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John P. Sartelle es el ministro principal de la Iglesia Presbiteriana Christ en Oakland, Tennessee. Es autor del libro, El Bautismo de los infantes: lo que padres deberían saber acerca de este sacramento.

El cristianismo y el mundo material

El cristianismo y el mundo material
«¡Tengan cuidado! —advirtió a la gente—. Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes» (Lucas 12:15). La historia que Jesús contó sobre el hombre rico (vv. 10-21) es sencilla y atemporal. Un hombre con una inmensa riqueza invirtió una parte de su dinero y aumentó considerablemente su valor. Luego, justo cuando iba a comenzar a disfrutar de su increíble prosperidad, repentina e inesperadamente murió. Jesús contó la parábola para advertir sobre la codicia, la ambición o la avaricia.
La avaricia se esconde muy fácilmente tras una máscara de virtud y buen juicio. Al leer esta parábola, nuestra primera inclinación es a estar de acuerdo con Jesús y decir: «El hombre era necio. Era codicioso y Jesús tenía razón al llamarlo necio porque había hecho planes para vivir lujosamente sin ninguna previsión para morir». La mayoría de nosotros no lee esa parábola y dice «Yo soy como ese hombre; soy codicioso». Sin embargo, me atrevería a decir que en nuestra cultura somos más los que nos parecemos a ese hombre que los que no.
Era esforzado y exitoso en su trabajo. No había ganado su dinero aprovechándose de la gente; sus ganancias eran legítimas. No había sido perezoso. Había trabajado bien por sí mismo y su familia. Era el sueño americano hecho realidad.
Noten que Jesús dijo a quienes lo escuchaban: «Cuídense . . . estén atentos». ¿Ante qué deberíamos estar atentos? Ante la codicia. La palabra griega original usada para señalar este pecado significa «un deseo codicioso de tener más». Jesús estaba diciendo que se te puede acercar sigilosamente. Puede estar ahí sin que siquiera lo sepas.
¿Cómo podemos saber que el hombre era realmente codicioso y no estaba simplemente tomando sabias decisiones de negocios?
La verdadera codicia malinterpreta el sentido de la vida. Jesús, antes de comenzar la parábola, dijo: «La vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes». La codicia dice que la vida se trata de tener más. Que se trata de tener todo lo que puedas obtener. Debemos tener cuidado al acercarnos al tema del dinero o la riqueza. En este punto, muchas personas han malinterpretado el cristianismo. Dios dijo que debemos disfrutar de su creación. Debemos disfrutar de la comida, la belleza, los amigos y el trabajo. Dijo que deberíamos disfrutar de la relación sexual dentro del matrimonio; que deberíamos gozar de nuestras bendiciones materiales. Por lo tanto, asegurémonos de no decir que los cristianos deben conducir autos de hace veinte años, usar prendas de cilicio, vivir en chozas y tener muebles con hoyos en la tapicería. Ese no era el mensaje de esta parábola.
Las palabras de Jesús nos advierten que, siendo tan fácil quedar atrapados en las cosas y en el yo, todo ello se convierte en lo que da sentido a nuestras vidas. Escribiendo sobre el materialismo de nuestra cultura en su excelente libro A Hunger for More, Laurence Shames escribe: «Se cruza una cierta línea. La gente mira sus bienes no sólo en busca de placer, sino de significado. Quieren que sus cosas les digan quiénes son». Compramos lápices o relojes lujosos porque queremos que esos accesorios describan al mundo quiénes somos. Queremos que todo nos defina, desde nuestros automóviles hasta nuestras vacaciones.
La codicia siempre quiere más. En la primera escena de la historia, el hombre ya tenía mucha riqueza (v. 16). Sin embargo, no estaba satisfecho. Ya tenía muchos graneros (nota el plural), pero no eran suficientes. Él quería más. La codicia siempre es así —insaciable—. Durante una revolución política en Filipinas, la cual sacó del poder a Ferdinand Marcos, éste huyó del país con su esposa Imelda. Ésta dejó atrás 1200 pares de zapatos y 71 pares de anteojos de sol. La verdad es que ella no se hubiera detenido a los 2000 pares de zapatos o los 200 pares de anteojos de sol.
La codicia no logra percibir la verdadera fuente de nuestras posesiones. El rico terrateniente se consideraba a sí mismo como un hijo de sus propias obras. Al hablar consigo mismo, usa seis veces el pronombre personal «yo». También habla de «mis cosechas; mis graneros; mi grano; mis bienes». No se percibía como un administrador al servicio de Dios. Se veía a sí mismo como el dueño. Era su propio creador y sustentador. Ahora bien, ese es el punto de la parábola. Ésta no termina con su muerte repentina; termina con la pregunta que Dios le hizo al hombre la noche en que murió: «¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado?» (v. 20). Cuando el hombre dejaba este mundo, Dios lo forzó a darse cuenta por primera vez de que había sido sólo un administrador. Todo lo que había tenido en la vida le había sido dado por el verdadero Dueño, y el uso que este administrador le había dado acababa de llegar a su fin. Dios se lo entregaría a otro cuidador, y el antiguo administrador rendiría cuentas.
La administración cristiana es mucho más que dar el 10% a Dios. El verdadero administrador cristiano entiende que todo lo que es y lo que tiene pertenecen a Dios. Dios es el dueño de su cuerpo, su tiempo, los botones de su camisa y sus hijos. Reclamar las posesiones de Dios como propias no sólo es arrogante, sino que necio. La mente del administrador debe reflejar la del Amo; su corazón debe reflejar el del Amo; y su generosidad debe reflejar la del Amo.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.

