¿Puede algo muerto hacerte feliz? Extraña pregunta, lo sé. No obstante, en los momentos en que vacilamos entre obedecer a Dios o desobedecerlo, la pregunta podría ayudar a identificar en quién o en qué estamos creyendo realmente para tener alegría.
En mi caso, desperdicié mucho de mi vida bajo la suposición de que las cosas muertas eran las mejores. «Cosas muertas» es otra manera de describir «cosas pecaminosas»: todas las maneras en las que intentamos ser felices cuando estamos muertos en nuestras transgresiones y pecados (Ef 2:1). Decidí intencional y persistentemente comportarme y tener afectos que deshonraban a Dios y al prójimo, porque había deducido que tenían la capacidad de satisfacerme.
Y en algunas maneras, lo hicieron. Si la experiencia de un pecado particular se siente abominable para el pecador, es muy probable que lo reemplace con otro que se sienta bien. Los pecadores no sólo pecan porque, al ser pecadores, tienen que hacerlo. Los pecadores pecan porque quieren; disfrutan pecar (Jn 3:19). Al ser hechos a la imagen de Dios, fuimos hechos para la alegría, pero no para la alegría superficial y temporal que sentimos cuando pecamos.
Cuando se acaba tu vida
Todas las cosas muertas que amaba (las cosas que dije, que pensé, que hice, que conversé con alguien, que miré, en las que anduve, que escuché, que fomenté y con las que me acosté) tenían una medida de satisfacción en ellas, pero nunca fueron suficientes. Fui hecha para un Dios infinito, entonces, ¿cómo pudo semejante pequeño ídolo satisfacerme o hacerme feliz?
No me refiero al tipo de felicidad que puede encajar en el tiempo. Me refiero a la felicidad que se extiende más allá del tiempo que tenemos aquí. Esa es la advertencia que el pecado no quiere que pienses: después de que hayas sido saciado de todo menos de Dios y te pares ante el Santo, ¿la sonrisa que ese deleite pecaminoso te dio soportará la ira de Dios?
Afortunadamente, el Santo también es el Misericordioso, y cuyo Hijo, Jesucristo, disfrutó su vida por completo —nunca confió en las cosas muertas para que lo hicieran feliz—. Lo que le daba alegría era amar a su Padre y a su pueblo pecador. Al haber muerto (como todos debemos) y resucitado (como todos podremos), ahora nos empodera para andar como Él siempre lo ha hecho: como hijos obedientes (1P 1:14).
Lo qué Jesús logró en la cruz tiene el poder de liberarnos del pecado y nos prepara para la alegría. Pero ¿cómo?
Deleite obediente
Cuando Jesús triunfó sobre la muerte y el pecado, finalmente Él limpió el camino para que nuestros pies caminaran hacia la alegría. Él nos reconcilió con Dios (Ro 5:10), en cuya presencia hay placeres eternos (Sal 16:11). Jesús mismo es el Pan de Vida (Jn 6:35), el único capaz de satisfacer el cuerpo total y completamente. Él es la Fuente de Agua Viva (Jn 7:37-38), Aquel que satisface toda nuestra sed. Él es el Buen Pastor (Jn 10:11), Aquel que quita las necesidades del necesitado. Jesús nos llevó a la comunidad con Dios y, al hacerlo, Él nos llevó donde se encuentra felicidad real (1P 3:18). Lo que Cristo ha hecho nos ha dado vida para todo lo que Dios es. Ahora podemos vivir como Él quiere que vivamos, en obediente deleite.
Desde Génesis 1 en adelante, la obediencia es lo que Dios ha exigido de sus criaturas (Dt 13:4; Jn 14:15). La perfección del jardín no era tal sin los límites puestos en su lugar por nuestro Dios (Gn 2:16-17). Israel permaneció a los pies de una montaña que no podían tocar, mientras escuchaban la aterradora voz de Dios (Heb 12:18-29). Jesús, Dios encarnado, sin la intención de abolir la ley, la trajo a nuestro mundo no sólo para ser obedecida en obras, sino que con alegría desde el corazón (Mt 5:28). Los escritores de las epístolas, que reunían sus mandamientos guiados por el Espíritu de Dios, continúan enseñándonos cómo amar a Dios y al prójimo para la gloria de Dios y para nuestra alegría.
Más real que la tentación
Lo que es difícil para mí, y quizás para ti, es que aunque soy una nueva criatura, aunque ya no soy esclava a amar las cosas muertas, todavía me siento tentada a creer que a veces ellas, y no Dios, me darán la alegría que quiero; que esa obediencia a Dios mataría, no aumentaría, mi alegría.
Pero, oh, la irracionalidad de la tentación. De hecho, la obediencia crea oportunidades para la alegría. Huir de la tentación sexual (1Co 6:18) me libera para experimentar el poder sustentador de Dios. Escoger perdonar (Col 3:13), en lugar de ser vengativo, mantiene mi corazón libre de la pesadez del odio y lo llena con fe, confiando en que Dios se hará cargo de todo mal que se me haya hecho (Ro 12:19). Poner mis preocupaciones a los pies de Dios, el único que me ha dicho que se preocupa por mí, despeja mi mente, limpiando el camino para la paz que me es esquiva (1P 5:7).
Sin embargo, a menudo, nuestras tentaciones se sienten más tangibles que sus promesas. Cuando lo hagan, recuerda que Dios está vivo (Heb 7:25). Puesto que ese es el caso, su palabra también está viva (Heb 4:12) y también lo está tu esperanza (1P 1:3). No somos personas miserables de quienes tener pena, como si Cristo no hubiera resucitado de los muertos (1Co 15:19-20). Ya no estamos muertos en nuestras transgresiones, sino que se nos ha dado vida junto con Cristo (Ef 2:4-5), resucitados para vivir deleitándonos en todo lo que Dios es y empoderados para vivir deleitándonos en obediencia con Aquel que amamos.