Como cristianos sostenemos que la Biblia es la Palabra de Dios. Reconocemos que, en último término, las Escrituras son idea de Dios y que Él inspiró a los autores humanos a escribirlas para el bien de aquellos que las leen (2P 1:20-21). Reconocemos correctamente que la Biblia es la autoridad final para la vida cristiana. Sin embargo, esto plantea una especie de desafío: ¿Cómo podemos interpretar correctamente la Biblia en un escenario moderno considerando que ni sus escritores ni su público original fueron gente de la época moderna? ¿Cómo podemos tomar estas antiguas palabras de revelación autoritativa y aplicarlas bien a situaciones contemporáneas? A medida que nuestra sociedad cambia y parece cada vez más deseosa de abandonar las costumbres cristianas, esto se convierte en un asunto cada día más apremiante.
Uno de los desafíos particulares que enfrentamos al respecto es la forma en que aplicamos las leyes del Antiguo Testamento a la iglesia y la sociedad actual. A medida que leemos el Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia), nos encontramos con leyes sobre diversos aspectos de la vida y, a menudo, apelamos a ellas en discusiones sobre conducta cristiana y la ética de la sociedad en general. Recitamos los Diez Mandamientos en nuestra liturgia como una declaración de las rectas normas de Dios. Sostenemos la obligatoriedad actual de algunas leyes (p. ej. no asesinar) pero renunciamos a otras (p. ej. prohibiciones contra la ingesta de ciertos alimentos). Esto puede crear un dilema serio porque, en la superficie, parece un enfoque arbitrario —una retención puramente selectiva de aquellas leyes que nos convienen y el rechazo de aquellas que no—. En verdad, así es como muchos caricaturizan nuestro manejo de la Escritura. Desafortunadamente, en muchos casos tienen razón. No hemos pensado de una manera lo suficientemente cuidadosa en la interpretación de las leyes del Antiguo Testamento para asegurarnos de no proceder arbitrariamente. Debemos hacer justicia a estas leyes como partes esenciales de la palabra autoritativa de Dios para nosotros, y eso significa tener una base racional para interpretarlas.
Un método popularmente adoptado consiste en dividir la ley en tres categorías: (1) leyes civiles relacionadas con la vida de Israel como una entidad nacional en los tiempos antiguos; (2) leyes ceremoniales concernientes a la forma en que Israel adoraba a Dios en el tabernáculo o en el templo; y (3) leyes morales que indican los estándares éticos que Dios desea ver en la gente. De acuerdo a este esquema, se piensa que las leyes civiles y ceremoniales ya no se aplican a los cristianos porque se han cumplido en Cristo, mientras que las leyes morales continúan en vigor porque los estándares de Dios no han cambiado. En consecuencia, esta visión toma muy en serio el cumplimiento del Antiguo Testamento por parte de Jesús y los altos estándares éticos de los creyentes.
No obstante, este enfoque presenta algunos problemas. Primero, la ley misma no hace esta clase de distinción triple. Las leyes constituyen juntas un todo singular. Aunque podemos seguir dividiéndolas para analizarlas, se vuelve fácil tomar estas divisiones como rasgos absolutos de la ley en lugar de verlas como herramientas útiles. Es un poco como si tomáramos una casa de tres habitaciones y la tratáramos como si fueran tres casas distintas. Segundo, el Nuevo Testamento ve a Jesús como el cumplimiento de la ley en su totalidad y no sólo de dos partes de ella. Y tercero, la ley es propuesta como un todo-o-nada. Esto queda demostrado en la interacción de Pablo con los creyentes gentiles de Galacia. Cuando los judaizantes llegaron a Galacia e instaron a los creyentes gentiles a recibir la circuncisión para ser parte del pueblo de Dios, Pablo reaccionó enérgicamente. Les dijo a los gálatas que, si querían caracterizarse por observar la ley, debían guardar todas las leyes y no sólo partes de ella (Gá 5:3). Sin embargo, de todos modos esto sería inútil puesto que, en último término, nadie puede justificarse mediante la ley (Gá 3:11). No obstante, Pablo también afirma que, cuando los cristianos andan según el Espíritu que han recibido (Gá 5:16, 25) y aman a su prójimo como a sí mismos, cumplen la ley entera —y no sólo una parte de ella (Gá 5:14)—. Trozar la ley en rebanadas aplicables y no aplicables simplemente no le hace justicia.
¿De qué manera, entonces, deberíamos acercarnos a la ley como cristianos? Contestar esta pregunta requeriría extendernos mucho más de lo que este artículo permite. Sin embargo, a continuación expongo algunos principios e ideas vitales para comenzar al considerar el lugar de la ley en la actualidad.
