Estaba limpiando las manillas de las puertas con toallitas desinfectantes, lavándome las manos con agua extremadamente caliente, saludando a la distancia tímidamente solo esperando que nadie se acercara. Esfuerzos hechos para mantener alejados los asquerosos gérmenes que parecían estar arrasando con cada familia del país. Con la epidemia de la influenza propagándose y causando estragos en Estados Unidos, he observado en mí y en otras mamás un temor que yace justo bajo la superficie, a menudo, manifestándose con preocupación en discusiones en Facebook y en publicaciones reaccionarias en Instagram. Las redes sociales parecen estar exacerbando esta tendencia hacia el temor, incluso dentro de círculos de mujeres cristianas. Aunque en lo más profundo quisiera excluirme de la comunión de la comunidad y transformarme en una ermitaña hasta el verano, me doy cuenta de que la raíz de este temor me fuerza a recordar las verdades bíblicas que me señalan hacia el fundamento de mi fe: Jesucristo.
Dios es nuestra esperanza
Seremos un constante fracaso emocional si nuestra esperanza se encuentra en nuestras circunstancias actuales. Si no es la influenza lo que nos tiene preocupadas, podría ser un cáncer o un accidente automovilístico. Nuestra imaginación es el único límite. Los niños nunca tendrán una edad en la que superaremos nuestros temores por ellos; las circunstancias en las que nos encontramos teniendo temor simplemente cambiarán de forma. Es por esto que la esperanza debe estar cimentada en algo mayor que en nuestras circunstancias actuales libres de influenza. Si no lo es, siempre estaremos llenas de ansiedad y de preocupaciones. Cuando nuestra ancla se encuentra en cualquier cosa menos en Cristo nos hacemos como «[…] un hombre insensato que edificó su casa sobre la arena; y cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y azotaron aquella casa; y cayó, y grande fue su destrucción» (Mt 7:26b-27).
La Palabra de Dios está llena de esperanza. Debemos lanzar nuestra ancla a esa fuente de bondad que nunca se acaba. Job reconoció esto al decir: «Yo sé que Tú puedes hacer todas las cosas, y que ninguno de tus propósitos puede ser frustrado» (Job 42:2).
Dios es nuestro creador soberano
Aunque somos tentadas a creer que nuestros hijos son nuestros, debemos recordar que finalmente le pertenecen a Dios: «Porque en Él fueron creadas todas las cosas, tanto en los cielos como en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos o dominios o poderes o autoridades; todo ha sido creado por medio de Él y para Él» (Col 1:16).
Dios conoce a nuestros hijos desde antes que nosotras; antes de que incluso conociéramos a nuestros hijos o supiéramos de su existencia, Dios ya los conocía (Jer 1:5). Una comprensión de esta verdad derrama agua que extingue el fuego del temor que quiere arrasar en mi corazón. Dios es el creador, no yo. Esta verdad trae libertad de la mentira que induce ansiedad de que nuestros hijos son nuestros. Solo se nos han confiado como un regalo de nuestro Señor (Sal 127:3). A medida que Dios permea nuestros pensamientos, nos encontraremos confiando en Él con nuestra propia capacidad de cuidar a nuestros hijos.
Dios es nuestro soberano protector
Dios no solo creó a los hijos según su plan soberano, sino que también esos planes son siempre llevados a cabo (Is 46:8-11) con su protección prometida y sabiduría infinita (Is 41:10). El salmista confiadamente declara esta verdad:
Mi ayuda viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra. No permitirá que tu pie resbale; no se adormecerá el que te guarda […] El Señor es tu guardador; el Señor es tu sombra a tu mano derecha […] Él guardará tu alma. El Señor guardará tu salida y tu entrada. Desde ahora y para siempre (Salmos 121:2-8).
Dios puede librarnos de cualquier cosa, incluso de la influenza. Sin embargo, ser librada de la influenza o de cualquier enfermedad, en realidad, no es donde ponemos nuestra más grande esperanza. De hecho, quizás no seamos liberadas de la enfermedad en lo absoluto, pero podemos confiar en la protección y la sabiduría de su plan; aunque sea doloroso.
El plan de Dios es más grande que el nuestro
Nadie jamás planea enfermarse. Siempre es un inconveniente. La comodidad, la tranquilidad y la salud son siempre mi plan, pero el plan de Dios es más grande, me apunta hacia Él. Dios usa fuego refinador para moldear a los cristianos a la imagen de Cristo. El salmista describe este proceso: «Porque Tú nos has probado, oh Dios; nos has refinado como se refina la plata» (Sal 66:10).
Pedro describe las pruebas de manera similar en términos de refinar oro (1P 1:6b-7). Este proceso purifica el metal y lo lleva a su forma más valiosa. Las pruebas y el sufrimiento tienen un propósito mayor para refinarnos. El destacado predicador Charles Haddon Spurgeon dijo: «Debemos esperar la prueba porque esta es el elemento de la fe. La fe sin prueba es como un diamante en bruto, cuyo brillo nunca ha sido visto. Un pez sin agua o un ave sin aire es la fe sin pruebas».
Debido a que Dios está trabajando continuamente para nuestro mayor bien, necesitamos no temerle a nada en esta vida (eso incluye a la influenza). Podemos descansar en su infinita sabiduría, incluso si no entendemos de qué manera su plan es mejor (Is 55:9), y confiar en el poder del Espíritu que obra en nosotros para quitar el temor y la ansiedad (Ef 3:20).
Cuando somos tentadas con el temor y la ansiedad, recuerda cristiana, estás siendo salvada de algo muchísimo más grande que los gérmenes. La liberación de los gérmenes es una liberación temporal y física. La liberación del pecado es una liberación permanente y espiritual: «Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro 6:23).
La influenza es un recordatorio para nosotras de que el pecado ha afectado todo en este mundo. Sin embargo, Dios es un escudo y una barrera mucho más grande que los cubrebocas, que los guantes de látex y que el desinfectante de manos. Él es nuestra esperanza, nuestro Creador y protector soberano, y sus planes para refinarnos son buenos, aunque no siempre los entendamos. Descansa en Él y confía en Él. En tu salud, corre al Dios que te creó a ti y a tus hijos y lánzate a sus pies. De cara a la influenza o a cualquier enfermedad, corre al Dios que te creó a ti y a tus hijos, y confía en su plan soberano. Él quizás no quite los gérmenes ni la enfermedad, pero descansa segura de que su poder está sobre ellos y Él los está usando para tu bien y su gloria.
Finalmente, Él nos ha liberado de algo mucho más grande que la influenza, nos ha liberado de la muerte y de una separación eterna de Él. Si tú o tus hijos se enferman con influenza o enfrentan pruebas, recuerda que vivimos en un mundo imperfecto, estropeado por el pecado, pero un día: «Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado» (Ap 21:4).
Este recurso fue publicado originalmente en Morning by Morning.