La ética laboral protestante promueve la excelencia. Pero ¿cuál es la conexión entre el protestantismo, el trabajo y la excelencia? El pionero de la sociología, Max Weber, fue el primero en dirigir la atención a la ética laboral protestante. En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en 1904, Weber estudió el fenomenal crecimiento económico, la movilidad social y el cambio cultural que acompañaron a la Reforma. Él llegó incluso a atribuir el auge del capitalismo a la Reforma.
Habitualmente, dijo, la religión es como de otro mundo. Sin embargo, en la Reforma, la doctrina de la vocación enseñó que la religión ha de ser vivida en este mundo. Weber no entendió completamente la doctrina de la vocación. Él tenía la idea de que los primeros protestantes trabajaban así de duro porque querían labrarse una evidencia de que eran salvos. Sin embargo, los primeros protestantes sabían mejor que nadie que su salvación no tenía nada que ver con sus obras ni con su trabajo. Confiaban en la gracia de Dios únicamente a través de Cristo.
Weber también asumió que los primeros protestantes eran ascetas. Mientras su trabajo duro les reportaba inevitablemente mucho dinero, decía, sus escrúpulos morales les impedían gastarlo, al menos en placeres mundanos. Por lo tanto, en vez de eso, ahorraban su dinero, lo ponían en los bancos, y lo invertían. Es decir, transformaban su dinero en capital, creando así el capitalismo. Puede haber algo de cierto en esto, pero la investigación moderna ha mostrado que los primeros reformadores —pese al estereotipo «puritano»— no eran particularmente ascéticos, sino que esta era una cualidad más propia de los católicos medievales contra los cuales estaban reaccionando.
No obstante, Weber está en lo correcto al notar el poder transformador de la doctrina de la vocación. El catolicismo medieval enseñaba que la perfección espiritual se encontraba en el celibato, la pobreza, y en retirarse monásticamente del mundo hacia donde se hallaba la vida espiritual más elevada. Sin embargo, los reformadores enfatizaron la dimensión espiritual de la vida familiar, la labor productiva, y la participación en la cultura. «Vocación» es simplemente la palabra latina que equivale a «ocupación». Según Lutero, Dios nos llama a cada uno de nosotros a diversas tareas y relaciones. Tenemos vocaciones en la familia (matrimonio, paternidad), en el lugar de trabajo (como amos, siervos, ejerciendo nuestros diferentes talentos en la forma en que nos ganamos la vida), y en la cultura (como gobernantes, súbditos, y ciudadanos). También tenemos una vocación en la iglesia (pastores, ancianos, músicos, miembros de la congregación), pero la vida espiritual no ha de ser vivida principalmente en la iglesia y en las actividades de ésta. Más bien, cuando vamos a la iglesia, se nos predica el perdón de los pecados que hemos cometido en nuestras vocaciones, y luego, a través de la Palabra y el sacramento, nuestra fe se fortalece. Esa fe, entonces, da fruto cuando se nos envía de regreso a nuestras vocaciones en nuestras familias, nuestro trabajo, y nuestra cultura.
Lutero recalcó que la vocación no se trata primeramente de lo que hacemos nosotros. Más bien, se trata de lo que Dios hace por medio de nosotros. Dios nos da hoy nuestro pan de cada día mediante la vocación de los granjeros, los molineros, los panaderos, y —podríamos añadir— los obreros de las fábricas, los conductores de camiones, los empleados de las tiendas de abarrotes, y las manos que preparan nuestra comida. Dios crea y cuida de la nueva vida mediante las vocaciones de madres y padres, esposos y esposas. Nos protege mediante policías, jueces, militares, y otras vocaciones de Romanos 13 correspondientes a quienes «llevan la espada». Dios no cura principalmente a través de milagros sino usando las vocaciones de doctores, enfermeras, farmacéuticos, y otras vocaciones médicas. Dios enseña por medio de maestros, comunica su Palabra por medio de predicadores, concede las bendiciones de la tecnología por medio de ingenieros, y crea belleza por medio de artistas. Dios trabaja por medio de todas las personas que hacen cosas para nosotros día tras día, y también trabaja por medio de nosotros, cualesquiera sean las tareas, los oficios y las relaciones que nos haya llamado a tener.
La doctrina de la vocación dota de importancia espiritual nuestras vidas diarias y nuestras actividades rutinarias, y es, en verdad, un poderoso motivador para llevarlas a cabo con excelencia. Sin embargo, la vocación tiene una dimensión adicional que a menudo es pasada por alto. Sí, llevamos a cabo nuestras ocupaciones para la gloria de Dios. Pero ¿cómo, exactamente, lo glorificamos? Es decir, ¿cómo manda Dios que lo glorifiquemos?
Los católicos medievales también hablaban mucho de glorificar a Dios. El lema de los jesuitas era: «A la mayor gloria de Dios», y la Inquisición quemó protestantes en la hoguera para la gloria de Él.
Lutero enfatizó que nuestras vocaciones no son obras que llevamos a cabo «para» Dios. Los monásticos hablaban así, como si el Señor del universo necesitara o fuera impresionado por nuestras acciones. «Dios no necesita nuestras buenas obras», decía Lutero, «pero nuestro prójimo sí». Los monjes insistían en que eran salvos por sus buenas obras, pero Lutero negaba que sus ejercicios místicos, escogidos por ellos mismos y llevados a cabo aislándose de otras personas, pudieran ser siquiera llamados buenas obras. «¿A quién ayudáis?», preguntaba. Las buenas obras son aquellas que ayudan a nuestro prójimo. Son llevadas a cabo principalmente a través de nuestras ocupaciones.
Nuestra relación con Dios se basa completamente en sus obras, no las nuestras; en su gracia; y en nuestra redención mediante la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Él, a su vez, nos llama a amar y servir a nuestro prójimo, y sin embargo, aprendemos de Cristo que «en cuanto lo hicisteis aun al más pequeño de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis» (Mt 25:40). Así resulta que, cuando amamos y servimos a nuestro prójimo, después de todo estamos sirviendo a Cristo.