunadamente, el Señor de la iglesia un día enjugará toda lágrima, incluyendo las tuyas. Por ahora, Él nos llama a resistir el sufrimiento fielmente, por el bien de la iglesia por la cual Él murió, y en busca de su: «Bien, siervo bueno y fiel». Al final, en el fondo, nada más importa.
Contigo en Cristo,
Dan