Un jueves de marzo sin pretensiones, me senté, aturdida, a medida que llegaba correo tras correo electrónico a mi bandeja de entrada, anunciando las cancelaciones de todos mis planes. Conferencias pospuestas, escuelas cerradas, servicios dominicales transmitidos, actividades extracurriculares suspendidas. En el curso de solo un par de días, nuestra nación observó cómo nuestro mundo se vio afectado por un virus.
Hasta este punto, bromeo con que he pasado por todos los estados de tristeza debido a la conmoción. Primero, pasé por la negación; luego, por el enojo; después, llegó la negociación y la súplica, hasta que, finalmente, acepté la situación tal como era. No fue hasta que descubrí la historia detrás de la palabra «cuarentena» que comencé a sentir esperanza.
La palabra «cuarentena» deriva de la palabra italiana quaranta que significa «cuarenta». Se usó por primera vez en el siglo XIV cuando los barcos que iban a Venecia debían anclar en los puertos por quaranta giorni o «cuarenta días». Cada barco era puesto en quarantina para asegurarse de que ninguna plaga que el barco pudiese estar albergando fuera transmitida a las personas en tierra.
En la Biblia, el número cuarenta está estrechamente relacionado con los periodos de deambulación, de prueba y de ayuno. Tenemos un sinfín de ejemplos en los que Dios envía a su pueblo al desierto y, cada vez, es claro: Él nunca los envía arbitrariamente y nunca lo hace sin su presencia ni provisión.
Quizás el ejemplo con peor fama de esto es el pueblo de Israel. El exilio de cuarenta años de Israel en el desierto después del éxodo de Egipto fue resultado de su pecado y de sus corazones endurecidos. Si bien dudaría de describir nuestra situación actual como un castigo (y es poco probable que dure cuarenta años), sí creo que la experiencia de Israel puede enseñarnos cómo aprovechar al máximo este difícil momento.
Una de las primeras reacciones ante la COVID-19 fue una gran demanda nacional de comida y productos de papel. De pronto, nuestra nación de excesos era enfrentada con el prospecto de la escasez, y con la escasez vino el acaparamiento.
Cuando los israelitas vivieron en Egipto, también vivían en una cultura de abundancia (aunque como esclavos). Sin embargo, una vez que entraron en el desierto, Dios tuvo misericordia de ellos y les proveyó maná del cielo. No obstante, no hizo llover porciones gigantescas que les durarían por semanas. Al contrario, Él exigió la fe de ellos, pidiéndoles que confiaran en que Él les daría lo suficiente para cada día.
Al pueblo de Dios no les faltaba nada, y como sus hijos, a nosotros tampoco nos faltará. Este tiempo es una invitación para mantenernos alerta de nuestro pan diario. Podemos pasar estos días esperando ver de qué maneras Dios provee para nosotros (no solo física, sino que también espiritualmente).
Podemos recordar lo que Moisés le dijo a Israel (y lo que Jesús le citó más tarde a Satanás en su propio viaje de cuarenta días en el desierto): «el hombre no solo vive de pan, sino que vive de todo lo que procede de la boca del Señor» (Dt 8:3; Mt 4:4). En este tiempo de ansiedad y de temor, la Palabra de Dios nos dará nuestra porción diaria de gracia y fuerza.
Como una mamá moderna que trabaja en casa, me enorgullezco de lo que puedo lograr en un día. ¿Lavar platos, lavar ropa sucia, preparar comidas, llevar gente en el automóvil, hacer tareas y tener un artículo para publicar? Sí, señora, ¡puedo hacerlo todo! O al menos, creo que puedo.
Entonces me sorprendió descubrir que la distancia entre Egipto y la Tierra Prometida era solo un viaje de once días a pie. Once días. Lo que les tomó a los israelitas cuarenta años lograr se pudo haber hecho en una semana y media.
Por supuesto, Dios estaba mucho menos preocupado de su progreso físico y mucho más preocupado de sus corazones. De hecho, en Deuteronomio 8:2, se nos dice que Él pasó cuarenta años: «probándo[los], a fin de saber lo que había en [su] corazón», al despojarlos de sus ídolos y llamándolos al arrepentimiento. Él está haciendo lo mismo con nosotros.
Para mí, esto significa darme cuenta de cuánto me enorgullecía de lo que «hacía»; significa descubrir el resentimiento, el enojo y el miedo que creció dentro de mí cuando mi mundo se detuvo de pronto y mis ambiciones fueron interrumpidas.
Este tiempo forzado de ayuno reveló cómo mi corazón había estado distorsionado y me dio una oportunidad para arrepentirme. Ya sea que adoremos la ambición, la comodidad, la seguridad o el control, si somos sabios, aprovecharemos esta oportunidad para estar de acuerdo con Dios respecto a nuestro pecado y volver nuestros corazones hacia Él.
En el primer par de días de cuarentena, anduve en la niebla. Luché con la concentración. Sabía que habían cosas que hacer, pero no podía recordar cuáles eran. No sabía si necesitaba sentarme para procesar las cosas o correr a prepararlas.
Mientras estaba en este estado de impacto, Dios trajo a mi mente lo que pareció ser un verso oscuro en Éxodo:
El Señor iba delante de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos, a fin de que anduvieran de día y de noche (Ex 13:21).
Esta teofanía, o manifestación física de la presencia de Dios, me pasmó. Su pueblo estaba en un «tiempo fuera» por cuarenta años y Él aún así estaba con ellos. Como su Buen Pastor, los guió, diciéndoles cuándo acampar y cuándo avanzar.
Quizás no tenemos la presencia de Dios manifestada en una nube para guiarnos a través de estos días inciertos, pero sí tenemos a su Espíritu Santo escondido en nuestros corazones. En los momentos más oscuros de esta pandemia, cuando el presente se sienta pesado y el futuro frágil, podemos mirar a su presencia para que nos guíe.
Estoy convencida de que nuestro tiempo en cuarentena será más cercana a los cuarenta días de Venecia que a los cuarenta años de Israel; sin embargo, no importa la duración, Dios puede usar este tiempo para avivar nuestros corazones, personalmente y como nación. Aprovechemos al máximo este tiempo para llenar nuestros corazones con su Palabra, rindiendo nuestros ídolos y dependiendo de su guía en cada uno de nuestros pasos.