¿Qué es una vida santa?

¿Qué es una vida santa?
«Sino que así como aquel que os llamó es santo, así también sed vosotros santos en toda vuestra manera de vivir» (1 Pedro 1:15). «Amados, os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de las pasiones carnales que combaten contra el alma» (1 Pedro 2:11). «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo» (1 Juan 2:15). A través de la historia de la cristiandad, estos versículos han sido usados por gente religiosa sincera para inducir a generaciones al error sobre lo que significa vivir una vida cristiana. Han sido usados para construir monasterios a fin de evitar el contacto con el mundo. Han sido usados para aislar a las comunidades cristianas. Han sido usados para impedir que los cristianos usen la electricidad, conduzcan automóviles, usen aparatos modernos, y se vistan a la moda. Han sido usados para impedir que las mujeres cristianas usen lápiz de labios, maquillaje, o joyas. Han sido usados para impedir que los cristianos vayan al cine, a eventos deportivos, y bailes. Sin embargo, Dios no tuvo la intención de que estos versículos fuesen aplicados así.
John Fischer escribió Real Christians Don't Dance [Los verdaderos cristianos no bailan] en 1988. Es una obra satírica con un título también satírico. El libro fue escrito para ayudar a los cristianos a librarse de buscar trivialmente la falsa santidad. En el primer capítulo, Fischer cuenta cómo testificó de Cristo siendo un alumno de quinto grado. ¿Sabes cuál fue la expresión pública de su fe en Cristo durante ese año? Cada semana llevaba una nota de sus padres para eximirse de participar en las clases de baile social que se impartían durante las horas de gimnasia y recreación. Sus padres y la iglesia comparaban su postura con la de Daniel en Babilonia.
Piensa en ello. Cuando John Fischer estaba en quinto, la comunidad cristiana le enseñó que ser cristiano significaba que no podía aprender a bailar con los otros niños. Fischer escribió: «¿Así que de esto se trata? ¿A esto se reduce? ¿Los verdaderos cristianos no bailan? ¿Moisés partió las aguas para esto? ¿Rahab escondió a los espías para esto? ¿Jael clavó una estaca de la tienda en la cabeza de Sísara para esto? Jesús murió y resucitó, los mártires fueron aserrados por la mitad, y la iglesia ha prevalecido contra las puertas del infierno durante casi dos mil años para que los cristianos de hoy puedan vivir este siempre importante testimonio ante un mundo que espera y observa: Los verdaderos cristianos no bailan».
Esta visión de la santidad individual ha hecho que los cristianos vivan vidas vacilantes y apagadas. De alguna forma hemos llegado a pensar que la santidad se limita a una afinidad con la oración y el estudio de la Biblia. Sin embargo, en la creación de Dios hay cosas que deberíamos amar con pasión: la música, las montañas, la pesca, los conciertos, los juegos, el ejercicio físico, la comida, el baile, las obras de teatro, la literatura, el matrimonio, tener hijos, los negocios, la enseñanza, la actividad bancaria, la escuela, viajar, la playa, los amigos, la astronomía, la biología… La lista es interminable.
Por tanto, ¿qué es, entonces, la verdadera santidad? Jesús fue quien mejor lo definió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. (…) Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22:37-40). Toda la ley y los profetas se resumen en esos dos mandamientos, y por eso, nuestras vidas y nuestra santidad se pueden resumir en ellos.
En mi vida, amar a Dios primero implica amarlo prioritariamente en todo lo que estoy haciendo. Veo y oigo este mundo a través de sus ojos, sus oídos, y con su corazón. Hemos malinterpretado completamente lo que eso significa para nosotros como cristianos. Cuando lleguemos al hogar celestial, descubriremos que no amamos la creación de Dios como deberíamos haberlo hecho.
La vida profana aborda todas estas cosas centrándose exclusivamente en el yo. Jesús estaba diciendo que Dios debe ocupar el lugar central en cualquier cosa que hagamos, pero nosotros, como pecadores, tendemos a poner la cosa misma —o a nosotros mismos— en el centro.
En uno de sus ensayos, George Orwell describió la vacuidad de la vida profana y egocéntrica usando una historia. Habló de una avispa que estaba sorbiendo mermelada de su plato. Orwell la cortó por la mitad, y la avispa siguió sorbiendo la dulce mermelada del plato mientras ésta se derramaba por el otro extremo de su esófago cortado. Al igual que la avispa, la vida profana sorbe de la creación divina sin jamás satisfacerse de verdad. Puesto que no hay una verdadera «satisfacción del alma», el placer y la pasión del mundo finalmente declinan.
En La Caída, Albert Camus describe un abogado que aborda el sexo de esta manera. Lo considera estrictamente un placer temporal sin las características planeadas por Dios —amor, compromiso de por vida, entrega, comunicación, y unión espiritual—. Al final, abandona la actividad sexual por indiferencia y aburrimiento; ha perdido toda pasión por lo que estaba haciendo. Se ve a sí mismo como una hueca fachada de cera.
La vida profana no disfruta demasiado de la creación divina; está muy lejos de alcanzar a disfrutarla lo suficiente. La santidad encuentra satisfacción y realización en cada área de la vida. Esa «satisfacción del alma» alimenta y desarrolla una pasión por la vida. La vida santa gira alrededor de Dios en cada lugar y a cada momento. Es una vida de pasión, realización, significado, y eternidad.