Rev. Daniel R. Hyde es pastor de Oceanside Reformed Church en Oceanside, California. Es autor de God in Our Midst [Dios en nuestro medio] y Welcome to a Reformed Church [Bienvenido a una Iglesia Reformada].
La iglesia no es un restaurante de autoservicio
Este extracto fue tomado de God in Our Midst [Dios en nuestro medio], escrito por Daniel Hyde. Mira la serie de enseñanzas aquí [disponibles solo en inglés].
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
Las marcas de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
Las marcas de una verdadera iglesia: la ejecución de la disciplina de la iglesia
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
Las marcas de una iglesia verdadera
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
Las marcas de una iglesia verdadera: la predicación pura del Evangelio
Vemos esto en el ejemplo de nuestro Señor, quien comenzó su ministerio terrenal predicando —«Desde entonces Jesús comenzó a predicar: "Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado"» (Mt 4:17)— y lo concluyó enviando a sus apóstoles a predicar y continuar su obra —«Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:19-20)—.
El apóstol Pablo aborda la importancia de predicar la doctrina de la justificación cuando dijo:
¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: «¡CUÁN HERMOSOS SON LOS PIES DE LOS QUE ANUNCIAN EL EVANGELIO DEL BIEN!» Sin embargo, no todos hicieron caso al evangelio, porque Isaías dice: «SEÑOR, ¿QUIÉN HA CREÍDO A NUESTRO ANUNCIO?». Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Romanos 10:14-17).Para predicar el Evangelio puramente, un ministro debe predicar que los pecadores son justificados solo por la gracia gratuita de Dios, la cual es recibida solo por fe, que en sí misma es un regalo de Dios y se pone y reposa únicamente en Jesucristo, el Justo. Las iglesias deben asegurar que aquellos que están en las bancas entiendan, en las palabras del famoso himno My hope is built in Jesus’ blood and righteousness, que nuestra «esperanza no se encuentra en ningún otro lugar que no sea en la sangre y la justicia de Jesús». Fue la pérdida de esta verdad en la Iglesia Católica Romana lo que preocupó a los reformadores. Como dijo el reformador italiano Peter Martyr Vermigli (1499-1562) sobre la iglesia católica, «sin duda han corrompido la doctrina, puesto que niegan lo que afirma la Escritura: que somos justificados solo por la fe». Los reformadores entendieron que la justificación será predicada puramente cuando la Palabra sea «maneja[da] con precisión» (2Ti 2:15). Una parte del uso correcto de la Palabra implica reconocer que tiene estos dos elementos: la ley y el Evangelio. La ley debe ser predicada en todo su espanto, mientras que el Evangelio debe predicarse en todo su consuelo, pues hace lo que la ley no puede hacer (Ro 8:3-4; CD, 3/4.6). En pocas palabras, los reformadores nos enseñaron a predicar a Cristo crucificado (1Co 1:23). Si una iglesia predica cualquier otro «evangelio», ya sea explícitamente fe más obras o una versión insidiosa de «entra por fe, permanece por obediencia», esa iglesia no actúa conforme a la «enseñanza de Cristo» (2Jn 9), sino que conforme al falso anticristo. Cualquier otra cosa aparte de la doctrina de la justificación sola fide es lo que Pablo denominó «un evangelio diferente» (Ga 1:6), lo que conlleva ser un eterno anatema (Ga 1:8-9). La próxima semana consideraremos la segunda marca de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
El Día del Señor es un regalo de Dios
De la creación a la nueva creación
Desde la creación hasta Cristo, el pueblo de Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. Esto era una imagen de su espera por el descanso eterno. El séptimo día de la creación no fue estructurado con «una tarde y una mañana» como los seis días previos (Gn 2:1-3), lo cual significó que el séptimo día no tenía fin y por consiguiente era un anticipo de la eternidad misma. Por otro lado, desde la obra de Cristo hasta su consumación, el pueblo de Dios ha descansado el primer día y trabajado los seis siguientes, mirando hacia la obra consumada de Cristo. Y así nosotros también esperamos la consumación completa de este descanso. Cuando nuestro Señor yacía en la tumba desde la tarde el viernes hasta el domingo temprano en la mañana, el orden viejo de las cosas fue enterrado con él; cuando resucitó, él