Tipos de leyes
Es útil entender la naturaleza de las leyes que encontramos en la Biblia. Hay dos grandes tipos de leyes. Las primeras son las leyes «apodícticas», que definen sencillamente lo que la gente debe o no debe hacer. Los mejores ejemplos de esto son los Diez Mandamientos (Dt 5:6-21). El segundo tipo corresponde a las leyes «casuísticas». Éstas no comunican «haz esto» o «no hagas aquello», sino que describen casos hipotéticos y aconsejan cómo manejarlos. A partir de ellos, los lectores pueden derivar principios aplicables en otros escenarios. Es importante que notemos esto porque las leyes casuísticas no son exhaustivas. No exploran todas las posibles situaciones alternativas que las personas pueden encontrarse. Son ejemplos presentados de manera simple. Es fácil pensar que las leyes casuísticas son simplistas, injustas, o que contienen numerosas lagunas, pero eso es tratarlas como leyes apodícticas o malinterpretarlas como si fuesen exhaustivas. La naturaleza hipotética de ellas implica también que es invaluable entender la cultura antigua que proveyó el contexto de dichas leyes. Sin ese contexto, puede ser fácil malinterpretar la intención de ellas.
El antiguo pacto
Dios dio leyes a su antiguo pueblo, Israel. Estas leyes fueron parte de su antiguo pacto, a través del cual Él estableció una clase particular de relación: Dios era el «jefe de estado» de Israel y ellos eran su sociedad nacional al interior de la tierra que Él les dio. El antiguo pacto se trató de establecer y mantener una nación, lo cual hacía que las leyes fueran apropiadas para darle un orden a la relación pactual. Esto es muy diferente a nuestra situación actual como cristianos. Jesús ha establecido un nuevo pacto en el cual nos relacionamos con Dios no como ciudadanos frente a un jefe de estado, sino como hijos frente a un Padre celestial. Hemos llegado a ser una familia, lo cual explica por qué los cristianos nos relacionamos unos con otros no meramente como «prójimos» sino como «hermanos y hermanas». Aunque nuestras relaciones con Dios y con los demás aún exigen un orden para funcionar bien, las leyes son en realidad un medio inapropiado para alcanzar esto. Una familia cuyas relaciones hacen necesario imponer leyes no está funcionando de manera saludable. Una familia funciona bien cuando sus miembros comparten una identidad inherente que les vincula inextricablemente en amor. Más que el deber, lo que hace que una familia funcione bien es el afecto. Una nación, sin embargo, exige un nivel de orden basado en la obediencia. Entender las diferentes dinámicas necesarias para conducir una familia y una nación nos da una cierta ventaja estratégica para entender la base de algunas de las leyes del Antiguo Testamento y cómo pueden relacionarse hoy con nosotros.
El propósito de la ley
La ley no se trataba de salvar a una persona para la vida eterna. Más bien se trataba de capacitar a una persona para ser un buen ciudadano del Israel del antiguo pacto al interior de la tierra. El apóstol Pablo, por ejemplo, podía jactarse de ser intachable con respecto a la rectitud que procede de la ley (Fil 3:6). Sin embargo, este tipo de rectitud sólo le permitía ser un buen «hebreo de hebreos» —un ciudadano de Israel, pero no necesariamente un ciudadano del cielo—. Es por esto que él consideraba dichas credenciales como pérdida dado su propósito de conocer a Cristo y tener la rectitud que se obtiene por medio de la fe en Él (Fil 3:9). Este es un nuevo tipo de rectitud, desvinculada de la ley, aunque la ley y los profetas testificaron de ella (Ro 3:21). Sólo Cristo puede salvar para vida eterna. Los cristianos no estamos bajo el antiguo pacto, así que no se nos exige vivir como una entidad nacional dentro de un territorio en particular. En lugar de eso, estamos bajo el nuevo pacto, que nos permite relacionarnos con Dios como nuestro Padre sin importar nuestra etnia. Esto significa que hoy no debemos imponer la ley del Antiguo Testamento a los cristianos. No es necesaria para la salvación ni para la identidad cristiana. Sólo Cristo es necesario para la salvación.
Amor contracultural
Otras culturas del antiguo Cercano Oriente tenían códigos legales. El Código de Hammurabi, de Babilonia (c. 1750 a. C.), es uno de los más conocidos. Algunas leyes de estos códigos guardan una notable semejanza con las que encontramos en el Antiguo Testamento. Un ejemplo es la «ley del talión», según la cual el crimen recibe un castigo proporcional: ojo por ojo, y diente por diente (ver Éx 21:23-25). Sin embargo, hay también algunas diferencias evidentes. Por ejemplo, el código de Hammurabi estipula que nadie debe esconder a un esclavo que se ha escapado sino que debe devolverlo inmediatamente a su amo. Aquí, sin embargo, la ley de Dios es profundamente contracultural. Estipula que, si un animal escapa de su dueño, quien lo halla debe hacer todo lo que esté a su alcance para devolverlo (Dt 22:1-3), pero si un esclavo escapa de su amo, los israelitas no deben devolverlo a su amo sino permitirle que viva entre ellos (Dt 23:15-16). En otras palabras, la ley no ve a los esclavos como propiedad sino como seres humanos con un derecho inherente a la libertad personal. Es por esto que Israel sólo debía considerar la esclavitud como una medida temporal para saldar deudas (Dt 15:12-15). Cuando consideramos la visión que el mundo antiguo tenía de los esclavos como bienes muebles prescindibles, la ley de Dios es contracultural. Siembra las semillas de la compasión y la dignidad que finalmente inspirarían a personas como William Wilberforce a poner fin a la institución de la esclavitud. La ley esboza los deberes de Israel pero su centro es el amor al prójimo. Este debería ser un principio guía para analizarla.
