Mis dos hijos mayores tienen dos años de diferencia. Son adultos ahora, pero recuerdo una discusión que tuvieron cuando eran más jóvenes. No puedo recordar específicamente de qué se trataba la discusión, pero era algo tonto e insignificante. Fue una de muchas, como todas las que tienen los hermanos.
Lo que sí recuerdo era cuán duro eran sus tonos de voz, cómo sus palabras estaban cargadas de acusaciones y cómo el vocabulario que eligieron fue personalmente dañino. Sus sentencias estaban diseñadas para derribar al otro y no para encontrar una solución al conflicto.
Nunca les enseñé a mis hijos a hablar así. ¿Habían escuchado a su padre hablarle mal a su madre? ¿A ellos? Sí, lamentablemente. Sin embargo, nunca me senté con ellos para decirles, «chicos, si quieren ganar una discusión y obtener lo que quieren, así es cómo deben hacerlo».
En esta situación común y corriente, Dios me recordó: la tendencia natural del corazón humano es usar palabras egoístamente para obtener lo que queremos.
Al escuchar la misma discusión, Dios abrió mis oídos para escuchar cuán poderosas pueden ser las palabras. Puesto que a menudo no escucho lo que digo, ni entiendo cómo son recibidas mis palabras, Dios estaba dando vida y aliento al famoso pasaje sobre el poder de las palabras en Santiago 3.
«La lengua es un fuego, un mundo de iniquidad… Es un mal turbulento y lleno de veneno mortal… con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a la imagen de Dios».
Han pasado más de 25 años, esa discusión aún provoca que reflexione hoy: ¿cuán a menudo uso naturalmente el poder de las palabras para obtener lo quiero egoístamente? ¿Cuán a menudo amenazo, manipulo, acuso, culpo o difamo a aquellos que están en mi vida con lo que digo?
Si eres parecido a mí en algo, sé que haces lo mismo. Sé honesto, pero no te desanimes. Dios nunca nos revela nuestros corazones para desanimarnos. Convencernos de pecado es una de las maneras más profundas en la que él demuestra su amor por nosotros.
Adicionalmente, Dios nunca establece un alto estándar para nuestra forma de hablar y tampoco demanda que lo logremos por nuestra propia cuenta, esperando sentado a que fracasemos. Al contrario, él nos da todo lo que necesitamos en la vida para tener una forma de hablar piadosa (2Pe 1:3).
¿Cómo hace esto? Él envió al Verbo —Jesucristo— para convertirse en carne y sangre (Jn 1:14) y para ayudarnos con nuestras palabras. Tenemos poder y gloriosas riquezas a nuestra disposición por medio de Dios y la presencia interior del Espíritu Santo.
Esta semana, escúchate hablar. Toma nota de cuán natural es para ti usar palabras para un beneficio egoísta. Ten en cuenta el poderoso vocabulario que tienes a tu disposición. Entristécete y confiesa cómo amenazas, manipulas, acusas y calumnias a otros con palabras.
Sin embargo, ten esperanza. El Verbo vino a liberarnos del poder del pecado. ¡Podemos experimentar una nueva dirección con nuestras palabras!
Preguntas para reflexionar
- ¿Cuál fue la última discusión en la que te viste involucrado? Rebobina el audio de esa conversación.
- ¿Intentaste usar palabras para arreglar el conflicto o tus palabras fueron escogidas para «ganar» la discusión a expensas de otros
- ¿Cómo puedes usar las palabras esta semana para fortalecer y restaurar?
- ¿Qué pasos prácticos puedes dar para «morar» con el Verbo? ¿Cómo puede ayudar eso con tus palabras?