comenzó un nuevo orden de las cosas. Es por esto que el Evangelio de Juan habla del primer día de la semana como el octavo día, literalmente, «ocho días después» (20:26). No era solo el comienzo de otra semana, sino que de hecho, un nuevo comienzo. Esto porque la resurrección de Cristo era la primicia de la resurrección final de todas las cosas (Ro 8:18-25; 1Co 15:23). En el Día del Señor, nuestra adoración es una conmemoración de la obra alcanzada de Cristo y su triunfante resurrección, y una anticipación del día de la nueva creación, cuando el Señor haga todas las cosas nuevas (Ap 21:4-5). Pero también es una participación en la era venidera que ya está presente en este tiempo. Cómo dice Pablo, «...ha llegado el fin de los siglos» (1Co 10:11) sobre nosotros. Hemos entrado en el reposo del sábado, según nos dice el autor de Hebreos: «porque los que hemos creído entramos en ese reposo… pues el que ha entrado a su reposo, él mismo ha reposado de sus obras, como Dios ha reposado de las suyas» (Heb 4:3, 10).Dejemos que el Día del Señor nos estructure
Todo esto nos enseña que en vez de ver el Día del Señor como una regla que reprime nuestros «fines de semana», necesitamos verlo como un regalo de Dios que en realidad estructura nuestras vidas. La práctica del Día del Señor no es legalismo, sino que es una parte de nuestra devoción, proveyéndonos descanso físico y espiritual. Santificamos el día porque no pertenecemos a esta era que es pasajera sino que a la gloriosa era que vendrá. Necesitamos reconocer, entonces, que el domingo es el Día del Señor y no la mañana del Señor (o, tristemente, la hora del Señor), de la misma manera que el sábado era un día de reposo. Cómo cristianos, hemos sido liberados de la «tierra de Egipto,... de la casa de servidumbre» (Ex 20:2; Dt 5:6), que es el poder esclavizante del pecado y Satanás. Ahora somos «siervos de Dios» (Ro 6:22). Como sus siervos, debemos darnos como sacrificio en adoración a Dios, por medio de Cristo, en el poder del Espíritu (Ro 12:1-2; Ef 2:18). Debemos apartar el Día del Señor para recordar nuestra creación (Ex 20:11) y nuestra nueva creación (Dt 5:15) en adoración pública. Esto es lo que dice el Catecismo de Heidelberg cuando responde esta pregunta, «¿Qué ordena Dios en el cuarto mandamiento?» Noten que la respuesta no contiene una lista variada de «cosas que hacer» y «cosas que no hacer», simplemente dice:Primero, que el ministerio de la Palabra y la enseñanza sean mantenidos, y que yo frecuente asiduamente la iglesia, la congregación de Dios, sobre todo el día de reposo, para oír la Palabra de Dios y participar de los santos sacramentos; para invocar públicamente al Señor, y para contribuir cristianamente a ayudar a los necesitados. (Pregunta y respuesta 103).Puesto que el domingo es el Día del Señor, es su voluntad para nosotros que frecuentemos asiduamente la iglesia, «no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros , y mucho más al ver que el día se acerca» (Heb 10:25). Esta diligencia en anticipación del día final es vista en los primeros cristianos quienes, «se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración» (Hch 2:42). Apartar el domingo significa que debemos comprometernos a descansar y a adorar agradecidamente al Dios trino porque pertenecemos a Cristo, no a nosotros mismos (Catecismo de Heidelberg, Pregunta y respuesta 1). El Día del Señor es el día en el que Jesús nos lleva a nuestro Padre, nos pone en sus manos y nos alimenta con la comida del Espíritu Santo para nuestras almas, la predicación del Evangelio y los sacramentos. Entonces, no existe nada mejor que podamos hacer en el Día del Señor que reunirnos como pueblo para adorar juntos a nuestro Dios del pacto y recibir sus medios oficiales de gracia. Como el anglicano J. C. Ryle dijo elocuentemente:
Nunca te ausentes de la casa del Señor los domingos, sin una buena razón (nunca te pierdas la Cena del Señor cuando es servida en nuestra congregación), nunca dejes que tu lugar esté vacío cuando los medios de gracia están presentes, pues esta es una forma de ser un cristiano próspero y camino a la madurez. El mismísimo sermón que nos perdemos sin necesidad, puede contener una palabra preciosa para nuestras almas. La sola reunión para la oración y la adoración que nos perdemos, podría ser la misma reunión que habría animado, fortalecido y avivado nuestros corazones.