En una ocasión, mi esposo y yo tomamos un vuelo a San Diego, mi ciudad favorita. Recuerdo haberme sentado en la fila que estaba detrás de él, casi mareada por la emoción, entusiasmada por un respiro del estrés que me había afectado durante ese tiempo.
Iba sentada junto a una mujer que estaba hablando por teléfono bastante fuerte sobre su amiga que estaba embarazada otra vez. Con un tono detestable, ella le contaba que el esposo de su amiga le decía a ella que se ve más hermosa cuando está embarazada, «probablemente, solo para tener más hijos de ella», dijo bromeando. Continué escuchando por un momento hasta que la miré y vi que la mujer que hablaba por teléfono también estaba embarazada.
Entonces, tuve un momento horrible.
¿Cómo es posible que ella pueda quedarse con su bebé, pero yo no? Ella parece odiar a los niños. Esto no es justo.
Tan pronto vino el pensamiento a mi cabeza, me sentí horriblemente culpable. Sé que supuestamente una no debe pensar esas cosas y, cuando lo haces, sin duda no es agradable admitirlo. Sin embargo, ahí estaba, tan claro como el día: yo tenía envidia.
Adiós dicha
Cuando mi esposo y yo supimos que estábamos embarazados, no nos sorprendimos. Sin duda, tuve ese momento de impacto mientras miraba el test, mis manos tiritaron, mis ojos se abrieron mucho: la maternidad se avecinaba. Sin embargo, aunque Phillip y yo llevábamos solo un mes casados, había crecido escuchando las bromas de mi papá sobre la eficiencia en concebir que él y mi mamá tuvieron (yo nací diez meses después de que se casaron). Además, crecí en una comunidad cristiana donde inevitablemente los niños se casan tan rápido como llega la noche después del día. El año pasado, dos de mis amigas y sus maridos, que no se habían casado mucho antes que yo, le dieron la bienvenida a sus recién nacidos con una semana de diferencia.
Me cuestioné si debía contarle a alguien que estábamos embarazados, pues sabía que el riesgo de aborto espontáneo era mayor en el primer trimestre. Para mi esposo, no había dudas: que las personas se alegren junto a nosotros cuando nosotros nos alegramos; y si hay luto, lloraremos juntos (Ro 12:15). Aun así, esperé dos semanas antes de hacerlo público, pero le conté a mis amigas y a mis colegas inmediatamente.
Y luego, comencé a preocuparme.
Soy una persona que por naturaleza se preocupa y la ansiedad se extendió a mi embarazo. Pasé seis semanas despertando por sudores nocturnos, asustada pensando que algo le podría haber pasado a mi hijo —el pequeñito arándano que ya amaba demasiado—. Luego, durante la séptima semana, sentí que había llegado a un lugar más seguro. Estaba más tranquila y ya era capaz de disfrutar mi cuerpo en proceso de cambio y de la maravilla del niño que crecía dentro de mí.
No obstante, no sabía que en ese momento el corazón de mi bebé ya había dejado de latir.
Cuando la ecografía mostró esto, sentí el dolor más grande de estómago que jamás había sentido en mi vida. Aún duele; siempre va a doler, supongo.
¿Para qué pasó esto?
Lo peor que había imaginado que podría suceder durante las últimas semanas, sucedió. Me recosté en el suelo de nuestro departamento por el dolor físico, emocional y espiritual, combatiendo más dolor del que nunca había sentido y grité, «¿por qué?».
Soy una «buena chica cristiana» de una «buena familia cristiana», así que sé que no tengo que preguntar «¿por qué yo?». Sí, por supuesto, merezco la muerte, el infierno y la tumba (Ro 3:23). En esos momentos, los más difíciles, la respuesta de Escuela Dominical de que estaba «mejor de lo que merezco» resonaba dentro de mí. Sin embargo, aún no podía evitar sentir que se habían burlado de mí.
Aquí estaba yo con un dolor insoportable, con los ojos llenos de lágrimas por un bebé que me trajo tanto gozo en un periodo tan corto de tiempo, un bebé que nunca podré sostener.
El instante en el que me enteré de que estaba embarazada, me puse ansiosa por conocer a la personita con la que el Señor me había bendecido con criar. Me pregunté por su futuro, su lugar en mi hogar, su impacto en nuestras vidas. Crecí para amar a esa persona más y más cada día.
Amo a los niños. Crecí alrededor de ellos, les enseño, quiero un hogar lleno de ellos. No podía esperar más para ser madre (no podía esperar por cuidar de mi propio hijo). Pero mi hijo estaba muerto. Me sentí como el salmista, «¿qué provecho hay en mi sangre si desciendo al sepulcro? ¿Acaso te alabará el polvo? ¿Anunciará tu fidelidad?» (Sal 30:9). A veces, no podemos evitar hacer otra cosa más que preguntar: Dios, ¿qué estás haciendo?
Su propósito inmutable
Incluso en ese dolor insoportable, el sufrimiento del Señor por mí se hizo real.
Y no quiero decir que me senté ahí cantando «Sublime gracia» mientras las olas del dolor y de la pena inundaban mi corazón. Estaba lejos de ser una imagen linda. Clamé a Dios (literalmente, clamores guturales) y me sentí cerca del Salvador sufriente quien había experimentado un dolor aún más insoportable por mí, no porque él haya perdido un hijo, sino porque él dio todo su ser para traer a casa a los hijos perdidos.
Él le da propósito a nuestro sufrimiento (Ro 8:28). Mi aborto espontáneo no sucedió en un vacío. Tanto mi hijo como yo fuimos creados a la imagen de Dios, diseñados para su gloria. Mis intenciones para la vida de mi hijo no eran las intenciones del Señor y mi plan no era su plan. Él decidió que el propósito de esa pequeña vida se completara en esas siete semanas de vida. Él decidió que el propósito para mi vida fuera revelado aún más por medio de la muerte de ese pequeñito.
Él me eligió para ser la madre de mi hijo por siete semanas. Él decidió para mi esposo y para mí que aprendiéramos a caminar juntos por medio de confusiones hormonales, para que mi esposo me muestre amor sacrificial a mí, su esposa cansada. Él decidió que nosotros atravesáramos la pena juntos y que proclamáramos su grandeza aún en medio de nuestro dolor (Job 13:15).
Pude ser mamá. Lo fui solo por un momento, pero fue un momento hermoso. Espero poder ser mamá nuevamente, pero incluso si eso no sucediera, Dios es bueno. Y sus propósitos para mí son seguros. Mi pequeño tiempo de maternidad continúa mostrándome los diferentes ángulos del buen carácter de Dios y cosas sobre mí que nunca podría haber aprendido sin mi bebé. Por eso estoy agradecida. Dios es el Autor de vida y el único que lo satisface todo. Él cumplirá su propósito para nosotros (Sal 57:2) y por eso soy consolada.