Este aspecto contracultural de la ley no se trata simplemente de que Israel sea diferente a las demás naciones con el fin de ser diferente. Como hemos visto, Israel tenía leyes en común con sus vecinos. Más bien se trataba de establecer prácticas y políticas que reflejaran la justicia, la rectitud y el amor de Dios. La ley busca tratar a la gente como personas que se relacionan con otras. Esto no es lo mismo que tratar a la gente de forma individualista —como unidades singulares sin referencia a otras—. Se trata de promover la calidad de persona y el bienestar relacional. Es por esto que llama a los poderosos de la sociedad a usar su poder para servir amorosamente a los débiles, usualmente caracterizados como huérfanos, viudas y extranjeros (p. ej. Dt 10:18). En una sociedad antigua que carecía de muchas de las infraestructuras sociales y políticas que hoy disfrutamos en Occidente, este era un mensaje crucial.
El mismo Dios en un contexto diferente
El Dios que dio la ley a Israel es el mismo Dios que ha hablado y actuado en Jesucristo. Adoramos a la misma deidad que el Israel del antiguo pacto adoró (o, mejor dicho, debió haber adorado). Sin embargo, aunque Dios mismo no ha cambiado, nuestra comprensión de Dios es, de hecho, diferente a la que tuvo Israel. En los tiempos del Antiguo Testamento Dios aún estaba en el proceso de autorrevelarse. Es por esto que a lo largo del tiempo envió profetas a Israel e Israel tuvo que ir adaptándose a esta revelación que iba desplegándose. Nosotros, sin embargo, vivimos después de la finalización de la revelación de Dios en Cristo. La ley no fue la última palabra de Dios —Cristo lo fue—. No tomar en cuenta a Cristo es como interrumpir a Dios en la mitad de la frase y no dejarlo hablar. Puede ser atrevido y conducir a malentendidos.
Por lo tanto, a medida que interpretamos la ley del Antiguo Testamento, debemos apreciar la diferencia de contexto histórico y teológico entre Israel y nosotros. Debemos sentir la diferencia entre «a. C.» y «d. C.». Sin embargo, también debemos reconocer que Dios no ha cambiado. Esto significa que deberíamos poder ver una coherencia entre la ley dada a Israel y lo que Dios requiere de nosotros hoy, pero esta coherencia se sitúa en el carácter de Dios y no en las leyes mismas. Aunque ya (técnicamente) no tenemos la institución de la esclavitud, las leyes de la esclavitud aún deberían hablarnos de un Dios que valora la dignidad y la libertad humana y que pone a las personas por sobre la economía. Y aunque, en cuanto a la historia de la salvación, estamos en un contexto diferente al del Israel del antiguo pacto, hay algunas cosas que no han cambiado. Por ejemplo, la naturaleza humana sigue siendo la misma. Nuestra capacidad de pecar, nuestra composición biológica y nuestras limitaciones personales no han cambiado. Aunque nuestro contexto puede ser diferente al del Israel del antiguo pacto, nuestra necesidad de Dios y de su revelación no lo es.
El cambio de contexto histórico y teológico demuestra que la ley no es una revelación atemporal. Fue, más bien, una revelación en la historia. Pablo describe la ley como el tutor de Israel que fue puesto hasta que llegara la etapa de madurez y cumplimiento —el tiempo de Cristo (Gá 4:1-7)—. Para los cristianos, entonces, hoy la ley no es obligatoria como tal. Sin embargo, esto no significa que la autoridad de la ley de Dios haya expirado. La ley sigue siendo la palabra de Dios como siempre lo fue, porque aún nos habla del Dios que adoramos, y de nuestros antepasados en el pueblo de Dios. Sin embargo, hoy nos habla como profecía y sabiduría más que como ley. Testifica del Dios que hoy conocemos como nuestro Padre. Testifica de su rectitud, justicia y amor. Nos provee el marco para entender las relaciones de Dios con su pueblo en épocas pasadas, y al hacerlo, sigue proveyéndonos sabiduría sobre lo que agrada a Dios. La ley es como un árbol alto cuya sombra se ha desplazado a lo largo del día. Ahora arroja una sombra diferente sobre un paisaje diferente, pero es el mismo árbol que era en la mañana. Y siendo así, podemos respaldar la verdad de las palabras de Pablo a Timoteo cuando se trata de la ley: «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra» (2Ti 3:16–17).